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jueves, 19 de septiembre de 2019

LA NOTA DE HOY






A MÍ ME GUSTAN LAS BARRACAS


Por Jorge Castañeda (*)



A mí me gustan las barracas. Pero esas de la tercera acepción del Diccionario de la Lengua Española que se definen en América como “edificios en que se depositan cueros, lanas, maderas, cereales y otros efectos destinados al tráfico”.

Esas que hacen acopio de frutos del país. Amplias, con portones de chapa corredizos, mampostería de ladrillos a la vista, sin ventanas y con el piso enlucido de cemento con las juntas de dilatación tomadas.

Si yo fuera el dueño les pondría nombres de fantasía acordes a la zona en que están ubicadas como “Viento Andino”, “Línea Sur”; o si no con reminiscencias del país de aquellos acopiadores pioneros que vinieron de países del oriente como “La Flor de Siria”, “Los Cedros del Líbano” o como aquel español que la bautizó con el nombre de su pueblo natal, allende en la Madre Patria: “Barraca Arboleas”.

Me gustan las barracas y observar las tareas especializadas de los clasificadores de lana, ver las estibas de los fardos de polietileno de 220 a 300 kilogramos de peso, como una montaña blanca de vellones prietos. Observar como se aparta la barriga (de precio inferior); como se teme a lana picada con sarna; como se aprecia un buen lote para hacer el calado. Porque como en todas las cosas de la vida hay lanas y lanas, de finuras y rindes distintos.

Me gustan las barracas. Mirar la precisión inapelable de la báscula con su pesado pilón que es atraído por la fuerza de gravedad; la prensa hidráulica con su motor eléctrico y cajón con rieles. Admirar la pericia de los trabajadores para cargar el camión donde los bultos son elevados por la pluma y acomodados con los ganchos.

Me gustan las barracas. Controlar como se hace el romaneo, cuyo nombre viene de la romana, a la cual como dice el refrán nunca hay que cargar. Ver como se pelan los cueros cuando tienen algo de lana, como se secan, como se salan. Saber que si están cortados valen menos. Los de vacuno, los de capón, los de cordero, los de equino, los de cabra; cada uno con su precio distinto.

Me gustan las barracas. Acopiar pieles de zorro. Los grises, grandes y chicos; los colorados, de primera y de segunda; bien estaqueados para que no desmerezcan. Y comprar pluma y cerda, frutos livianos de los campos patagónicos.

Pero prefiero el pelo de cabra con su blancura leve; eso sí: sin puntas amarillas porque vale mucho menos.

Me gustan las barracas. Con su olor característico y acre como a campo abierto. Con el trajinar de los obreros que conocen el oficio de memoria. Riqueza estibada y clasificada bajo el techo parabólico esperando los camiones para ir a otros destinos.

El escritorio, corazón de la barraca, me gusta menos, pero es imprescindible para todo buen negocio. Papeles, formularios, precios, fluctuaciones conforme al mercado mundial, certificados, burocracia, transferencias, fluctuaciones de la economía y del tipo de cambio, acoso del fisco y cuántas otras yerbas más.

Me gustan las barracas y por eso pido prosperidad para todos. Para el productor que siempre sufre, para el acopiador paciente, para el exportador que confía en el país y también para mí, aunque solo me compre un buen suéter, producto final de tanto ajetreo.



(*) Escritor de Valcheta.







miércoles, 11 de septiembre de 2019

LA NOTA DE HOY

Gentileza de vistasdelvalle.com.ar



TRELEW

Por Jorge Eduardo Lenard Vives



No hay un sólo Trelew. Hay muchos Trelew; hay tantos como habitantes tiene la ciudad, pues cada uno de sus moradores tiene una particular visión del lugar donde vive. A su vez, cada uno de ellos recuerda, en forma sucesiva, otros distintos Trelew: el de su infancia, el de su juventud, el de su madurez… Sería tarea imposible reunir todas esas miradas para obtener una única imagen del lugar y tratar de reflejar tal pintura multicolor en esta breve nota.

También hay un Trelew comercial, siempre vigente; y un Trelew ferroviario, ya desaparecido. Un Trelew chacarero, un Trelew de barracas y estancias cercanas, un Trelew industrial, un Trelew turístico hotelero y gastronómico, un Trelew de vida nocturna, un Trelew de escuelas, colegios y facultades, un Trelew cultural. Entre todas las variantes que pueden surgir al contemplar la urbe desde una perspectiva artística, se hace patente la existencia del Trelew literario. Y como esta hoja trata sobre Literatura, esa versión de Trelew es un buen punto para detenerse.

La fundación del “Pueblo de Luis” en 1884, tardía en relación a los otros poblados del Valle, se compensó con la pujanza que pronto adquirió por su condición de estación final del tren y cruce de caminos. Su historia de permanente desarrollo fue descripta en los cinco tomos de “Trelew. Un Desafío Patagónico”, de Matthew Henry Jones; quien si bien profundiza en el período de 1865 a 1943, avanza en algunos temas hasta el presente. Este texto constituye, sin dudas, una de las más importantes obras literarias locales.

La condición que le valió en algún momento el mote de “la ciudad más progresista del sur argentino”, hizo que atrajera una numerosa población; incluyendo a muchos de los que ya habitaban el Valle. Por ejemplo, Lewis Jones, en cuyo homenaje luce su topónimo, quien pasó sus últimos días aquí y fue sepultado en 1904 el cementerio de la Capilla Moriah. En esos años funda “Y Drafod” y lo edita en una imprenta de la localidad; hasta que le cede el control a su hija Eluned Morgan en 1893. Hacia 1898, Jones publica su obra "Una nueva Gales en Sudamérica"; por lo que puede suponerse que al menos parte de ella fue escrita en Trelew.

Pero no es el único escritor local de esa época; ya que a los entusiastas que publicaban artículos de distinto tenor en “Y Drafod”, deben sumarse quienes comenzaban a competir en los Eisteddfod; cuya sede se estableció oportunamente en la ciudad. Los poemas premiados con los numerosos Sillones Bárdicos y Coronas de Plata entregados a sus plumas vernáculas, forman parte del acervo cultural trelewense.

Con el tiempo, fruto de su pujanza, la “Punta de Rieles” recibió una numerosa afluencia de inmigrantes de diversos orígenes que se agregaron a los primeros galeses; como así también de muchos migrantes internos provenientes del norte del país. En las primeras décadas del siglo XX, uno de ellos, profesor en el Colegio Nacional, se convertiría en un literato sureño: Orestes Trespailhié; quien escribe las novelas “Los Tchenques” de 1933, “Ofelia” de 1934 y otras obras. Más tarde se muda a Puerto Madryn, donde falleció. Allí una arteria lleva su nombre como homenaje.

De a poco fueron surgiendo poetas, como Irma Hughes, Lily Paterson y Claudia Romero; creadoras de relatos, como Gwen Adeline Griffiths de Vives. Fue hogar de Edi Jones, recordado por sus fotografías pero también autor  o coautor de algunos libros, de Clemente Dumrauf, responsable de cerca de veinte ensayos de Historia regional, de Donald Borsella, una de las plumas más conocidas de la Patagonia, de Oscar Camilo Vives, cuyos numerosos cuentos fueron premiados en diversos certámenes. Fue aquí donde el doctor Vicente Ugo compuso varios de sus poemas, muchos de ellos en forma de soneto, antes de volver a radicarse al norte; y es el sitio donde Manuel Porcel de Peralta residió y escribió hasta el final de su vida.

(El lector sabrá perdonar que el cronista sólo cite a escritores locales ya fallecidos. En la actualidad, Trelew tiene una vasta vida literaria, con autores de gran calidad artística. Pero no osa mencionar sus nombres para no cometer, por un error involuntario, la imperdonable injusticia de olvidar alguno).

Volviendo a la premisa inicial de este artículo, es decir, los muchos rostros que presenta Trelew, se barrunta que a los ojos del observador la localidad aparece como la mezcla de todas esas visiones, entrelazadas, superpuestas, dispersas, amontonadas… Cuando viniendo del norte o del sur se baja al Valle que la resguarda como el engarce a una gema, se ve una única población, homogénea, uniforme. No se distingue esa diversidad multifacética; sólo advertida cuando se empieza a caminar sus veredas.

Por supuesto, entre las múltiples perspectivas está la personal de este escriba; que tiene valor tan sólo para él. Es un Trelew inmovilizado a fines de los setenta, cuando dejó el terruño para vivir otros rumbos. Claro que uno siempre retorna a los lugares donde fue feliz. Cada regreso es volver a disfrutar el lar; pero la mirada atraviesa un filtro del color de aquellos años y busca encontrar, como en un pasatiempo, las similitudes y diferencias con lo que conoció. Ya no está Apolo XI, ni Gong Gú ni La Reina; tampoco está el canal de la calle Inmigrantes, ni el patio de tierra de la Escuela 5 con sus eucaliptus, ni el Recreo Socino… Otros negocios a tono con la época, y nuevas plazas y plazoletas, y edificios de varios pisos, los reemplazan.

Año tras año se advierten los cambios, a veces sutiles, a veces contundentes; pero al mismo tiempo el viajero reconoce que, aunque distinta, es la misma ciudad. Siguen erguidos los mismos álamos que delimitan las chacras en sus afueras, sigue deslizándose el mismo río pardo y moroso bajo el puente Hendre, siguen las mismas bardas blancas cortando el horizonte con sus líneas rectas. Y, sobre todo, sigue siendo ese mismo Trelew que alguna vez se eligió para vivir; y al cual el exiliado quiere al fin regresar para ya no marcharse.




sábado, 31 de agosto de 2019

EL POEMA DE HOY

UN SONETO DE MARIA JULIA ALEMAN DE BRAND







CAMINANTE DEL VERSO

Por María Julia Alemán de Brand (*)





Mi verso te recorre, paso a paso,
no hay lugar de tu extensa geografía
que no haya recorrido la voz mía
con el canto entrañable en que rebaso.

No canto porque sí, ni aún al acaso
tu paisaje lo vuelvo alegoría,
es verdad que fui a veces, elegía
pero siempre es mi voz, alba y ocaso.

Caminante del verso, he recorrido
palmo a palmo tu mapa, cada tanto
creyendo así cumplir mi cometido.

He dado a luz mis versos con mi llanto
Con cada uno que escribo, me despido:
Yo no pedí este oficio… ¡Pero canto!






(*) Escritora chubutense. De su libro “De mi tierra paisana” (Subsecretaría de Cultura y Educación de la Municipalidad de Esquel, Esquel, 2008).

jueves, 22 de agosto de 2019

LA NOTA DE HOY




LUCIO RAMOS OTERO Y EL ENFADO COMO NUMEN

Por Jorge Eduardo Lenard Vives





Román Lucio Ramos Otero pertenecía a una conocida familia de Buenos Aires. A fines del siglo XIX decidió iniciar una explotación ganadera en la cordillera del norte chubutense. Encontrándose en esa zona, el 31 de marzo de 1911 fue secuestrado, junto con su peón José Manuel Quintanilla, por los norteamericanos Robert Evans y William Wilson; y el argentino Mansel “Yake” Gibbon. Los cautivos fueron encerrados en un rústico calabozo de troncos en el bosque, de donde se escaparon el 27 de abril. El rescate de 125.000 pesos exigido por los bandoleros no se pagó; aunque mientras estuvo prisionero su estancia de Corcovado fue saqueada. Más tarde, una partida de la Policía Fronteriza, acompañada de la víctima, encontró la improvisada cárcel de la espesura; lo que corroboró sus declaraciones. Al tiempo esa fuerza policial abatió en un enfrentamiento a los dos estadounidenses; en tanto “Yake” pudo sobrevivir y evitar la captura.

La experiencia influyó tanto en la vida de Ramos Otero que decidió describirla con detalle en cuatro tomos cuya prolija edición pagó él mismo: “Son cosas de la vida, dijo Yake” en 1911, “La Policía de Tecka o la Comandita” y “La expedición mayor que se haya hecho a la cordillera del Chubut para agarrar a tres bandidos”, ambos de 1912; y el último volumen, “Para evitar el escándalo”, de 1915, que no pudo ser consultado para esta nota. Pero el disparador que lo llevó a escribir los gruesos textos -de más de cien páginas al menos cada uno de los tres primeros- fue la necesidad de defenderse ante la actitud de diversos funcionarios y medios de prensa que pusieron en duda su versión y hablaron de un autosecuestro.

Por ello, el autor introduce su obra con la cita "Il reste toujours quelque chose de la calomnie", paráfrasis de la frase “Calomniez, calomniez, il en restera toujours quelque chose” (Calumnia, calumnia, siempre quedará algo)*, que Pierre-Agustin de Beaumarchais pone en boca de su personaje Don Basilio en la pieza teatral “El Barbero de Sevilla”, de 1775. Pero ya en 1623, Francis Bacon en su clásico estudio “De la dignificación y el progreso de las ciencias”, había afirmado: “Como suelen decir: ¡Vamos! Calumnia audaz, siempre queda algo”.

Los libros de Ramos Otero reúnen una serie de recortes periodísticos relacionados con el tema, provenientes de los diarios “La Patria degli Italiani”, “La Prensa”, “La Nación”, “La Argentina”, “La Tribuna” y otros. También se copian diversos telegramas oficiales y privados; y uno de los tomos está ilustrado con las dos fotos de “Yake” reproducidas numerosas veces. El resto de las páginas se encuentran cubiertas por el exhaustivo y a veces taquigráfico informe del damnificado, que reseña el secuestro, la fuga, la expedición que hace la policía para dar con los bandidos y las secuelas del episodio; con un estilo del cual da idea este corto párrafo, descriptivo del momento de su captura:

"El inglés flaco saco un piolin i me ato las manos atras poniéndome la izquierda abajo y la derecha arriba que me dolía. Lo mismo hizo con el peón.
Sacó el que parecía jefe, el grueso, una soguita, un tiento grueso bien sobado i nos acopló a los dos de cada pescuezo (a mi i al peon) a distancia de un metro."

También sirve de ejemplo el siguiente breve diálogo que el hacendado mantiene con María, la mujer del encargado del puesto donde arriba luego de su huida; quien al principio no lo había reconocido:
“-¡Ah, patrón! No lo había conocido.
-Sí, señora. Me agarraron los bandidos norteamericanos y anoche me escapé.
-Bien había soñado el mellizo (así llama a su esposo) que el patrón no había muerto”.

Las páginas de Ramos Otero tienen un indudable valor como registro histórico de los hechos ocurridos. Pero, ¿qué interés ofrece desde el punto de vista literario? En principio, los volúmenes pueden catalogarse dentro del género didáctico. La minuciosa narración en primera persona de lo sucedido, insertan al trabajo en la hoy en día denominada “Literatura del yo”; de la cual se habló varias veces en este blog.

Sin embargo, no se trata de una autobiografía, pues sólo enfoca un momento de la vida del individuo. Sería, entonces, una “memoria” sobre el lance vivido; relatada desde el punto de vista del principal protagonista. Tal visión coincide con las enseñanzas de Wilhelm Dilthet respecto a que un texto personal permite entender mejor el pasado; cuando pertenece a un contemporáneo de los hechos ocurridos. Pero también requiere que el narrador adscriba al “pacto autobiográfico” de Philippe Lejeune, porque el lector debe poder confiar en la verosimilitud de los datos brindados.

¿Transforma una obra de estas características a su autor en un escritor? ¿Permite la saga de sus desventuras convertir a Ramos Otero en un literato en condiciones de unirse a las letras regionales? Al animarse a volcar al papel sus pensamientos y sentimientos, el estanciero demuestra una inclinación hacia la escritura. Por otro lado, la causa que lo lleva a redactar su obra también fue el estro de autores de renombre. Es la indignación, el enojo, lo que mueve a Emile Zola a escribir "Yo acuso". Claro que ese texto se integra como una parte menor al conjunto de su abundante creación. Al igual que sucede con Zola, el enfado motiva a Ramos Otero a tomar la pluma; aunque, lejos de la copiosa y artística producción del francés, se limita a redactar esos cuatro volúmenes de testimonio y denuncia.

Por su contribución al estudio de la historia local bien podrían tales libros integrarse al acervo de la Literatura regional. Sin embargo, con los escasos antecedentes expuestos en esta nota, no parecería posible defender la incorporación de su autor al parnaso patagónico; pero sí se aprecia que amerita, al menos, su recuerdo en estas páginas dedicadas a las letras sureñas.


Agradecimientos: El autor quiere agradecer a la Sra. Verónica Halliday de Ferrari el haber motivado esta nota y luego darle impulso, merced a su incansable búsqueda de valiosa bibliografía patagónica y a su habitual generosidad de comentar sus hallazgos a los interesados. También quiere agradecer al personal de la Biblioteca Agustín Álvarez de Trelew, por su amabilidad y buena predisposición al permitir consultar el material para esta nota, en un momento en que estaban ocupados afrontando otras tareas administrativas. Su cortés actitud permitió que este cronista, que debía viajar varios kilómetros para consultar nuevamente el material, pudiese cumplir su cometido en ese momento.


viernes, 16 de agosto de 2019

LA NOTA DE HOY




“EL ROJO”, UN CUENTO DE JACK LONDON (*)

Carlos Dante Ferrari


Acabo de leer un cuento que perdurará en mi memoria durante mucho tiempo. Decir que se trata del “mejor cuento” de London sería arbitrario y probablemente inexacto, ya que no existe un parámetro objetivo para efectuar esa “medición de calidad”. En todo caso a cada lector individual, como soberano absoluto de su subjetividad, le cabe afirmar con legítimo derecho que tal o cual texto es su favorito dentro de una determinada serie. Y bien: este es el que a mí más me gustó del volumen.

¿Qué es “El Rojo”? Obviamente no lo revelaré, ya que forma parte esencial de la tensión del relato. El asunto está relacionado con un fenómeno extraordinario: según el narrador, los navegantes que circundaban las islas Salomón solían oír en cierta bahía una música de origen desconocido. Era un sonido sobrenatural, intenso, bellísimo: “…poderoso como un trueno, melodioso como una campana de oro…” “…con una intensidad de volumen tal que parecía destinada a oídos allende los estrechos confines del sistema solar”.

Esto es lo que decide al protagonista, llamado Bassett, a incursionar en la isla para investigar la fuente de ese sonido tan portentoso. Y en ese cometido es donde comenzarán las vicisitudes del personaje, al caer prisionero de una tribu consagrada a la custodia de “El Rojo”. El lector tomará noticia de esas tribulaciones en un marco sobrecogedor: prisionero del hechicero de la tribu, Bassett entabla poco a poco un trabajoso diálogo con su carcelero, mientras sortea los vaivenes de las fiebres selváticas y de la debilidad física. También le tocará soportar el indeseado asedio de Balatta, una nativa muy enamoradiza, capaz de correr grandes riesgos e impensables sacrificios para conquistar su amor.

Hasta aquí lo que se puede contar sin quitarle al lector ni un ápice del goce que sentirá al leer esta historia, donde Jack London muestra una vez más su talento y su imaginación portentosa.

A esto último quiero referirme ahora. Creo que el autor todavía no ha obtenido el debido reconocimiento que su literatura merece dentro del Canon literario universal. Nacido en San Francisco (USA) en 1876 con el nombre de John Griffith Chaney, más tarde adoptó el apellido de su padrastro para trascender a la fama como Jack London. A los siete años de edad ya era un ávido lector. Con solo 16 años se embarcó hacia Japón y al regresar a su país, al año siguiente, después de trabajar en duros oficios, terminó por convertirse en un vagabundo, condición que lo llevó a estar preso durante un mes en Buffalo (NY). Luego cursó estudios en Oakland y en California, aunque no obtuvo ningún título académico, por lo que debemos considerarlo un autodidacta. No es mi intención relatar las múltiples facetas de una vida aventurera, de por sí apasionante, sino poner énfasis en su capacidad intelectual, en su erudición –sin duda lograda por una copiosa lectura–  y en su maravilloso don creativo, tres factores que lo caracterizaron durante la corta vida que le tocó en suerte. London escribió cerca de 30 novelas, varios ensayos, innumerables relatos, artículos periodísticos y hasta una obra de teatro. Y todo esto, en sus breves 40 años de existencia.

Alguien podrá decir que una producción numerosa no es por sí sola reveladora de calidad literaria. Pues en este caso se conjugan ambas virtudes. Y si no, pregúntenle a los millones de lectores que durante varias generaciones han venido deleitándose con obras maestras como “Colmillo Blanco”, “La llamada de lo salvaje”, “Martin Eden”, “El lobo de mar”, “El valle de la luna”, “Jerry de las Islas” y otros títulos memorables.

Pero hay algo más que quiero destacar acerca del autor, y es su sorprendente mirada anticipatoria. London tuvo la capacidad de imaginar hechos y circunstancias que en su época –comienzos del siglo XX– eran poco menos que impensables. El cuento del título, sin ir más lejos, revela su intuición acerca de los grandes secretos y múltiples interrogantes que todavía encierra el Cosmos para los humanos. Además, cuando leemos sus relatos, algunos fechados en siglos futuros, advertimos que desde el punto de vista político supo imaginar, por ejemplo, problemas internacionales que hoy comienzan a perfilarse con asombrosa exactitud; entre ellos, la conversión de China en una superpotencia económica y expansionista. Lo mismo sucede con algunos descubrimientos tecnológicos –un recurso narrativo que por momentos lo equipara con Verne– y con tácticas bélicas por entonces insospechadas, como la guerra química. Al propio tiempo, desde el punto de vista social, nadie mejor que él pudo construir relatos donde el sometimiento de una capa social por otra más poderosa desencadena conflictos económicos y acciones gremiales que ponen a las comunidades en vilo. 

Es que London era socialista. Pero no uno cualquiera, sino un militante leal a sus convicciones, idealista y a la vez propositivo. Un luchador, un hacedor, un creador auténtico. Pienso que sus obras no deberían faltar en ninguna biblioteca.



(*) El cuento “El Rojo” integra el volumen titulado “Los Favoritos de Midas y otros cuentos”, Editorial Anaya, España.