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lunes, 21 de diciembre de 2020

EL POEMA DE HOY

 UN BELLO SONETO:






LOS VERSOS QUE ME DUELEN


Por María Julia Alemán de Brand




Y aquí vuelvo a la tierra, a mi nodriza,

a beber de su fuente inspiradora,

a escuchar de sus vientos la sonora,

la silvestre canción asustadiza.


Y vuelvo, vez a vez, porque me hechiza

su agreste soledad, su luz pintora…

Vuelvo en verso a la tierra, sabedora

que él me salva de ser solo ceniza.


Y volver. Siempre volver. Que en cada poema,

en cada verso mío que se nombre,

en él pueda volver, fiel a mi tema…


Por eso vuelvo siempre. No se asombre

que lleve tan adentro como emblema

ambos temas que canto: tierra y hombre.


viernes, 18 de diciembre de 2020

OBRAS DE PUBLICACIÓN RECIENTE

 



“MEMORIAS DE MI VIDA EN PUERTO MADRYN Y TRELEW”, DE ANDRÉS A. RUSSO (*)




La biografía fue uno de los primeros géneros literarios. Sus antecedentes se hunden en la noche de los tiempos, ya que comenzó con la tradición oral —los relatos de vida de los héroes, de los guerreros y los santos— y más tarde, a través de la forma escrita, también se popularizó en una de sus expresiones más difundidas: la autobiografía.


Este género se concreta de diversos modos, como el diario personal o la forma epistolar, pero su formato mas difundido son las “memorias”, consistentes en la narración de la propia vida o de algunos tramos de ella por parte del autor.


En esta modalidad, el aspecto puramente literario pasa a un segundo plano. El lector no exigirá grandes virtudes estilísticas ni floreos retóricos: su interés estará centrado por completo en el contenido fáctico. Los seres humanos somos curiosos por naturaleza, y las memorias nos abren una puerta hacia la intimidad de un individuo, nos permiten “visitar” esa especie de “museo interior” donde el autor conserva sus reliquias vitales, el conjunto de anécdotas, episodios, experiencias y secretos que fueron entretejiendo su existencia.


A veces creemos conocer muy bien a alguien con quien mantenemos trato habitual desde hace mucho tiempo. Sin embargo, ese conocimiento suele ser mucho más superficial de lo que pensamos. Seguramente nos falta información sobre ciertos aspectos esenciales en el desarrollo de su personalidad: ¿cómo fue su niñez? ¿Quiénes eran sus padres, qué hacían? ¿Qué alegrías y qué desgracias marcaron su vida? ¿Qué desafíos debió afrontar? ¿Cuáles son sus mejores y sus peores recuerdos? Por más amigos o conocidos que seamos de ciertas personas, es probable que ignoremos las respuestas a muchos de esos interrogantes.


Andrés Russo es un hombre muy popular y goza de un gran aprecio por parte de la comunidad. ¿Quién no lo conoce? Su estilo franco y cordial, su buen talante, su manera práctica y sencilla de resolver las cosas, hacen de él una persona con la que da gusto tener trato. Además, es un empresario nato, con una trayectoria descollante en el mundo de los negocios. A no dudarlo, su nombre está ligado a buena parte de la historia del desarrollo comercial e industrial de Trelew y su zona de influencia.


Y bien: en este libro Andrés nos abre de par en par las puertas de su intimidad personal para recorrer juntos, de la mano de sus recuerdos, un pasado rico en experiencias de toda clase. A través de sus páginas conoceremos a Rosa y a Vito, sus padres, y a sus abuelos Juan y Colomba, esa familia “tana” de pescadores radicada en Puerto Madryn; una etapa de privaciones económicas y a la vez tan pródiga en experiencias vitales. Allí desfilarán las remembranzas de una niñez con dolores y alegrías, con aprendizajes precoces para sobrevivir y superar escollos, o compartiendo momentos inolvidables con esos amigos que son “para siempre”…


Y esa es apenas la introducción, el comienzo de una historia colmada de hechos y sucesos emotivos, una secuencia fascinante a través de la cual veremos cómo aquel niño, el voluntarioso que después del horario escolar salía a hacer tareas de reparto para ganar sus primeras monedas, llegó a convertirse en el comerciante y empresario próspero que hoy conocemos.


Siempre se ha dicho que los libros no deben ser contados. Nada supera el placer de leerlos, de entrar en esa especie de “trance hipnótico” que produce un texto cuando captura toda nuestra atención. Las memorias de Russo tienen esa característica: comienzan con los avatares del nacimiento de un bebé inmenso —el autor, de 5,400 kg, que así arrancó, siendo noticia en todo el pueblo— y a partir de allí no hay manera de abandonar el libro hasta la página final.


Al leerlo, mientras compartimos esa evocación personal, estaremos aprendiendo lecciones de vida, de cómo se puede progresar a fuerza de constancia, de trabajo y sacrificio; de lo importante que es una conducta coherente; el valor de la palabra, el encanto de los desafíos, la visión empresaria hecha realidad. Y también comprenderemos las enseñanzas insustituibles que brinda la experiencia, la importancia de saber sobreponerse a los contratiempos y los traspiés.


Es un texto que a cada párrafo despierta una sonrisa, una emoción, una sorpresa. Es un culto a la amistad, al trabajo, a la perseverancia. Un canto a la vida interpretado por este joven de 83 años, que aún tiene muchas cosas para compartir con quienes lo conocemos hace tantos años y le guardamos un profundo afecto.



C.D.F.



(*) Impreso en los talleres de grafico, A.P. Bell 784 - Trelew (Chubut), octubre de 2020.

martes, 8 de diciembre de 2020

OBRAS DE PUBLICACIÓN RECIENTE

 



“COMO PIEDRAS PARA FLECHAS”, DE KUQUI SÁNCHEZ (*)



Hay textos que tienen la extraordinaria virtud de situarnos de inmediato en los escenarios descriptos. Este fenómeno suele producirse cuando, por diversos factores, nuestras propias experiencias se relacionan con las imágenes y los hechos relatados por el autor y nos hacen “revivir” aquellas sensaciones del pasado.


Es entonces cuando se produce esa mágica conexión entre el texto y nuestra memoria emotiva, un proceso que se traduce en un éxtasis placentero.


Ese regocijo me hizo demorar el avance de lectura, dosificarlo noche a noche, a conciencia de que su duración estaría limitada a un centenar de páginas. ¡Era tan lindo apagar la luz para seguir contagiado de las frescas impresiones campestres!


Si tuviera que sintetizar los elementos esenciales de la obra elegiría estas palabras: bellas añoranzas, lirismo bucólico, gratitud, amor profundo.


Las añoranzas se despiertan en la voz del autor a cada paso de su recorrido por los parajes mesetarios, y tiene una lógica razón de ser: Kuqui vivió una buena etapa de su infancia en el campo, y es sabido que las experiencias infantiles conectadas con el ambiente y el paisaje circundantes nos marcan de por vida.


Él mismo lo confiesa en el prólogo, al describir la meseta, su extensión, sus silencios, su gente, para agregar: “Es hermoso tener todo eso en la memoria. Pero no es bueno. Lo bueno es compartirlo”.


A partir de allí empiezan a desgranarse los recuerdos que han ido tejiendo su red de nostalgias: el niño que camina por la meseta, que se deja encantar por las piedras de colores, que busca macachines y los extrae para deleitarse con su dulzor terroso; que se lastima ocasionalmente con la espina de un algarrobo, que descubre rastros reveladores e inquietantes sobre el suelo, que disfruta el frescor del agua al bañarse en una vertiente; el chico que contempla los componentes de un recado con curiosidad infantil y una atención tan profunda que le permitirá describirlo muchos años más tarde con todo detalle, como si lo estuviera viendo.


El lirismo bucólico atraviesa toda la obra, tan rica en sensaciones campesinas, y encuentra su mayor intensidad en las descripciones de escenas vinculadas a la vida rural: una rastra cargada de alfalfa y tirada por tres percherones, el jinete que se aleja esquivando jarillas y molles, el arroyo flanqueado de cortaderas y pajonales, la caída del sol sobre los labradíos, “el aroma del duraznillo, del molle o la jarilla mojada”, “la sombra fresca y dulce del eucalipto”… Solo quien ha experimentado esas vivencias y las ha hecho propias puede lograr transmitirnos su textura poética de una manera tan expresiva, como lo hace el autor en estas semblanzas.


La gratitud y el amor profundo van de la mano a lo largo de toda la obra. Kuqui nunca dejó de pertenecer espiritualmente a esa dimensión geográfica y pastoril, aun cuando su actividad lo llevó a radicarse en la ciudad. Está claro que sus ojos están ahítos de distancia, que su alma busca refugiarse con frecuencia en la soledad compañera y el expresivo mutismo de la gran planicie chubutense. Porque allí, aunque suene a paradoja, estar solo y en silencio es estar bien acompañado cuando nuestro corazón pide una tregua, un resuello que nos rescate del bullicio urbano; o del dolor, de la desazón y las penas.


Allí están las figuras queridas, los viejos pobladores que lo recibirán con un abrazo y unos buenos mates con tortas fritas o un ocasional asado. Allí estará la charla colmada de remembranzas, y también la evocación de los que ya partieron de la vieja querencia para reposar en los campos altos y serenos del cielo.


Y allí va, entonces, cada tanto, al interior profundo, don Jorge Horacio Sánchez, acompañado por sus seres queridos, como si viajaran a través del tiempo para volver a la vieja casa, al galpón abandonado, a la solitaria escuelita rural. Va en misión de buenos oficios, lleno de afecto y agradecimiento. ¿Qué otra cosa ha de esperarse de un hombre tan noble y tan bueno?


Podría contar muchos más detalles de la obra, pero sería injusto quitarle a los lectores el placer de descubrirlos por sus propios medios.


Francamente, fue un gran deleite leer este libro de un amigo al que quiero tanto y que tiene tan “buena letra”. Y eso que Kuqui, con su proverbial humildad, pretende advertirnos desde el prólogo con una frase inicial: “no soy escritor”… 


Tal vez quiso decirnos que no se dedica a escribir a tiempo completo, pero cuando siente la necesidad de hacerlo…, ¡ah, mi amigo! ¡Qué pluma decidora y sensible! ¡Cuántas emociones logra transmitir!


Muchas gracias por este rico aporte a la literatura patagónica. 


¡No se lo pierdan! Yo sé lo que les digo.


C.D.F.



(*) “Como piedras para flechas”, de Kuqui Sánchez. 20/10/2020. Ed. gráfico - A.P. Bell 784 - Trelew (Chubut).

martes, 1 de diciembre de 2020

OBRAS DE PUBLICACIÓN RECIENTE

 




“EL SENTIDO DEL HUMOR, LO CÓMICO, LA RISA” (*)


Por Efrén Juan Ulla





Cada tanto tenemos la dicha de recibir libros escritos por buenos amigos; obras que, además de solazarnos y alegrarnos la vida, pintan a sus autores de cuerpo entero.


Uno de los más recientes, titulado “El sentido del humor, lo cómico, la risa”, de Efrén Juan Ulla, lleva un subtítulo sugestivo: “Ensayo en serio”. Este guiño del autor tiene la doble intención de arrancarnos una sonrisa inicial y, al propio tiempo, advertirnos que el tema tratado en el libro ha sido objeto de un análisis profundo y responsable.


Claro está que tomar el humor con “seriedad” plantea desde ya una auténtica paradoja, al conjugar dos ideas contrapuestas. Sin embargo, la realidad demuestra que el humor es un fenómeno extraordinariamente intrincado, cargado de matices, de complejidades psicológicas, de implicancias personales, sociales y políticas. Y como tal, es digno de la mayor consideración y estudio.


En sus 16 capítulos, la obra aborda la cuestión desde diversos enfoques. 


En primer lugar, el autor nos sitúa frente al gran interrogante: ¿qué es el “sentido del humor”, esa particularidad de los seres humanos que despertó la curiosidad y la atención desde los antiguos griegos hasta nuestros días?


Para comenzar, es un ingrediente inseparable del pensamiento: “no hay humor sin pensamiento”, nos recuerda Ulla, con cita de Silvia Hernández Muñoz. A partir de allí, comienza un recorrido por los ingredientes que componen esa pulsión espontánea del ser humano: desde la  amabilidad y la “emoción positiva”, pasando por su empleo como “herramienta punzante y crítica” hasta detenerse en sus expresiones más virtuosas, como una manifestación de sabiduría, de madurez y serenidad frente a las contingencias de la vida.


En los capítulos siguientes se analiza el humor como componente psicológico de las diversas personalidades o de las actitudes propias de los individuos: el optimismo, la bonhomía, las relaciones interpersonales, el recurso del “chiste”. Enumera luego y describe los distintos tipos de humor: “blanco”, “seco”, “verde”, “satírico”, “sarcástico”, “absurdo", “crudo”, “grotesco”, “negro”, “hacker” y “necio”, cada uno con características típicas y diferenciales.


A medida que el texto avanza, profundiza cada vez más la exploración de las raíces que conforman la naturaleza del humor, repasando las diversas teorías, desde los griegos antiguos (“Teoría de la superioridad”) pasando por Freud (“Teoría de la descarga”), por Schopenhauer (“Teoría de la incongruencia”) hasta las más modernas: teoría de la jerarquía, teoría correctiva, teoría de la creatividad y expresión del ingenio, teoría de la ambivalencia, teoría de la liberación y otras que combinan algunos de esos factores.


Sería largo de enumerar la multiplicidad de enfoques que contiene esta obra: la comicidad y sus recursos, la risa como manifestación emocional en sus diversas variantes, con profusas citas de especialistas y pensadores que, desde antaño, han prestado mucha atención a este fenómeno inescindible de la naturaleza humana.


Y para quienes conocemos a Efrén, en este nuevo libro no podía faltar lo que siempre ha acompañado a todos sus textos: los retruécanos, los chistes, las ocurrencias disparatadas y a la vez geniales. Es un texto fresco, vibrante, jocoso; da gusto leerlo.


Así, con el estilo tan particular que lo caracteriza, con sus salidas repentinas e hilarantes, Efrén Ulla tuvo esta vez la feliz idea de  escribir un cuidado ensayo para recordarnos que, después de todo, el humor es algo tan importante, tan imprescindible, que merece ser tomado muy en serio.





(*) 1era. edición - ISBN 978-987-677-279-2 - 131 páginas - Rosario, Laborde Libros Editor, 2020.



C.D.F.


domingo, 22 de noviembre de 2020

EL CUENTO DE HOY

 




APENAS LO PERCIBÍ


Por Juan Roldán (*)






Ahí estaba, apenas lo percibí bajo aquel monte. Los arbustos del sotobosque se enredaban en sus hierros distorsionando con sus irregulares formas la perfecta simetría de su figura, la estricta racionalidad de su diseño. Era un portón que servía de sostén para las enredaderas, de franco camino para las hormigas, de sólido armazón para las telas de cientos de arañas.

Lo vi fugazmente en un paseo. Percibido más como un error de percepción que como algo real. Ya pasaba de largo cuando mis ojos decidieron volver a mirar, perturbados por una antinatural simetría. Podando con la vista la exuberancia de las plantas, de las hojas, de las ramas, pude encontrar el dibujo de su estructura. Sí, era un portón en el medio de un bosque de abedules y brezos. Un portón herrumbrado y mohoso cuyos hierros dibujaban una flor de lys en la cúspide de su armazón y, desde ahí sinuosamente, construía remolinos, arabescos que culminaban en las puntas oxidadas de unas rectas verjas. Más allá seguía el bosque, idéntico al que estaba de este lado. Los mismos árboles, los mismos arbustos, solo el portón era un límite que señalaba un afuera, un adentro, pero era un signo sin sentido en el medio de la continuidad natural de las cosas. Una señal de un cambio que no implicaba a simple vista transformación alguna. Al menos eso creía desde el sitio donde estaba parado, observándolo con intensa curiosidad.

Los pájaros, revoloteando de un lado a otro, se posaban en sus hierros gorjeando alegremente, pequeñas ardillas lo atravesaban, colándose entre las rejas y me observaban desde el otro lado que no era ningún otro lado, solo el mismo bosque por el que siempre había paseado. Dudaba en acercarme, y más pensaba en rodearlo que en abrirlo y atravesar el misterioso límite que señalaban. El sol declinaba. Sus rayos, atravesando las ramas, volvían dorados los trazos oxidados del hierro. Bajo esa luz, cobró el portón una apariencia de nuevo. Milagros de la hora, de la intensa inquietud que me asaltaba. Mis sentidos, agudizados, percibieron, entonces, un lejano aroma. Era muy familiar, aunque en el medio de ese bosque notaba algo de insólito en su presencia. No era de ninguna flor, ni era el olor áspero de las cortezas. Era un olor diferente, amplio y extenso, era el olor del mar que venía desde más allá del portón.

La repentina revelación me sorprendió, la playa estaba a cientos de kilómetros de aquí. Lejos de esta boscosa tierra mediterránea, sin embargo olía a mar, a caracoles. Cerré los ojos para percibirlo más claramente y, en ese instante, escuché el viejo rumor de las olas golpeando la playa, escabullándose sonrientes por la arena. Detrás de ese ruido graznaban las gaviotas. Casi podía imaginarlas planeando sobre el cielo, atentas al paso fugaz de los peces en la superficie del agua. Abrí los ojos, el bosque seguía allí. Los altos árboles, los arbustos desordenados, los conejos y el portón abierto. Ni un rastro en el suelo, ni un arbusto roto por la guadaña de su hierro, ni una telaraña destrozada en el movimiento de su apertura. Estaba abierto de par en par. Abierto como si siempre hubiera estado abierto.

Con temerosa fascinación me acerqué. En la piel de mi rostro sentía la frescura de la brisa marina, mis ojos se humedecían y mis cabellos se alborotaban. A mis pies las hormigas atravesaban los viejos hierros, siguiendo su eterno camino, desde un lado a otro, ignorando mis dudas, mi asombro. Pero las olas estallaban en el paisaje invisible que ocultaba el portón. Por fin di el paso. Mi pie atravesó la frontera y se posó, suavemente, sobre la blanda arena.

Ya del otro lado, parado sobre lo alto de un médano, contemplé la extensa playa que se me ofrecía. Por un instante la supuse quieta, inmóvil. Una postal del verano. El mar azul, el suave dibujo de la espuma, el largo murallón de piedras adentrándose en el agua, el sol a media tarde, la larga empalizada de madera coronando los médanos, los verdes tamariscos, decenas de gaviotas congeladas en el aire. Y aquella sombrilla de colores, y aquella mujer de capelina rosa con oscuros anteojos de sol, y aquel niño con los pies en el borde de la playa, en el inicio del mar, sosteniendo su pelota. Todo tan perfecto como una postal para el turista.

Hubiera deseado que todo siguiera así. Ser, solamente, el espectador de aquella equilibrada sensación de felicidad que emanaba del paisaje. No había excesos, la mirada lo recorría y pasaba de las pequeñas partes al todo con delicadas transiciones de colores, de líneas, de gráciles movimientos que se comunicaban, armónicamente, sus respectivas existencias. Hubiera deseado seguir contemplando ese milagro, quedarme afuera de ese mundo porque, aún si se diluyera, me quedaría el recuerdo de su perfección, de su delicada belleza. Pero no ocurrió así. La mujer giró graciosamente su cabeza, sosteniendo con una mano su elegante capelina y me vio. En los grandes cristales oscuros de sus anteojos casi pude percibir el reflejo del paisaje y a mí mismo en la cima de la suave ondulación del médano. Su grito no me llegó, ahogado por la brisa marina, pero sí su gesto. La mano extendiéndose hacia mí, y como un golpe duplicado sentí la mirada de su hijo.

La pelota de colores quedó abandonada en la orilla y era suavemente mecida por el mar. Iba y venía con las olas, cada vez un poquito más lejos de la playa. El niño corría, pero yo solo quería ver la pelota. Los cabellos alborotados, la malla roja y sus huellas que abandonaban el agua hasta alcanzarlo en la carrera que lo traía hacia mí. Hacia mí que tenía miedo, pavor, angustia. Que no podía retroceder hacia el bosque detrás del portón, atrapado por la imagen de ese niño corriendo y gritando, atrapado por el sólido fantasma de su madre que lo miraba mientras encendía un cigarrillo y me saludaba.

El humo azul ascendía recto hacia las nubes como el buen humo de un consagrado sacrificio. Dando danzarinas piruetas, dibujando en el aire silenciosas oraciones. Caí de rodillas, resignado, abriendo los brazos para recibir ese abrazo como un cuchillo. Ya veía los ojos delicados, su extraña mirada de gato, sus brazos prestos a arrebatarme la cordura, mi existencia. ¿Qué será de aquel bosque? Pensé en el instante previo al abrazo. Ella se había levantado y miraba, con calma, aquel fantástico encuentro. ¿Y ese bosque y el portón que me había traído? Arrodillado esperaba, el niño llegaba corriendo y sus manos se estiraban hacia mí para el abrazo. Cerré los ojos.

El niño me atravesó como una exhalación.

En el segundo que cruzó mi cuerpo, sentí la vitalidad de su organismo. El torrente saltarín de su sangre, el fragor combativo de su corazón, el viento poderoso de la respiración que lo sostenía. Giré asombrado, no era a mí a quien buscaba. No era a mí, que sólo era para él una extraña y fantasmal sombra que se interponía entre él y su padre, en la cima dorada del médano. Sobre el horizonte se anunciaba una tormenta. Llamado por los rayos, diluí la neblina de mi existencia entre aquellas nubes mientras ellos se abrazaban. Recordé en ese momento el portón. La tormenta arreciaba y aquella familia corría riendo, perdiéndose tras la línea verde de los frondosos tamariscos.

Solo, atravesé la cima y la empalizada. El bosque oscuro me esperaba y volví. Volví como lo que era, como lo que siempre había sido, aun sin saberlo. Volví como un fantasma.




(*) Escritor santacruceño. Cuento tomado de su libro “El espectro de las cosas” (Buenos Aires, Rúcula Libros, 2009).