EL SIGILO DEL MAESTRO
Por Alejandro Javier Panizzi*
Hasta donde se sabe, la primera noticia de cierto suceso fue proporcionada o concebida por el abogado Julián Ripa.
Mucho antes de convertirse en escritor, fue incapaz de declinar su vocación docente y la ejerció en la Escuela rural con internado N° 15 de la Colonia Pastoril Cushamen, en la Provincia del Chubut, entre los años 1936 y 1943.
En su libro “Recuerdos de un maestro patagónico”, el doctor Ripa evoca, de modo idealizado, su peripecia en una mísera comunidad indígena, en el corazón de la meseta patagónica, y sus crónicas pertenecen a un ambiguo género entre la literatura y la historia o la geografía.
Allí, anotó cómo se las arreglaba, en ese caserío atormentado por la escasez, el viento terroso y el frío, para enfrentar las penurias que se habían situado delante de sus ojos y llevar alimento a aquellas mesas rústicas, para medio centenar de niños, sin recursos de ninguna clase.
Sobre Cushamen, un terreno yermo, raso y desabrigado, de viento implacable, en donde el tiempo ha dejado de existir, Ripa describió la suerte, más o menos adversa, de los primeros estudiantes de la escuela: Valeriano, Rosita, Josefina, Casimiro, Victoriano, Leocadio, María Rosa...
Hasta que se atrevió a escribirla –y lo hizo con minuciosidad–, negó la realidad de una historia extraordinaria o terrible. Fuera de esta única alusión, la mantuvo cuidadosamente reservada y oculta.
No obstante esa precaución, no logró evitar que el misterio se hiciera público.
Ocurrió durante una gélida madrugada de 1943, su último año como maestro rural. Los varones de la escuela, aterrorizados, lo despertaron porque en el aula empleada como dormitorio había un diablo, que se les arrimaba, se trepaba a los bancos y se colgaba de los tirantes del techo. La descripción que de él hicieron los escolares se detiene en los detalles más pequeños, incluso en los gestos y en el color de los ojos. Era un demonio ágil, menudo y brillante como el fuego.
La crónica del docente describe el enorme esfuerzo con el que, sin éxito, procuró convencer a sus estudiantes, linterna en mano, de que no había tal diablo, que era una mera superstición y que sólo existía en las leyendas de los antiguos araucanos.
El alboroto de los varones hizo despertar a las niñas. María Rosa le pidió a gritos al maestro que creyera en lo que, con unanimidad, clamaban las voces lastimosas de esa veintena de chicos, requiriendo protección, estremecidos por el demonio.
La partida de Ripa del paisaje disperso de Cushamen se atribuyó a la decisión de iniciar su carrera de abogado. Aunque no es difícil conjeturar que el repentino cambio fue orientado por aquel suceso, cuya ocurrencia prosiguió asignando a la imaginación de sus discípulos, hasta el fin de sus días.
La mayoría de esos niños y niñas pasaron toda su vida en Cushamen y adquirieron allí una buena educación en trabajos rurales, a pesar de que muchos de ellos vivirían después de sueldos públicos.
Hasta la llegada de otro director, los Calfuquir, Valeriano y Leocadio, luego de la partida de Ripa de la aldea, a duras penas, se hicieron cargo del grupo. Leocadio –cuya fama de invencible domador de caballos se extendió por toda la Patagonia– no se marchó, sino hasta poco después de la muerte de su hermano mayor.
María Rosa, con el tiempo, contrajo la capacidad de invocar al dueño de la tierra y de los hombres y se le atribuían destrezas extrañas a la razón.
Desde chicos, los Calfuquir, fueron diestros en las faenas de campo tradicionales. Para ganarse la vida, recorrían la meseta y el sur de la provincia participado de festivales de jineteada acá y allá y con frecuencia, practicaban la esquila de ovejas.
Una madrugada de otoño, Leocadio soñó, con vigor, que estaba obligado a huir, pero sus piernas no podían moverse. Despertó apenas. Sintió que no contaba con la lucidez suficiente como para reconocer la diferencia entre el ensueño y la vigilia. Pero sí bastante como para concebir la esperanza de algún vestigio, un rasgo inmaterial que le permitiera interrumpir ese entresueño.
Con esa inteligencia precaria, supuso que otros ojos lo veían, que atraían la tenue luz de la luna reflejada en su cara. Se sintió observado y reconocido. Oyó una respiración y por fin, unos pasos que se alejaron. Quiso abrir los párpados y acabar con esa ardua representación. Poco a poco fue recobrando la conciencia. Al fin, la opresión del corazón y la dificultad de inhalar y exhalar el oxígeno de sus pulmones lo obligaron a despertar por completo.
Pudo levantarse y fue hasta la pieza de Valeriano. Lo halló enfermo, duro como un vidrio y con los ojos abiertos mirando a la nada. En todo su recorrido creyó sentir el vaporoso calor de una presencia próxima.
A la mañana siguiente, María Rosa anunció al poblado que el demonio y su sombra habían visitado una vez más a los Calfuquir.
Durante los días sucesivos, Leocadio se negó a encontrar explicación a la dolencia de su hermano, que siempre tuvo, igual que él, una salud infranqueable a los deterioros.
Valeriano empeoraba. Comenzaron a petrificarse su piel y sus huesos y después, sus órganos. Nadie supuso que su muerte fue provocada sólo por una grave enfermedad.
Para entonces, también comenzaron a percibirse ruidos inexplicables y otros fenómenos físicos en las casas de adobe. Estos hechos y la revelación de María Rosa excitaron las inquietudes de todos.
Tres días después del funeral de Valeriano, promovido por aquella sublevación colectiva de los ánimos, el cura de la localidad de El Maitén, distante de Cushamen, apenas a un viaje de ambulancia, compareció inopinadamente para hacerse cargo del asunto y desbaratar las supersticiones autóctonas.
Horas antes del arribo del sacerdote a la aldea, en una infeliz jineteada, Leocadio se animó con un potro invicto de Sarmiento, bautizado Conmigonó, como para tornar ociosa toda explicación. Un jinete imbatible montaría un caballo indomable.
De un corcovo irreal, el potro frustró la exhibición de la destreza del jinete y le hizo perder, por completo, el movimiento de sus piernas. Lo llevaron al hospital de Esquel, donde sólo permaneció internado unos pocos días.
El cura era un hombre viejo, proveniente de Italia, rudo y de ingenio perspicaz, que abominaba de los indígenas, en especial, de los antiguos mapuches y tehuelches, a quienes acusaba de idólatras y politeístas.
Todos, de inmediato, lo ungieron como exorcista, como representante de la comunidad y enemigo legítimo contra el espíritu maligno. El sacerdote no contradijo esa investidura.
No esperó al domingo sino que dispuso que esa tarde se efectuara la misa contra el ángel de la perversión. Mientras una camioneta trasladaba a Calfuquir a la ciudad, se hacían los aprestos para la ceremonia.
En Esquel, Leocadio compartía la sala con dos hombres, un joven albañil que se recobraba de una cirugía del apéndice y un policía que había recibido un disparo accidental en el abdomen, al que los médicos no se animaban a operar. A poco del arribo de Calfuquir, el policía, como se esperaba, falleció.
Esa noche el albañil abandonó a toda prisa su convalecencia pidiendo auxilio. Dijo que Leocadio hablaba con la voz del policía muerto. Aunque nadie se lo tomó con seriedad el joven no permitió que lo reinstalaran en la misma sala que Leocadio.
A partir de ese incidente, se lo culpaba de generar la sospecha de algo peligroso, de un daño muy próximo.
En el hospital no se atrevían a mirarlo a los ojos por temor a que leyera en ellos lo que pensaban.
Más allá de esas desmedidas valoraciones, lo cierto es que Leocadio no presentaba mejoría alguna y los médicos habían resuelto trasladarlo a otra ciudad para someterlo a una cirugía. O para deshacerse de él.
Como no había capilla, el cura llevó el conjuro a cabo en el aula de la Escuela N° 15. El anciano esperó el silencio perfecto y luego de persignarse fue directo al grano.
–Mi misión en la Tierra es evitar que los espíritus inicuos dominen este mundo. El mismo Satanás y los sirvientes que se le unieron en su rebelión contra Dios pueden convertirse en personas reales. Seamos fuertes y enteros contra las maquinaciones del Diablo. ¡No nos dejemos dominar ni abatir! Me pongo al frente de esta guerra que no es contra hombres, sino contra el amo de la oscuridad, contra las fuerzas espirituales malvadas, enemigas de la humanidad y del Altísimo. ¡Fuera de este pueblo, Satanás!
Al día siguiente, el cura murió. Lo encontraron muy temprano, frente a la escuela, en un canal de agua seco, que un par de décadas atrás Ripa y sus alumnos habían desviado del arroyo Cushamen, con picos y palas.
Tenía un corte en todo el borde del cuero cabelludo desde una sien hasta la otra, y pasaba por sobre las orejas y la base de la nuca. Le habían levantado la coronilla y le taparon la cara con ella. En la parte interna de la piel que cubría el cráneo, habían colocado los ojos en el lugar de las órbitas de donde fueron extirpados.
La mañana de ese mismo día, Conmigonó murió indómito y llevaron su cuerpo al predio de jineteada Sarmiento, en el que fue sepultado con honores.
El hecho de que Leocadio estuviera en Esquel en ese momento constituía una coartada irrefutable de ambos sucesos, pero no una buena excusa.
La séptima noche de su internación, Leocadio recuperó la movilidad sin esperar la opinión ni el alta de los médicos y regresó por sus propios medios a Cushamen.
El pueblo se atestó de policías, quienes a pesar de su excesiva cantidad, la agitación y la dedicación empeñosa, no lograron conquistar ninguna pista del homicidio del sacerdote, ni comprenderlo, ni explicarlo. El mero transcurso del tiempo y el fracaso de la pesquisa consagraron al asunto como irresuelto, hasta que, con la aprobación de la comunidad, se disipó.
Leocadio Calfuquir carecía de toda inclinación pecaminosa, pero, además del don de la curación propia, era capaz de imitar la voz de los muertos. Según dicen, hasta de hablar con ellos. Todavía doma caballos en el campo de Malerba, en Buen Pasto. No lejos de donde enterraron al tenaz potro que lo dejó tullido por una semana.
Oficialmente, aquellos eventos carecen de realidad y sólo consisten en la imaginación de mapuches tardíos.
Acaso para eludir la tragedia universal de los hombres y de su historia, no hay persona en Cushamen que se atreva a admitirlo, pero saben que existe un diablo brillante o invisible en la meseta patagónica.
Todos conocen que hubo un secreto, pero nadie, que hubo dos. O casi nadie.
Julián Ripa lo sabía.
*El autor es nacido en Lomas de Zamora (Prov. de Buenos Aires) y está radicado hace años en la Patagonia. Además de escritor, es Ministro del Superior Tribunal de Justicia de la Provincia del Chubut.
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