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miércoles, 26 de agosto de 2009

EL CUENTO DE HOY




SOMBRAS


por Enrique Martínez Llenás



El sol, nuevamente herido de muerte, se ocultaba avergonzado bajo el horizonte, tiñendo de rojo el cielo con su sangre. No muy lejos la luna, todavía pálida y desdibujada, comenzaba su periplo habitual, acompañada por un viento brusco, seco y arrogante, que hacía crujir las coyunturas de la vieja casa de madera dentro de la cual ella, sentada en la penumbra del ocaso, miraba sin ver la botella de ginebra que descansaba sobre la rayada y vetusta mesa de madera del comedor.
De pronto se inquietó, y miró rápidamente hacia los lados. «Otra vez», pensó, sin poder saber con certeza si la sombra era real o un producto de su imaginación, desbordada por la soledad y el hastío desde la reciente muerte de él. Si, de él, que la había dejado huérfana de compañía para siempre, huyendo de la vida como el cobarde que siempre había sido; eso si, muy macho para pegarle a ella, para insultarla y basurearla sin piedad durante muchos y olvidables años. Y sin embargo, aún con remordimiento por su alegría ante la muerte de él, ella sabía que lo necesitaba, que nada volvería a ser lo mismo.
Se interrumpió nuevamente; el veloz y casi imperceptible movimiento a su alrededor la sacó de sus negros pensamientos por segunda vez. Había comenzado a aparecer, creía sin seguridad, a los pocos días de la muerte de él cuando, ya sola, volvió a la casa después de pasar una semana en el hospital acompañándolo en su agonía, desgarrada por la culpa ante lo que había hecho. Claro que fue a petición de él, pero eso no la absolvía; podía haberse negado escudándose en los consejos del médico, que le había prohibido terminantemente el alcohol. Pero fue débil, o cómplice, según como se lo quiera ver.
«Andá al mercado y traeme dos botellas de ginebra de la que me gusta. Estoy harto de ésta vida de parásito. Si me revientan las tripas, mejor. No aguanto más», le había dicho. Ella, mansa, las compró y se las trajo. No llegó a tomar más que la primera, porque en menos de media hora el terrible vómito de sangre lo arrojó al suelo hecho un guiñapo gimoteante, y ya nunca despertó; pasó una semana en coma en el hospital hasta que se fue.
La sombra apareció de a poco, como su culpa, haciendo crujir las tablas del piso de madera justo por debajo de donde se había filtrado la sangre de él. Luego comenzaron los ruidos de arañazos en los tabiques del baño y la cocina. Más tarde la vio correr apresurada y furtiva, para esconderse cuando ella abría la puerta, al volver del mercado o de la panadería. No lograba definirla con nitidez: era como una idea fugaz, como un pensamiento indefinido que quiere brotar y no puede. Hasta llegó a fingirse dormida para tentarla a salir, pero la muy astuta no se dejó engañar: se presentó sólo cuando ella se despertó por la mañana, en el momento de emerger de la bruma de las pesadillas, y se le escapó, como siempre. Y así día tras día de jugar a las escondidas y de sufrir por la ausencia de quien creía odiar.
Tomó la botella de ginebra que aún quedaba y la destapó. No pensaba beberla, el olor la asqueaba y le traía malos recuerdos y remordimientos. «Cómo pudiste matarte con ésta porquería, estúpido», pensó, en la penumbra de la sala, mientras se levantaba y, lentamente, con circunspección y casi devoción, comenzaba a mojar con la bebida las desteñidas cortinas, la tela raída del único sillón que tenía, sus propias ropas y, por fin, las tablas de donde había brotado ella, la mala sombra que la acompañaba y torturaba con su silencio en los inútiles días pasados desde la muerte de él.
Después, encendió por fin el fósforo y lentamente lo acercó al charco sobre las tablas del piso.




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