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sábado, 23 de enero de 2010






LOS ÚLTIMOS VENDEDORES AMBULANTES

Por Jorge Gabriel Robert



Desde que Literasur me abrió las puertas de su cultura, he tratado de exprimir mi experiencia como único pasaporte para incorporarme como “literato”, bien puesto entre comillas.
Con mi experiencia, como digo, rescato de entre las brumas del olvido a personas o personajes que, por la marcha del tiempo ingrato, han ido perdiendo su lugar en el mundo. Anteriormente lo hice con “el último guarda hilos”. Esta vez quiero referirme al “último vendedor ambulante.” Mis recuerdos rondan el año 1936, por varios motivos que no son el propósito de estas líneas. Al primer vendedor ambulante que logro introducir en mi memoria lo denominaban “el ruso gordo“; se llamaba David, un hombre muy simpático y bondadoso. Había miseria ya en ese tiempo en los campos recién arrendados y el pobre ruso observaba las zapatillas rotas de los niños, a veces harapos que al no estar al alcance de ellos renovarlos, lo hacían sufrir. Anotaba en silencio algo en su libreta y a la siguiente visita, regalaba lo que podía o había conseguido sabe Dios dónde. Además hacía preguntas a su perrito blanco que este respondía moviendo la cola, según el carácter de las mismas, motivo de risas para chicos y grandes.
Un invierno la nieve lo sorprendió, su automóvil se descompuso y en una noche de 20 grados bajo cero, el ruso gordo sucumbió a su triste destino. Cuando lo encontraron tuvieron que matar al perrito blanco para rescatar su cadáver.
En su último viaje, David, el ruso gordo, había vendido las primeras radios a quien se las pudiera comprar, por supuesto. Se trataba de un aparato de buena madera, de grandes dimensiones, y un cajón con pilas o baterías tan grandes como la radio misma.
En el campo, mi padre ideó una antena entre dos sierras muy altas, un alambre de acero muy largo y dos aisladores de telégrafo en desuso, hasta conseguir una audición perfecta en onda corta. Con ella, desde mi tierna infancia, en edad escolar, escuché la segunda guerra mundial, la masacre que Italia infringió a Etiopía y los últimos estertores de los vencidos por Franco en España. Mi padre, como buen francés, sufrió la invasión de Alemania haciendo planes militares desde su humilde rancho, desplegando mapas sobre la mesa de la cocina. Alternaba también alguna música y radioteatro.
Poco tiempo después apareció un camioncito descangallado tapado con una lona a cuadros muy bonita. Era el turco Jaime que se sumaba a la sociedad de los rurales, puestos de estancias con muchas familias que lo esperaban con cariño, agradeciendo siempre sus visitas alegres y juguetonas, a veces con regalos de los Reyes Magos; una magia que aún persiste. Anduvo también don José Barbara repartiendo verduras, frutas y por último aparecieron los hermanos Graña, un apellido conocido en Rawson, donde viven aún sus descendientes.
Eugenio y José Antonio (el Pelado) Graña continuaron el derrotero de su padre don Manuel, un inmigrante español afincado en esa ciudad desde 1910, nativo de la ría de Vigo, playa de Loira, Pontevedra, España, casado en Rawson con Rosa Williams.
Los hermanos dieron por extinguido el oficio, sin siquiera darse cuenta que habían creado un impulso progresista a la colonización y calidad de vida en una amplia zona de influencia, incluyendo Camarones y Cabo Raso; este último un pueblo en formación, liderado por Victorina Lacoste, con escuela, internado y albergue para niños pobres de la región, que también recibió el aporte de los vendedores ambulantes y sucumbió luego a la desidia de los gobiernos provinciales de turno. En la foto, los Graña, como los llamaban, Eugenio de frente y el Pelado junto a su esposa que les ha preparado una merienda, se alistan para el “último viaje”.


Sus cabellos blancos son indicativos de que ese propósito está justificado. El camión está cargado frente al negocio en Rawson, su punto de partida. ¿Cargaste los instrumentos? –pregunta Eugenio–. El pelado, por ser el menor, asume y acepta sonriendo su rol. Los instrumentos a que se refiere Eugenio, son: un bandoneón que él ejecuta y una guitarra donde el Pelado dice que lleva su alma templada en seis cuerdas. El seudónimo, (pelado) le viene desde la cuna y al igual que su guitarra, no lo abandona.
En el campo, cerca del puerto Santa Elena, hay una estancia que está de fiesta. Se va apagando la tarde. El sol va pintando de rojo algunas nubes y un chingolo lanza su silbido como augurio de viento y calor. En el horizonte, una polvareda es motivo de atención entre los vecinos que se han reunido para el evento. Desde temprano algunos gauchos de a caballo han concurrido luciendo sus mejores galas, bombacha, bota y corralera bordada. La tierra levantada en el camino llega antes que el camión.
Los Graña, para muchos, son parte de la civilización en cuatro ruedas; vestidos floreados podrán adquirir las jovencitas para el baile de esta noche, alpargatas nuevas y ropas de campo, alguna prenda del apero que el gaucho esperaba permutar por pieles de animales silvestres o plumas.
El vecindario, ya enterado del último viaje de Los Graña, se agrupa para la despedida y contribuye con la familia anfitriona, los Balladares. Por un lado viene Amandi con su prole, de apelativo español. Viene Robert el francés, Samuel Walker, de apellido inglés; Finn Olsen el noruego y algunos aborígenes, de manera que el crisol de razas y culturas, está asegurado.
Eugenio ensaya los primeros acordes con su bandoneón mientras en el galpón el Pelado bordonea su guitarra formando rueda de cuentos y aparecidos, entre la jarana de los concurrentes, antesala de asado y baile que durará hasta la madrugada.


Los hermanos Graña no han concluido su vuelta a casa; de pasada deberán tomar pala, pico y otras herramientas que llevan porque han prometido ayudar a Garramuño, un anciano aborigen, conocido de siempre, a reparar el techo de su vivienda. Así se completa la misión emprendida de los Graña. El abuelo indio tendrá su casa arreglada porque pasaron por última vez, los últimos “vendedores ambulantes.”



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