
LA VIDA SIN ANA
de Carlos Dante FerrariLlegó hasta el aljibe con paso presuroso y allí se detuvo, justo al pie de la cuesta. El crepúsculo teñía la escena de un tenue tono encarnado. Atravesando el silencio de las casas, una calle estrecha y solitaria trepaba el faldeo hasta desdibujarse entre los muros lejanos.
En la quietud sepulcral de la tarde, el fondo de esa calleja era el centro de toda su atención.
Una notoria rigidez tensaba sus mejillas. La camisa entreabierta mostraba las contracciones rítmicas del abdomen.
Creyó necesario disimular su actitud. Con estudiado desgano tomó el cubo que colgaba junto al brocal, lo arrojó al interior de pozo y lo recogió enseguida. El frescor chispeante del agua avivó la conciencia de su sed. Bebió con avidez, salpicándose el cuello y el pecho;se secó la boca con el reverso de la mano derecha y completó el simulacro restregándose la palma húmeda por la frente sudorosa.
Pese a lo avanzado del día la aldea prolongaba el sosiego de la siesta. En las calles desiertas, el silencio parecía responder al insondable recogimiento de los inescrutables pobladores. La única señal de actividad humana se reducía a aquel hombre parado junto a la alberca. Era el retrato vivo de una espera frenética; el preanuncio de un encuentro inminente.

La demora empezaba a ser insoportable. Cualquier rumor (esos ecos perdidos que suelen acompañar la agonía de la tarde) era un toque de alerta para su oído atento.
Dos o tres gallos iniciaron el desafío canoro de todos los crepúsculos. Sus clarines insinuaban presagios sombríos. Casi enseguida los pájaros parecieron despertar de su mutismo. En la higuera cercana se oyó de pronto el jolgorio (o tal vez la disputa; sabe Dios el lenguaje de las aves) de la bandada. De pronto se acallaron y partieron en vuelo fugaz,como si un peligro invisible los hubiera espantado.
De algún lugar venía flotando un perfume ahumado, semejante al que desprende la escamondadura de los eucaliptos al ser quemada en las tardes de otoño. Con gesto nervioso abrió el morral; tanteó el contenido para cerciorarse de tener a mano la daga oculta y de inmediato dejó el saco a un costado.
Las últimas luces ya fulguraban sobre las cumbreras de los techos. Otros sonidos habían empezado a sumarse en el ambiente, atizando su desasosiego. De pronto la silueta de un viejo mercader profanó la quietud del sitio con su paso cansino. El caminante cargaba un cesto con esfuerzo ostensible; al minuto se perdió detrás de un cerco, indiferente y fantasmal, como una ilusión pasajera.
Aunque efímera, la súbita aparición lo había sobresaltado; tuvo la rara impresión de haber vivido ya esa experiencia alguna vez. Vagos, difusos, apenas perceptibles, esos momentos parecían reavivarse en los estratos de su memoria. También sintió que podía adivinar lo que sobrevendría, como si se tratara de una experiencia repetida en el pasado.

Ella también lucía desencajada. Detrás del velo que le cubría la cabeza gran parte del rostro, sobresalían unos ojos vivaces. Fadris no se movió. Pétreo, sólo su pecho delataba la respiración profunda bajo la camisa mojada.
Cuando estuvo a tres pasos la mujer se detuvo y le habló:
–Debes ir a matarlo –le dijo. Su mirada parecía calma, pero un brillo de intensa premura chispeaba en las pupilas–. Debes hacerlo ahora mismo.
Él levantó la vista por encima de su cabeza, y los últimos fulgores sobre el horizonte sugirieron la imagen de un lienzo ensangrentado. Sintió miedo, un miedo antiguo, grabado en sus retinas; el mismo que se repetía en cada atardecer.
–Después nos iremos –agregó la voz urgente, imperativa–. Te estaré esperando junto al molino, donde dejé mi atado de ropa.
La mujer pareció intentar una aproximación para abrazarlo y darle estímulo, pero fue apenas un gesto fallido. El impulso se convirtió en un giro repentino de su cuerpo y enseguida se alejó en silencio, casi corriendo, sin que él atinara a responderle.
Fadris sintió un dolor insoportable en la garganta al retener el grito que pugnaba por pronunciar aquel nombre tan amado: ¡Ana, Ana! El sonido mágico que percutía sobre sus pensamientos, día y noche. Ana amor, fiebre, dolor, espera. Ana fuego, secreto, insomnio.
Ana fuga, misterio. Ana puñal, Ana Muerte. Inmemorial, atemporal, trágica. Ana. Una eterna prueba.
Se agachó para hurgar otra vez en el morral. Tanteó la hoja afilada y decidió ponerla justo sobre la boca de la bolsa. Luego se irguió, pareció estirarse como un elástico y emprendió una tosca carrera hacia la aldea.
Iba jadeando. Una transpiración profusa bañaba todo su cuerpo. Al exhalar el aliento, su garganta gemía con el sonido inconfundible de un niño aterrorizado.

El viejo escuchó los pasos y miró al recién llegado de reojo, con deliberada lentitud.
Luego prosiguió su tarea. El joven se sintió desorientado ante la indiferencia del herrero y permaneció parado a escasos centímetros de él, en actitud un tanto ridícula. La espalda curvada se ofrecía al alcance de su mano.
–Te esperaba, Fadris –le escuchó decir, y esa voz ronca lo hizo sobresaltar aún más. Él no le contestó. Metió la diestra en el morral. Los dedos se crisparon en torno a la empuñadura, como si se aferraran a una rama para no caer al vacío.
–Ella es tan hermosa, ¿no es cierto? –el hombre modulaba su voz y medía sus gestos con toda calma. Parecía estar repitiendo una secuencia largamente ensayada.

–¿Por qué te demoras, muchacho? Lo hagas o no, ella no volverá de todos modos –la voz parecía subyugarlo–. Se ha ido, y debieras saber que no hay manera de retenerla. Nada ni nadie podrán adueñarse totalmente de Ana, ¿no te das cuenta? Nunca jamás.
Un estornino acababa de posarse a trinar sobre el tinglado. Los gorjeos tenían connotaciones dramáticas, como si estuvieran destinados a epilogar aquel día a la vez trágico y glorioso.
Un cansancio de siglos adormeció los brazos del muchacho que colgaban a ambos costados de la cintura, reflejando su determinación frustrada.
Empezaba a oscurecer. Después de un largo minuto se retiró sin haber pronunciado una sola palabra. El miedo ya se había esfumado. La cíclica condena se cumplía con resultado idéntico: era la escena que en cada existencia se venía interrumpiendo justo allí, en el instante de la confrontación final entre todo y nada.
Las primeras sombras de la noche ocultaron sus pasos avergonzados y silenciosos. Pasajero del tiempo, debía reanudar una vez más el sendero repetido, avanzando hacia una fuga cíclica, solitaria, sin muertes.
Andando lentamente, hacia otra vida sin Ana.
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