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domingo, 12 de agosto de 2012

EL CUENTO DE HOY





Ovidio Vargas


Por Olga Starzak





   Desde muy pronta edad Ovidio Vargas se había sentido fascinado por la guitarra. Tal vez lo deslumbraron los gauchos de los alrededores que, buscando la compañía de la caña, año tras año bajaban al pueblo, con la guitarra como un apéndice de sus cuerpos. Ya sabía el niño que las señaladas o las esquilas le traían la música; ya esperaba que su madre, tal como en un acontecimiento importante, le calzara la bombacha y anudara un pañuelo al cuello. ¡Cuánta algarabía! 

   Su altura no sobrepasaba la de las mesas del bar de su padre, sin embargo ya les alcanzaba a los campesinos un trapo para limpiar alguna bebida derramada o les desocupaba los ceniceros atiborrados de filtros. Él estaba atento porque apenas se reuniera un grupo, se abrirían los estuches del esperado instrumento y nacería, para su deleite, la música: un hombre primero y el otro después, a veces ambos al mismo tiempo. Las ásperas manos de sus ejecutores se moverían con fuerza a veces y otras con destreza, para hacer sonar las cuerdas a un ritmo que despertaba su tan esquiva sonrisa. Se uniría a las palmas, murmuraría un coro que ni siquiera alcanzaba a comprender y con voz silenciosa repetiría un otra al tiempo de los grandes.

   No compartía con nadie sus sueños de crecer tocando la guitarra. Acaso imaginaba que los sueños son para vivirlos de a ratos, pocas veces pasibles de concreción. Que concluyen en un abrir y cerrar de ojos,  se guardan en la memoria...  son tan íntimos como lo son los deseos más profundos. Tal vez presentía que en ese pueblo de la meseta patagónica los chicos de su edad debían conformarse con concurrir a la escuela y  jugar a la pelota en cualquier lugar cercano del vasto terreno testigo de sus pasos.

   Ovidio era un niño de muy pocas palabras; lo eran sus padres y lo son casi todos quienes habitan en la soledad de los campos, en la parsimonia de las callecitas rurales, en agobiantes siestas o mañanas de heladas. 

   En ese rostro de piel oscura, vestigios de la raza de sus ancestros, sobresalía la oscuridad de los ojos. Sin embargo era tan opaca su mirada que producía un sentimiento que lindaba con la lástima. Sin saber muy bien a qué ni por qué, el pequeño despertaba una emoción adversa que sólo era dominada por aquellos que conocen la ternura; o encuentran  en el refugio de la niñez y de la inocencia, una vocación de servicio. En este, como en todos los pueblos de escasísimos habitantes, lo son casi siempre los maestros, algún médico o la enfermera del centro asistencial.

   Creció entre el susurro del Río Lepá, un cielo vaticinando lluvias mezquinas, las grietas de la tierra y un viento de rigor en las noches y en los días. No le faltó el verde de los pastos, las flores de los manzanos ni la leña para el fogón. Aprendió pronto a degollar las gallinas, a levantar alambrados, a apalear la tierra para acomodar el camino, a descorrer la nieve de la puerta de su casa. Pero nunca olvidó el placer por la guitarra. Juntó fuerzas y voluntad, hizo changas y golpeó puertas a escondidas de su madre buscando la limosna que algún día le permitiría tener la suya, para después aprender a tocarla. 

   Tenía algunas buenas razones para creer que el dios del que le hablaba el cura de la iglesia a la que concurría a regañadientes, con su familia, le pondría cerca un hombre dispuesto a enseñarle a tocar el instrumento. Y con eso llegaría el canto y el zapateo, el público y el reconocimiento. 

    La sensación inexplicable del escenario; de haber logrado lo más ansiado.
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   Los pobladores siguen reuniéndose alrededor de las mesas del bar que ya no atiende el padre de Ovidio, ahora inválido. Pocas veces suenan las guitarras. Es que a sus ejecutores se les ha llamado la atención por el ruido molesto que crispa los nervios del enfermo. La madre, una mujer de la que nadie conoce la voz más que para decir gracias, se limita a alcanzarles la copa de bebida con la que concluirán un día de intensa actividad.

   El pueblo ha crecido. A la escuela con internado se agregó aquella del pueblo que permite la entrada diaria de alumnos del predio urbano. El Centro Asistencial es ahora un hospital. La obra social de la provincia posee allí una oficina y la municipalidad ocupa casi toda una cuadra. Los adolescentes lucen, tal vez guiados por los alcances del cable de televisión, cortes de pelo punk y puede hasta observarse alguna muchachita asumiendo las características de las llamadas “tribus urbanas”. 

   Con el nuevo milenio, los avances tecnológicos y el auge del turismo patagónico se han sumado excursiones al Cañadón Grande, a Piedra Parada, expediciones a La buitrera y deportes de alto riesgo en las paredes rocosas de los alrededores. Guías turísticos acompañan a los visitantes a observar las pinturas rupestres que, celosas, se esconden entre las cuevas que circundan el río Gualjaina en el encuentro con el Chubut. 

   Sin embargo es la misma la soledad de las calles y la resignación en los rostros de sus transeúntes. Las paredes parecen ahora más descascaradas y las puertas aún más angostas. Se han despintado las verjas y algunas ventanas están tapiadas. Los niños caminan con lentitud desde la escuela a sus casas. Saludan atentos y sorprendidos cuando se cruzan con una cara desconocida. Hay en sus miradas algo de vergüenza, quién sabe a qué;  y mucho de admiración a todo lo que eventualmente ocurre en su pueblo.

   Siguen siendo muy largos los días en esta rutina pueblerina, en este ir y venir por la única y lánguida calle que atraviesa el paraje.

   Los manzanos florecen cada primavera.

   Ovidio Vargas es ya un muchacho al que muchos siguen tratando como un niño. Introvertido y de inarmónica conformación física, continúa seducido por la guitarra. Su cuerpo se ha vuelto obeso y el  color de la piel más oscuro.

   Con alegría indescifrable, cada atardecer del fin de semana, se sumerge en ese mundo que lo transporta. Así disfruta de la gente que parece no faltar jamás a sus recitales, la que lo aplaude y pide una canción más. Él  se regocija, entona himnos, recita prosas y canta el folclore que escuchó de pequeño. Corresponde al afecto de quienes lo escuchan y saluda a aquellos que -vaya a saber por qué- no pueden detenerse.

   Hace un alto en cada canción para conversar con el público, se emociona con la admiración que le profesan, se ríe sin prejuicios, agradece al Señor... 

   Una y otra vez levanta con orgullo su guitarra.

   Sin tregua vuelve siempre al mismo escenario. Ese escenario tan conocido por los pobladores del lugar. Es que no han habido demasiados cambios en el  patio de su casa. Unas pocas gallinas menos, el pasto largo y húmedo en la primavera, la misma verja escoltando la puerta de entrada...  

   Y la misma guitarra.

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