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sábado, 28 de enero de 2012

LA NOTA DE HOY




                YO GRAMÁTICO: UNA CRONICA DEL BUEN HABLAR

Por Jorge Castañeda (*)

Yo, médico. Yo, catedrático. Así supo titular sus libros el bueno de Baldomero Fernández Moreno y  para no ser menos “Yo, gramático” me place titular a esta crónica del buen hablar.
Amerita sacarme el sombrero ante la riqueza del idioma de Miguel de Cervantes, porque el castellano, -al decir de una vieja sentencia- “es muy rico en expresiones idiomáticas”.
Tiene reglas y también excepciones a las reglas. Tiene musicalidad y también luz y color en las vocales: ejemplo de ello dan las obras literarias de don Ramón del Valle Inclán y Ramón J. Sender, para los cuales por ejemplo la a era una vocal blanca.
Yo quisiera como Rubén Darío tomar “un vaso de bon vino” con Maese Gonzalo de Berceo (su apellido es mi seudónimo): escribir tras los vitrales mester de clerecía o tal vez caminar por la campiña conversando como al pasar de “vaqueras hermosas” con el buen Arcipreste.
Echar los versos en “celdillas iguales” o volcar las palabras de la prosa como “gemas preciosas en el saco de terciopelo”.
Escribir lento pero bien; publicar poco y espaciado “porque no se puede echar libros al mundo como quién fríe buñuelos”  como solía decir el manco glorioso de Lepanto; tener muchas lecturas y buenos escritores porque “hacen falta muchos dómines para cultivar la buena prosa de la conversación”.
¿Y qué me cuentan de Roa Bastos y José Camilo Cela?  Esos enseñan a escribir como nuestro compatriota Jorge Luís Borges. Y también Gabriel Miró, un orfebre de la palabra. Y Marechal con el cual hubiera querido sentarme a la mesa del banquete. ¡Oh, Severo Arcángelo, vulcano en pantuflas, padre de los piojos, abuelos de la nada!
Tengo al alcance de mi mano la “Gramática de la lengua castellana”. ¡Qué rigor y justeza para cada vocablo!
¡Qué suenen salvas de culebrinas; qué me acerquen támaras de jacintos; qué hojas de acanto coronen mis sienes!
Afuera el muladar de la quintería desordenada y la aladrería dispersa. Desparpajado y desenvuelto me desternillo de risa. Hago aspavientos. Encuentro mi punto álgido y tirito de frío. Voy al trastero y desempolvo los cachivaches. Me fumo una cachimba. Me calzo los quevedos y desecho el impertinente. Me restriego los dientes con dentífrico concentrado. Coloco una calcomanía en la luneta trasera de mi automóvil. En la esquina de mayor tránsito dirijo el tráfico de rodados y peatones. En la abacería cercana adquiero la quincalla de poco valor y en la rosticería los manjares para el buen yantar a chila come. Me extasío inverecundo ante la dehiscencia de una flor. Tomo el arco y la clava, la primera para alcanzar los temas elevados y la última para los asuntos gallináceos. Si me tratan a mansalva estoy contento. Si es con alevosía me siento defraudado. Si me hacen una zancadilla otra vez me levanto. Prefacio o introito lo mismo de da. Quiero agregar un escolio al tratado. Tiemblo, estoy carambanado. Me pierdo en aguas de borrajas. Subo al carajo. Si hablo tartajeo.
La saeta y el carcaj. La nasa y los pescados. La baca y los petates. El sedal y la caña. La perspectiva y el escorzo. Las estrellas y el astrolabio. La bomba y la adala. La carabela y la falúa. El péndulo y los zahoríes. La vaquería y la dehesa.
Es inane escribir tantas fruslerías; tengo las manos llenas de baratijas. No me asustan los endriagos porque no soy medroso. Y si de embelecos se trata me gustan “los fraguados en la boca”.
“Escudos pintan escudos/ cruzados hacen cruzados/ y tahúres muy desnudos/ con dados hacen condados”. ¡Oh, don Luís de Góngora! Y Baltasar Gracián, tejedor de naderías.
Enalbardo el asno. Paso el alfolí de las ofrendas. Echo los óbolos en el gazofilacio.
Nunca me permitiría escribir “la baca es un hanimal forado de kuero” aunque me divierte la literatura de César Bruto. Elaboro como Juan Filloy palíndromos y digo como Cortázar “salta Lenín el atlas”.
Pongo mi capa en el suelo para que no tengan el mal gusto de suprimir la ortografía.
En Felipe IV, 4 quiero hollar los umbrales de la Real Academia Española.
Pero basta ya. ¡Qué avenamiento de palabras!

(*) Escritor rionegrino. De su libro inédito “Crónicas & Crónicas”.




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martes, 24 de enero de 2012

EL RELATO DE HOY





PENSÉ EN MI LUGAR


Por Héctor Roldán (*)



Pensé en mi lugar. Yo, hombre desarraigado, negador de tradiciones, rebelde de cualquier causa, escéptico, hiriente comentarista de ajenas creencias, pensé mi lugar. Aquel lugar que inútilmente soslayé durante centenares de años y que ahora, en esta inmortalidad profunda, a millones de eones de aquel pedazo de tierra, apareció ante mis ojos desde algún rincón oscuro de mi memoria. ¿Qué representa este recuerdo? ¿Por qué vino ahora que el universo se está contrayendo? ¿Ahora que veo como las estrellas colapsan unas con otras? Me he quedado solo. Será esta soledad última la que disparó desde el fondo de los lóbulos de mi cerebro esta imagen: un niño de espaldas en la tierra contemplando el círculo celeste de la creación. Puedo decir que he vuelto fugazmente a ese instante. A ese instante, ahora que contemplo la ausencia intuida más allá del cataclismo galáctico del cual soy testigo. Único testigo. Ausencia que intuyo como la sombra que siempre me ha acompañado a lo largo de mis días sin fe, sin iglesia, sin comunión. Era, en la perfecta sensación del sinsentido, la risa sarcástica en los actos de emoción religiosa. Era, en la concentrada individualidad de la que hacía gala, la sombra oscura de las fiestas, la disonancia en los ritos. Pura orfandad ensoberbecida.

Pero, ahora, habiendo dejado de lado la rutina de mi vida, veo en su reiteración algo más que pura nada, sino actos de curiosa magia, que constituían un orden, una danza, un alfabeto. Y el mundo, las cosas, se humanizaban ordenándose para el conflicto o para el placer de mi existencia. Eso pensaba ahora que el fin estaba llegando, que contemplaba que lo uno se volvía lo otro y, que aquel sentido cuidadosamente preparado por mí, por mis padres, mis abuelos, todos mis ancestros y todos los otros, por todos los animales, las plantas, los buenos, los malos y los más o menos, por todas las mujeres, por todos los niños, y por todas las cosas del espíritu que usábamos para apuntalar la existencia, mi existencia; se iba diluyendo o explotando, consumiéndose. Más allá, la sombra. La boca feroz del lobo Fenris que venía a cumplir el cometido planificado desde el primer acto de la creación donde la vida ya pergeñó su muerte futura, ese periplo. 

Viaje que yo negaba para no ser parte de este Apocalipsis. De este estallido, de esta inquietud material de las células, de este devenir insoslayable. Sin embargo, en la caída final, aquellos viejos fantasmas venían para darme una guía, una espada y poder decir, pensar, sentir que este era el fin del mundo. De otro modo no lo habría podido decir y estaría extendiéndome en el caos sin sentirlo, sin llorarlo, sin pensarlo. Así vi, las trompetas sonando en cada rincón, escuché la oración y esperé por un último instante de redención mientras todo desaparecía. Desaparecía. Todo. Menos el amor. Menos este amor que siempre vivió en mí aún yo ignorándolo, negándolo y que en este día, el último día, me permitía conocer la infinita dimensión de la tragedia.



(*) Escritor santacruceño. De su blog “El espectro de las cosas”.

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sábado, 21 de enero de 2012

Lluvia - Federico García Lorca

La lluvia tiene un vago secreto de ternura,

algo de soñolencia resignada y amable,
una música humilde se despierta con ella
que hace vibrar el alma dormida del paisaje.

Es un besar azul que recibe la Tierra,
el mito primitivo que vuelve a realizarse.
El contacto ya frío de cielo y tierra viejos
con una mansedumbre de atardecer constante.


Es la aurora del fruto. La que nos trae las flores
y nos unge de espíritu santo de los mares.
La que derrama vida sobre las sementeras
y en el alma tristeza de lo que no se sabe.

La nostalgia terrible de una vida perdida,
el fatal sentimiento de haber nacido tarde,
o la ilusión inquieta de un mañana imposible
con la inquietud cercana del color de la carne.

El amor se despierta en el gris de su ritmo,
nuestro cielo interior tiene un triunfo de sangre,
pero nuestro optimismo se convierte en tristeza
al contemplar las gotas muertas en los cristales.

Y son las gotas: ojos de infinito que miran
al infinito blanco que les sirvió de madre.

Cada gota de lluvia tiembla en el cristal turbio
y le dejan divinas heridas de diamante.
Son poetas del agua que han visto y que meditan
lo que la muchedumbre de los ríos no sabe.

¡Oh lluvia silenciosa, sin tormentas ni vientos,
lluvia mansa y serena de esquila y luz suave,
lluvia buena y pacifica que eres la verdadera,
la que llorosa y triste sobre las cosas caes!

¡Oh lluvia franciscana que llevas a tus gotas
almas de fuentes claras y humildes manantiales!
Cuando sobre los campos desciendes lentamente
las rosas de mi pecho con tus sonidos abres.

El canto primitivo que dices al silencio
y la historia sonora que cuentas al ramaje
los comenta llorando mi corazón desierto
en un negro y profundo pentágrama sin clave.

Mi alma tiene tristeza de la lluvia serena,
tristeza resignada de cosa irrealizable,
tengo en el horizonte un lucero encendido
y el corazón me impide que corra a contemplarte.

¡Oh lluvia silenciosa que los árboles aman
y eres sobre el piano dulzura emocionante;
das al alma las mismas nieblas y resonancias
que pones en el alma dormida del paisaje!.

(Enero de 1919)

Lluvia - Federico García Lorca

La lluvia tiene un vago secreto de ternura,

algo de soñolencia resignada y amable,
una música humilde se despierta con ella
que hace vibrar el alma dormida del paisaje.

Es un besar azul que recibe la Tierra,
el mito primitivo que vuelve a realizarse.
El contacto ya frío de cielo y tierra viejos
con una mansedumbre de atardecer constante.


Es la aurora del fruto. La que nos trae las flores
y nos unge de espíritu santo de los mares.
La que derrama vida sobre las sementeras
y en el alma tristeza de lo que no se sabe.

La nostalgia terrible de una vida perdida,
el fatal sentimiento de haber nacido tarde,
o la ilusión inquieta de un mañana imposible
con la inquietud cercana del color de la carne.

El amor se despierta en el gris de su ritmo,
nuestro cielo interior tiene un triunfo de sangre,
pero nuestro optimismo se convierte en tristeza
al contemplar las gotas muertas en los cristales.

Y son las gotas: ojos de infinito que miran
al infinito blanco que les sirvió de madre.

Cada gota de lluvia tiembla en el cristal turbio
y le dejan divinas heridas de diamante.
Son poetas del agua que han visto y que meditan
lo que la muchedumbre de los ríos no sabe.

¡Oh lluvia silenciosa, sin tormentas ni vientos,
lluvia mansa y serena de esquila y luz suave,
lluvia buena y pacifica que eres la verdadera,
la que llorosa y triste sobre las cosas caes!

¡Oh lluvia franciscana que llevas a tus gotas
almas de fuentes claras y humildes manantiales!
Cuando sobre los campos desciendes lentamente
las rosas de mi pecho con tus sonidos abres.

El canto primitivo que dices al silencio
y la historia sonora que cuentas al ramaje
los comenta llorando mi corazón desierto
en un negro y profundo pentágrama sin clave.

Mi alma tiene tristeza de la lluvia serena,
tristeza resignada de cosa irrealizable,
tengo en el horizonte un lucero encendido
y el corazón me impide que corra a contemplarte.

¡Oh lluvia silenciosa que los árboles aman
y eres sobre el piano dulzura emocionante;
das al alma las mismas nieblas y resonancias
que pones en el alma dormida del paisaje!.

(Enero de 1919)

miércoles, 18 de enero de 2012

EL POEMA DE HOY






SON LAS 6 P.M.

Por Jorge Baudés (*)





Son las seis pe eme.
Parten presurosas 
dejando tras de sí estelas nervadas.
Forman bandas, grupos, algunas van solas 
atrapando un cielo que se desvanece. 
Son las seis pe eme.
Agitan las alas sosteniendo al viento 
oteando un refugio adonde ahuecarlas.
¿Qué dejan detrás? ¿Qué estarán buscando? 
Ni ellas lo saben, designio instintivo.
Repiten el rito. Prosiguen su vuelo… 
Son las seis pe eme. 
Ya el cielo recobra su transida calma.
No se ven gaviotas, 
las tragó el ocaso. 





(*) Escritor chubutense.

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