 "EN
"EN
 
            EL
      
           UMBRAL"por Mía SanzAhora
                                                                                    en esta hora incesante
                                                                                    yo y la que fuimos nos sentamos
                                                                                    en el umbral de mi mirada*
  
  
                                                    
   
   
   
          -¿Qué hacés ahí? -me escucho preguntar. No me contesta  y vuelvo a intentarlo:
-¡Eh!, ¿qué hacés ahí arriba?
Me mira con ese rostro angelical que pone solamente cuando  quiere enternecer.
-Bajate, podés caerte -insisto.
   La estoy mirando desde la puerta. ¿Qué puerta?  Nada la sostiene, parece en el aire; sin embargo  estoy segura de estar apoyada en el marco derecho de una amplia abertura.
    A Marianita la conozco bien. No tiene más de cuatro años y una dulzura peculiar; es del grupo de chicos del Jardín que diariamente concurren a jugar a la plaza del barrio; hoy está sola, no hay nadie a su  alrededor. La veo sentada en el borde del paredón  que rodea al parque; el muro mide unos dos metros y está sin terminar; sus ladrillos irregulares y mal  colocados dejan entrever la luz del otro lado; un revoque grueso y desparejo lo recubre en parte.
  - ¿Qué hace esta nena allí? -me pregunto. 
  Sigo apoyada, sin moverme. No es ahora Mariana quien me mira, molesta por haberla descubierto: soy yo... frágil, malhumorada, escapando de alguna travesura. Rulos apretados y oscuros casi no dejan ver mi carita. 
    La niña  mira fijo hacia abajo, me provoca moviéndose arriba de esa pared, variando su posición; encoge  las piernas, apoya  los pies en el borde y con  los bracitos envuelve sus rodillas; antes,  toma la amplia falda de su vestido amarillo y tapa,  prácticamente,  todo su cuerpo. Desafiante, ahora me sonríe. Quiero hablarle, pero mi voz no responde.  De pronto desaparece y desespero: quiero encontrar otra vez el rostro de Mariana. Por momentos  lo veo. ¡Ahí está! ¡Ahora sí!
    No le ha sido difícil llegar hasta allí; hay muchos y frondosos árboles que hicieron posible la trepada. Son aromos, en su mayoría florecidos, que han crecido lo suficiente  hasta formar un pequeño bosque.  Puedo oler sus pequeñas y rosadas flores; es una sensación nueva y agradable; toda la plaza parece impregnada de su  fragancia.
   Me olvido, por un momento,  de la chiquita. 
  Absorbe mi atención el verde que  predomina en el lugar; los rosales están en flor; los hay blancos, amarillos y rojos por docenas. Abundantes plantas de diversos tamaños completan la escena: lavandas, verbenas, margaritas, rayitos de sol...
   Las hamacas, la calesita y el tobogán, desgastados por el paso del tiempo,  me resultan ampliamente conocidos. 
    Esta plaza es aquella plaza. Mi plaza.
 
  Una niña corre entre los caminitos de piedra laja que dibujan los canteros; se ríe con ganas y emite palabras que no entiendo. Una mujer la  sigue, la toma en sus brazos, la mima...  Es la mamá de Mariana. ¿Lo es? Recuerdo, nuevamente, a la nena del paredón; la busco con la mirada.  Ya no está.
    -Mariana, Marianita... -la llamo una y otra vez, elevando mi voz.
 
  Debo haber gritado demasiado fuerte. ¡Qué insensatez! Acabo de despertarme.
*Alejandra Pizarnik