En Patagonia, una esquila
por Jorge Gabriel Robert
Desde temprano reinaba un clima de trabajos camperos. La hacienda lanar se había repuntado hacia los potreros más cercanos. Los caballos bien herrados, los ovejeros atados cado uno en su cucha. La proximidad en armonía de la última labor del año requería que los animales, igual que los hombres, se mantengan livianos ante la duda del calor. Los corrales y galpones limpios; hasta las gallinas y otras aves de corral, deberán limitar su libre albedrío. Empieza la esquila.
La pequeña estancia lucía como para un día de fiesta; los niños de recientes vacaciones, presagiando una encerrona de varios días, recogían entre las flores silvestres, conejitos amarillos, margaritas blancas, alverjillas azules y rojas que un invierno de mucha lluvia les venía prometiendo. Era tradicional que se obsequiara un ramo de flores a los esforzados esquiladores antes de empezar su tarea, como premonitoria ofrenda de felicidad en su regreso al hogar.
También era costumbre se proveyera a los trabajadores con huevos de ñandú, o de martineta. Para ello, en previas recorridas por el campo a caballo, los niños de vacaciones los habían conseguido y hecho examinar por el baqueano capataz don Atilio, con garantía de estar “frescos.”
La comparsa compuesta por más de veinte hombres, llegada la tarde anterior en un camión atiborrado, gozaba su día de descanso para preparar herramientas, encender y puesta a punto del motor, afilar peines y cortadoras, primordial trabajo de Manuel el mecánico, mientras el resto de hombres eran duchos ya en hacer que la lluvia no los sorprenda en la noche sin un techo improvisado. Propicio Márquez, el contratista encargado de la comparsa, monitoreaba la organización de su gente, como responsable ante el dueño de la estancia que lo contrató.
Ramón, el cocinero, preparaba el clásico asado al asador, costillar con paleta y la parrilla para las achuras. La bolsa de galleta, alguna bebida no alcohólica, y por presentir el comienzo de faena, alguna guitarra desgranará sus melodías de sobre mesa, añorando el recuerdo de alguna novia que quizás espera. Las cuerdas entrelazan unos dedos curtidos por la suciedad transitoria del trabajo permanente. La gente está “al sereno” mientras cena. La luna llena se ha plantado en el cielo. Todos la miran; alguna estrella fugaz cruza la noche, como ofreciendo a ese grupo de guapos un tema de conversación. No es una estrella, dijo Joaquín el agarrador. Hablaron del cosmos, del aerolito, rebuscadas anécdotas unas ciertas y otras no tanto, se superponen en el entusiasmo del saber echado a rodar. Germán el prensero, se ha quitado el sombrero, ante la tertulia desconocida que no habla de potros y de aperos, hasta que el sueño y la humedad del rocío los hizo rumbear hacia sus lugares de descanso.
La luna ya ha cambiado su posición en el cielo dando por cumplida su misión y esta vez el lucero pareciera que brilla como nunca, pretendiendo protagonismo en el espacio. Ramón, el gran madrugador consuetudinario, que no participó de las risas y canciones, lo observa y se levanta a preparar el desayuno mientras hierve la yerba del mate cocido y se dora el churrasco; se tomaría unos mates a la bombilla como solía decir, mostrando unas virolas de oro. Fue por ella a su campamento privado y pasó por debajo de una arboleda de tamarisco gigante cuando escuchó un ruido extraño. Quedó como petrificado; ahogó un grito, por suerte pudo sobreponerse y evitó despertar a los que dormían. Se dio cuenta que su coraje de hombre rudo, en ese instante, había flaqueado. Sintió una mezcla de miedo y vergüenza al tiempo que entre las ramas, a su lado, se movía un bulto del que no podía desprender la vista, ni moverse.
Con las piernas entumecidas de terror, logró acercarse al lugar donde dormía su patrón, don Propicio y comunicarle el extraño caso. Conociendo la fidelidad de su empleado, don Propicio, luego de un largo desperezo, se calzó los pantalones, las alpargatas, el 32 corto y en el trecho hasta el lugar indicado fue rumiando el motivo. Él, que había requerido de sus trabajadores todos los antecedentes posibles, le pareció que podía tener la clave del extraño caso. El bulto no identificado comenzó lentamente a escalar un árbol mientras una nube larga y espesa iba cubriendo el horizonte del lado del naciente, haciendo más oscura la noche. El bulto a medida que ascendía iba tomando una forma humana. Propicio observó sin temor, mientras se iba rodeando de otros obreros que, enterados del caso, se acercaron, unos con un rifle, por las dudas el caronero, armas cortas y dispuestos a “ tirarle”. Una lechuza cómplice lanzó su chistido, y un ave nocturna en raudo vuelo huyó del lugar.
¡Alto! La voz estentórea del encargado rasga las penumbras, mientras cala los cuerpos con un estremecimiento parecido al terror. Gira contándolos con la vista, diestro para la mirada profunda a pesar de la oscuridad y los rostros alterados, y observa que falta uno. ¿Dónde está el muchacho rubio que subió de playero en El Molle?, pregunta. Los que tenían sus armas con gatillo levantado, apretaron el seguro mientras se miraban entre sí. No está en esta ronda el Silverio, ayer sacó el futbol y pateamos un rato, se oyó; después desembaló su valijita marrón, sacó un collar que siempre besa, leyó unas cartas amarillentas, se puso muy triste, casi no comió. Y se fue a dormir. Sí, en el viaje había contado que era sonámbulo desde muy pequeño y que un día le escribió a su madre allá en el cielo con un barrilete, pero claro, no sabía escribir. Tuvo que aprender en años de hambre y soledad. Desde niño le atraían las alturas; en su somnolencia, aquellos árboles lo había atraído. Sus compañeros de esquila prefirieron dejarlo, no llamarlo y rodear el fogón que crepitaba ofreciendo su calor y el apetitoso desayuno.
A la voz de “empezar, ya” los centauros, manija en mano, vuelcan de la oveja el blanco vellón. Silverio limpia la playa y ordena la salida de animales esquilados. En la embretada, un perro ladra.
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