HOMENAJE A JUAN B. VALLÉS, A UN MES DE SU FALLECIMIENTO
Silencioso, como su andar, Juan fue despidiéndose del aire marino, de su amado estudio en la planta alta de su casa en la costa, seguramente de cada uno de sus libros…, aquellos que atesoraba con infinita pasión. Juan caminó las orillas de su playa, imaginó Xavea en una costa lejana, se emocionó con cada nieto, admiró a Borges… Se detuvo a observar, con el mismo afán en su emoción, tanto el gesto surcando el rostro del dolor como la amplia sonrisa del labriego al recoger de su tierra el fruto gestado. El privilegio de su amistad me enorgullece, su recuerdo me insta a rememorar de él su sonrisa más perfecta, su mano siempre tendida, la claridad en su mirada… El mañana sin Juan es eso y son sus versos, aquellos publicados y también los otros, los cuentos que más amaba, sus infinitos borradores… aquellas novelas que aún esperan; y este cuento… solo un retazo de la obra literaria de Juan Bautista Vallés.
A un mes de su partida
Con profundo dolor
Olga Starzak
Habían caminado todo el día. No recordaban cuándo el sol iluminó la tierra. Sí, veían, cómo estaba por dejarla.
Sentían los pies cansados, hinchados, la boca hacía sentir su sequedad, pegando la lengua sobre el paladar. Y las encías clamaban por algo líquido. Ya la sed había tapado el hambre que era ya tanta que ni las tripas protestaban. Un hombre y un niño seguían la marcha al ritmo de la caravana para no quedar solos, aislados, que era la última etapa de este castigo. El último abandono de la raza humana. Unas veces se tomaban de la mano, otras caminaban juntos, siempre uno al lado del otro. La tierra era dura, más bien agrietada y con un follaje escaso que tímidamente aparecía sobre el suelo.
Pero podía ser tierra colorada, arcillosa; o bien pantanosa e insaciable. La superficie podía ser de arenas sueltas o sólidas y las plantas tupidas como en la selva, o con la ausencia inacabable del desierto.
El escenario es igual, es intrascendente cuando el drama lleva a las orillas del horror. Que estas veces coincide con los límites del hombre mordiendo, casi, a las bestias.
El humano cubre todo de su propio horror.
Como no importa mucho la tierra, el escenario, los decorados térreos, tampoco importa el nombre. Estos lugares pueden llamarse Vietnam, Corea, Filipinas, Europa, América, África, o Kosovo. El nombre es solo una estación en este andar empapado en miedo.
Próximos a ellos otros tienen la oportunidad de morir y matar. Son los que elaboran odios y los descargan. Los que pelean, sabiendo o no por qué. Los que tienen alguna actividad en este juego por alguien desencadenado. Son los Caín buscando su Abel.
Algunos son empujados de aquí a allá, por razones tan superiores que nunca entenderán. A veces por armas amenazantes, otras por elementos indomables como el agua y el fuego, las sequías y los vientos. La sangre y los miedos, el hambre y la sed. Comienzan a estar tras ellos con uniformes exteriores y mentales. Los azuzan, los apuran, los empujan.
Es una larga columna de buscadores de refugio, que repta siguiendo las desigualdades de la tierra. Una columna que se pierde y que puede ser una víbora fugitiva o un cordón umbilical tratando de asirse al género humano.
Esta es la fila visible, compuesta de cuerpos. Por sobre ella hay otra invisible que son las almas que corresponden a esos cuerpos y que están prestas a abandonarlos.
Cae el sol, que indiferente cumplió su ciclo diurno y la caravana se detiene.
Son miles de miserables inmersos en situaciones paridas por otros hombres. Sin destino, sin información, sin bienes, sin documentos, sin otra cosa cierta más que tratar de vivir. Como sea, pero respirar.
Es la última condición de vivos que mantienen.
Avanzan un hombre y un niño. Unas veces se toman de la mano, otras caminan juntos, siempre uno al lado del otro.
Sobre una piedra más o menos grande el mayor de los dos se sienta. mira el cielo para no mirar en derredor. Hay algo aún de azul en la limpia perspectiva del firmamento y es mejor que pasear la mirada por la caravana de la miseria y el espanto.
Casi a sus pies se sienta el chiquillo, negra su cara y también sus manos.
Él sí observa la procesión, si bien le parece cada día un poco más siniestra.
De pronto se miran a los ojos. El abuelo sabe que el nieto quiere comida, agua, descanso, seguridad. Nada que él le pueda dar.
Y entonces unas lágrimas van cayendo lentamente por el rostro lleno de arrugas, como queriendo hacerse canal en la piel avejentada. Y solloza y llora ya abiertamente porque la desesperación y la impotencia le roban hasta el último pedazo de dignidad que es ocultar su llanto.
Llora aunque sabe que las lágrimas no le hacen dar frutos a la tierra y pocas veces a los corazones.
El niño también llora cuando ve que el anciano lo hace. Quizás le dieron ganas a él también. Y nada le cuesta hacerlo a cara descubierta, porque aún la vergüenza no le ha llegado. Llora por su madre y su hermana que no sabe dónde están; por su padre al que alguien robó una pala de la mano y en ella colocó un fusil.
Por el abuelo fuerte que ahora se desploma.
Por el sol que ilumina todo, menos oscuridades íntimas que nos dominan y nos hace engendrar estos hechos.
Llora por nuestra condición de humanos, crueles hasta con nosotros mismos.
Llora por los que lloran y por los que hacen llorar.
Llora por nosotros.
Por todos.
A un mes de su partida
Con profundo dolor
Olga Starzak
Habían caminado todo el día. No recordaban cuándo el sol iluminó la tierra. Sí, veían, cómo estaba por dejarla.
Sentían los pies cansados, hinchados, la boca hacía sentir su sequedad, pegando la lengua sobre el paladar. Y las encías clamaban por algo líquido. Ya la sed había tapado el hambre que era ya tanta que ni las tripas protestaban. Un hombre y un niño seguían la marcha al ritmo de la caravana para no quedar solos, aislados, que era la última etapa de este castigo. El último abandono de la raza humana. Unas veces se tomaban de la mano, otras caminaban juntos, siempre uno al lado del otro. La tierra era dura, más bien agrietada y con un follaje escaso que tímidamente aparecía sobre el suelo.
Pero podía ser tierra colorada, arcillosa; o bien pantanosa e insaciable. La superficie podía ser de arenas sueltas o sólidas y las plantas tupidas como en la selva, o con la ausencia inacabable del desierto.
El escenario es igual, es intrascendente cuando el drama lleva a las orillas del horror. Que estas veces coincide con los límites del hombre mordiendo, casi, a las bestias.
El humano cubre todo de su propio horror.
Como no importa mucho la tierra, el escenario, los decorados térreos, tampoco importa el nombre. Estos lugares pueden llamarse Vietnam, Corea, Filipinas, Europa, América, África, o Kosovo. El nombre es solo una estación en este andar empapado en miedo.
Próximos a ellos otros tienen la oportunidad de morir y matar. Son los que elaboran odios y los descargan. Los que pelean, sabiendo o no por qué. Los que tienen alguna actividad en este juego por alguien desencadenado. Son los Caín buscando su Abel.
Algunos son empujados de aquí a allá, por razones tan superiores que nunca entenderán. A veces por armas amenazantes, otras por elementos indomables como el agua y el fuego, las sequías y los vientos. La sangre y los miedos, el hambre y la sed. Comienzan a estar tras ellos con uniformes exteriores y mentales. Los azuzan, los apuran, los empujan.
Es una larga columna de buscadores de refugio, que repta siguiendo las desigualdades de la tierra. Una columna que se pierde y que puede ser una víbora fugitiva o un cordón umbilical tratando de asirse al género humano.
Esta es la fila visible, compuesta de cuerpos. Por sobre ella hay otra invisible que son las almas que corresponden a esos cuerpos y que están prestas a abandonarlos.
Cae el sol, que indiferente cumplió su ciclo diurno y la caravana se detiene.
Son miles de miserables inmersos en situaciones paridas por otros hombres. Sin destino, sin información, sin bienes, sin documentos, sin otra cosa cierta más que tratar de vivir. Como sea, pero respirar.
Es la última condición de vivos que mantienen.
Avanzan un hombre y un niño. Unas veces se toman de la mano, otras caminan juntos, siempre uno al lado del otro.
Sobre una piedra más o menos grande el mayor de los dos se sienta. mira el cielo para no mirar en derredor. Hay algo aún de azul en la limpia perspectiva del firmamento y es mejor que pasear la mirada por la caravana de la miseria y el espanto.
Casi a sus pies se sienta el chiquillo, negra su cara y también sus manos.
Él sí observa la procesión, si bien le parece cada día un poco más siniestra.
De pronto se miran a los ojos. El abuelo sabe que el nieto quiere comida, agua, descanso, seguridad. Nada que él le pueda dar.
Y entonces unas lágrimas van cayendo lentamente por el rostro lleno de arrugas, como queriendo hacerse canal en la piel avejentada. Y solloza y llora ya abiertamente porque la desesperación y la impotencia le roban hasta el último pedazo de dignidad que es ocultar su llanto.
Llora aunque sabe que las lágrimas no le hacen dar frutos a la tierra y pocas veces a los corazones.
El niño también llora cuando ve que el anciano lo hace. Quizás le dieron ganas a él también. Y nada le cuesta hacerlo a cara descubierta, porque aún la vergüenza no le ha llegado. Llora por su madre y su hermana que no sabe dónde están; por su padre al que alguien robó una pala de la mano y en ella colocó un fusil.
Por el abuelo fuerte que ahora se desploma.
Por el sol que ilumina todo, menos oscuridades íntimas que nos dominan y nos hace engendrar estos hechos.
Llora por nuestra condición de humanos, crueles hasta con nosotros mismos.
Llora por los que lloran y por los que hacen llorar.
Llora por nosotros.
Por todos.
Juan Bautista Vallés Desde el Sur esquina Viento Biblioteca Popular Agustín Álvarez - Trelew Chubut - 2004
cuento
refugiados
horror
guerra
No hay comentarios:
Publicar un comentario