HACE MUCHO QUE LA ESPERABA
Por Héctor Roldán (*)
“Nada hay para mí tan absurdo en el mundo
como ver un
diablo que pierde la paciencia.”
Fausto.
J.
W. Goethe
Hace mucho que la esperaba. El fuego ardía ya desde
hace tanto tiempo que sus ojos habían tomado el color de las llamas. Sin
pensarlo seguía agregando madera de molle y las llamas crecían acompañando el
paulatino crecimiento de su ira. Una ira ardiente, tenaz, que se conectaba con
el eterno fuego y que, a cada rama arrojada, despedía miles de chispas que
volaban vivaces fragmentando el cielo nocturno en infinitos pedazos.
Fumaba. Encendía los negros cigarrillos en las brasas. Con una rama seca
había escrito sobre la tierra dura y árida de la Patagonia un verso agónico e
indescifrable, pues sentía que eso debía ser el amor: la agonía indescifrable
de una llegada postergada. En esta espera interminable sentía en cada órgano
los pasos que nunca se acercaban, la mirada que nunca lo observaba, la voz que
nunca lo llamaba. Y en las sombras sinuosas provocadas por el fuego creía, con
un persistente engaño, percibir la silueta difusa de su amada. Amenazas de un
cuerpo que se diluía ante la más débil y repentina brisa. Pensó, entonces, en
la maldad que había manifestado por tanto tiempo, en los horribles engaños
pergeñados, en los pactos firmados por aquel amor. Pensó en todo eso, ahora que
era solo un deseo sin alma, un hambre insaciable que recibía y recibía las
caricias de otros amores al lado de ese fuego, sin que ninguno de ellos fuera
la caricia esperada.
En el límite de las lejanas mesetas que recortaban el horizonte se podía
observar su fuego. A una distancia inmedible en pasos, ni en metros, ni en
kilómetros, ni en tiempo. Cerca para algunas almas, lejos para lo humildemente
humano. Allí esperaba, ese era su destino, esperar por un amor que jamás
llegaría, y mantener ese fuego. Ese era el pacto, mantener el fuego de su
pasión aunque en sus llamas se quemen otras pasiones.
Las viejas del pueblo sabían verlo. En las noches claras de invierno,
cuando la nevada cubría la meseta, ellas, con sagacidad de ancianas apuntaban
su dedo hacia un rincón del horizonte para señalarlo. Una diminuto punto rojo
apenas por encima del horizonte. Una débil estrella color sangre que rozaba,
apenas, con las puntas de sus llamas el borde del mundo. En esos días las
arrugadas mujeres apretaban sus rosarios y rociaban con agua bendita a sus
nietas dormidas para que no huyeran, pues todas sabían que alguna doncella
debía ir a saciar aquel deseo insaciable; arrastrada, irremediablemente, por su
reciente pasión encendida.
Pero él ya estaba harto de devorar amores que apenas dejaban la
inocencia. Cansado de mirar los ojos núbiles y descubrir en ellos un deseo sin
objeto, descubrir la sola voluntad de un amor que ambicionaba todo sin anclar
su intensidad en nada. Y consumía esos amores sin sustancia con la voracidad
desganada de un león viejo, con una maldad indiferente.
Siguió pasando el tiempo así, extraviando almas, pervirtiendo
inocencias, desnudando crueldades. Alrededor de su fuego se amontonaban
los restos amorfos y podridos de existencias que habían prometido loar los
esplendores de la creación. Y rodeado de cadáveres, de errantes fantasmas de
mujeres que abandonaron sus hogares por un destino que su fantasmal fuego había
encendido, y que él, con paciencia había alimentado, se hartó. Y harto se
levantó. Alzó su bestial corpulencia. Sus cuernos tocaron el cielo
desgarrándolo. Furioso, tronó sus manos y el fuego ardió en todos los rincones
de la estepa. Huyeron los fantasmas de su alrededor, los huesos blancos de sus
víctimas corrieron a enterrarse en la dura tierra. Huyeron, también, las
liebres de sus incendiadas madrigueras, los guanacos escaparon saltando matas
inflamadas. Los zorros desesperados arrastraron por el suelo sus colas
quemadas. Lagartos y matuastos se retorcieron achicharrándose sobre quemantes
arenales mientras las plumas de los flamencos enrojecieron de fuego.
Estaba enojado, solo quería destruir el mundo, hundirle sus garras
porque ahora sabía que nada había para él. Que el rostro soñado era una
quimera, que las manos tiernas solo eran fantasías de un pacto que no debía
haber firmado, de una creencia que nunca debió haber tenido. Y renegó de sí, y
renegó de todo, y aun más, renegó de ella que en sus más profundos sueños lo
había hecho sonreír. La insultó, la rechazó en el medio del incendio,
exorcizándose furioso de los besos que nunca recibió, de las caricias que nunca
sintió, de las palabras que ella jamás le dijo.
Las almas perdidas de sus víctimas aullaban extraviándose y llevaban el
fuego a las cuatro direcciones del mundo. La meseta ardió. Los pozos petroleros
se incendiaron, y las chatas desbocadas corrían entre senderos de infierno
mientras las gomas reventaban por el calor del incendio. Desde el pueblo todo
el horizonte era amenazador. Las viejas se habían juntado en la iglesia y
rezaban. El calor aumentaba e iba evaporando, lentamente, de la pila bautismal
el agua bendita. Se podía ver ya sobre los cerros las altas llamas. Y el humo
se arrastraba en jirones hasta la entrada del templo. Dentro, la letanía se
repetía y repetía desparramándose como un inútil bálsamo por el aire, mientras
que, interrogados por las radios, científicos y meteorólogos trataban de
explicar aquel extraño, increíble y fantástico suceso.
(*) Escritor santacruceño.
Su blog: http://elespectrodelascosas.blogspot.com/
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1 comentario:
En las palabras precisas y a la vez sugerentes de Roldán, puede verse pintada, como en un cuadro, la escena: la hoguera, percibida desde el pueblo como una mancha de luz en la meseta obscura; al aproximarnos a ella, la figura sombría esperando. Esperándola. Y perdiendo la paciencia. Luego el enojo: el fuego sobre la meseta, los pozos ardiendo, las chatas desbocadas... Todo el cuento es en sí una imagen visual, que logra crear una sensación casi táctil de calor abrasador, de tierra reseca y quemada, de ardiente erial. La cita inicial de Goethe muestra, una vez más, cómo un cuento con reconocibles componentes patagónicos se integra a la Literatura universal; en una forma muy bien lograda por el autor.
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