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lunes, 7 de septiembre de 2020

EL CUENTO DE HOY


 

VIEJO HOTEL


Por Fernando Nelson (*)




Llegar al viejo hotel del empedrado, observar desde la esquina su fachada sin revoque, fue siempre una experiencia notable. Inducía en mí la reiteración de una vaga tristeza, de una tristeza dulzona y antigua, de la que nunca quise escapar. Por ello, tal vez, cada invierno volvía al viejo hotel; y acaso por eso, no busqué una explicación a cada cosa —probablemente extraña— que acompañaba mi arribo: la casualidad de los días de lluvia, el rostro sombrío y mudo del anciano conserje, la ausencia de algún otro viajero.


La habitación número doce acudió a la cita, una vez más. Su ventana (podía recordarlo) deparaba la perspectiva de la calle gris desembocando, a lo lejos, en la estación.


El pesado llavero en mi mano, la valija de cartón rígido, el gemido de la escalera al subir, no eran sino un prolijo calco de la llave de otros años, de los mismos pasos, de los mismos inviernos…


No quise pensar. Siempre había recorrido ese pasillo con la mente libre, como queriendo prepararme para el reencuentro con esa habitación que sabía demasiadas cosas. Giré la llave y abrí despacio. De a poco, con resignación, la puerta me dejó ver el piso de madera, y sobre él, la cama grande con su frazada bordó. “Nada cambió”, pensé “ni el olor a humedad y a pasado”.


Quedé inmóvil en el vano de la puerta, obligándome a la reconstrucción del único perfume que eludía el olvido, impaciente por llenar ese silencio con el sonido de los tacos finos de unos pasos de mujer y con la voz grave y pretérita de Ethel hablándome detrás del humo de sus cigarrillos de amapola. Al recordarla volvieron, como cada año, sus profundos ojos negros, hundidos en la penumbra pintada de azul de sus párpados; volvió su rostro inexpresivo y anguloso, su nariz respingada y aquellos finos labios carmesí; volvieron sus manos blancas y delgadas, y las uñas pintadas del exacto color del “rouge”. Por último, rescaté la imagen completa de Ethel, sentada en la única silla del cuarto, con las piernas cruzadas, provocadora, observándome sin soltar el cigarrillo.


Allí, de pie en el umbral, musité el nombre amado y entré. Dos vueltas de llave me aislaron en el ámbito al que yo me esforzaba en volver; era como si ese cuarto permitiera la reiteración de una historia en la que Ethel y yo éramos los únicos protagonistas. Avancé con lentitud. El olor a desinfectante me llegó al ver las paredes amarillas del baño, las canillas de bronce (como de costumbre la de la ducha goteaba), el vaso presuntamente ascético invertido sobre el botiquín. Pensé en mi impotencia para soportar esa cíclica repetición de imágenes y de recuerdos, tristísimos. Por eso observé cada cosa como acariciándola, mientras el sabor amargo de la despedida subía por mi pecho.


Desde la ventana se veía la línea de árboles sin pájaros bordeando la calle del empedrado; y al final, el humo denso de un tren detenido en la estación. Abrí la valija y tomé una vez más el vestido blanco de Ethel, el de la última noche, y renacieron entonces las imágenes de aquella inexplicable discusión que nos había ofuscado hasta el insulto, hasta la irreparable ofensa, hasta la humillación degradante de los gritos.


En silencio saqué el vestido y las otras cosas; ya no cabría en adelante la crueldad de aquellos recuerdos, mis fuerzas se habían consumido en ese sobrevivir indeseado.


Acomodé sobre la cama el vestido, e instintivamente repetí los pasos de Ethel —acaso también sus lágrimas— y, como ella, entré al baño donde me encerré y comencé a atar el mismo cinto del caño elevado de la ducha.






(*) Escritor chubutense; radicado actualmente en Puán (Buenos Aires). Este cuento fue premiado en el Certamen Literario Provincial del Chubut, año 1983.


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