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sábado, 16 de mayo de 2020

EL CUENTO DE HOY






TODO EMPEZÓ EN LOS TAMARISCOS

Por Hugo Covaro (*)



Todo empezó en la fonda de Los Tamariscos. Un paisano, entre cerveza y cerveza, habló del puesto El Moyano. Contó que estaba abandonado, que ningún gaucho se le animaba porque está embrujado y nadie regresaba siendo el mismo después de pasar por sus dominios.
Eduardo, José, Higinio y Víctor, cuatro amigos venidos de la costa, lo escuchaban entre curiosos y descreídos. Pero casi sin darse cuenta, fueron dando forma a la idea de pasar una noche en ese sitio endiablado. Sólo uno de ellos conocía parte de la historia por una canción que Lito Gutiérrez había compuesto hacía un tiempo y que algunos artistas grabaron.
Con la excusa de buscar flechas recorrieron perdidos picaderos por el valle del Genoa, que aún hoy dan testimonio de la primigenia presencia de nuestros antepasados.
Sin mucha suerte con los hallazgos, la idea de ir al encuentro del temido lugar fue ganando espacio en las mentes de los compañeros. Desoyendo alguna seria señal de los espíritus del monte que con sorpresivos remolinos intentaron alejar a los intrusos de esos territorios, los aventureros tercamente fueron acercándose ese puesto que por décadas, sólo habitaban el viento y el silencio.
Pero no les fue fácil encontrarlo. Siguiendo el rumbo de una manada de guanacos desembocaron en una estirada planicie que se extendía hasta unas sierras altas, violetas y lejanas a esa hora de la tarde. Treparon a una loma pedregosa para mirar más lejos. Nada parecido a un puesto se mostraba en el comienzo del crepúsculo.
De regreso al camino principal, Eduardo creyó ver a contraluz la silueta de una edificación. Y ahí estaba, casi irreal en la lacia monotonía del paisaje, esa construcción sólida, demasiado ostentosa para un puesto de estancia.
La recorrieron entera. Estaban sus muros sólidos, firmes los pisos de madera, cerradas las ventanas con algún vidrio roto. La sintieron desafiante, enhiesta, erguida contra la alta barda del fondo. Una paz demasiado luminosa desmentía cualquier pensamiento o sentimiento funesto que pudiera nacer de esas ruinas calladas. Confiados, se repartieron en distintas direcciones retomando la penitente tarea de rastrear las escondidas flechas.
Cuando regresaron, Eduardo mostraba una amarilla que había encontrado en el lloradero que verdeaba el lado norte del puesto. Cansados por esas largas caminatas, armaron campamento a un tiro de piedra de esa mansión que parecía querer protegerlos del insistente viento del oeste.
Al otro día, con un sol tempranero que exprimía sus naranjas sobre los duros pastos del monte, algo decepcionados tal vez porque nada extraordinario había ocurrido en sus vidas, emprendieron el regreso. Después de abrir y cerrar tranqueras, retomaron la ruta 40, pasaron a despedirse de la gente amiga de Los Tamariscos para seguir luego viaje hasta Comodoro Rivadavia.
Cuando se encontraron los amigos en el rito que los reunía todos los viernes, Higinio contó que había tenido una pesadilla. Habló del asesinato de un paisano a manos de un gringo para quedarse con las tierras del indio. Dijo que el escenario de ese crimen era el puesto El Moyano y que todo estaba como lo habían visto hacía un par de días.
Al escucharlo, fueron empalideciendo como atacados por un terror antiguo. 
Todos, aquella noche habían tenido el mismo sueño.





(*) Escritor comodorense. Este cuento fue tomado de su libro “Fuego de leña menuda” (Editorial Universitaria La Plata, La Plata, 2016).

sábado, 2 de mayo de 2020

EL CUENTO DE HOY




SE FUE CARLITOS  (*)

Por Luis Alberto Jones



  La muerte  de Carlitos nos puso de luto  a todos. Carlitos no tenía  nada, solamente amor. La vida que  le había pegado por todos lados  no había doblegado  su buen humor. Su felicidad  dependía  de dos cosas: un café  y cigarrillos. Nadie  sabía  adonde había nacido pero todos pensábamos  que venía  de la tierra de los corazones grandes. Era  una enciclopedia de anécdotas pero sólo compartía  las buenas,  de las malas  sólo  le habían quedado  arañazos  en el alma, pero al corazón no se lo habían tocado. Nunca dejó que le pasara, por eso amaba y era amado. Apenas supimos que se llamaba Carlos Armando Giménez. Que pasaba los sesenta pero que por su afabilidad pintaba como cuarenta. No sabemos en qué momento de su vida empezó a caminar sin rumbo. Ese viaje  cotidiano por el corazón de todos  que terminó ayer. Se decía que su andar había surgido  de un amor no correspondido. Tenía pocas posesiones: una guitarra y lo puesto, también un gran amor por la música. Él no necesitaba más para andar por este mundo.  Sabíamos poco de él, lo único confirmado  era  el amor por  el prójimo. Como aquella vez que  sacó veinte pesos  (una fortuna para él) y se los dio  a la señora de un músico fallecido “Para ayudarte ahora que tenés  que criar sola a tus hijos” le dijo, o la otra cuando le fue a pedir cambio al quiosquero para devolver  parte de lo que  le dieron, porque le pareció demasiado generoso. Carlitos lo único que poseía  era un gran corazón que lo fue regalando  de a poquito. Sabíamos  que tenía un sólo amor que le había sido fiel: la música. Las noches en que el frío pegaba fuerte Carlitos dormía  en un banco  del hospital, pero una noche de esas se durmió en los  brazos de Dios. Todos  movilizados  lo rescatamos de la indiferencia para velarlo en  “El Fogón  Gaucho”, un lugar en el que a veces tocó y otras durmió. Sobre el cajón pusimos una tacita de café y varios cigarrillos, para el viaje  hacia el Paraíso, donde ya nunca más le va a faltar nada. 


* ideado sobre una historia real.

sábado, 25 de abril de 2020

EL CUENTO DE HOY




FALTA ENVIDO

Por Gladis Naranjo (*)



Había sido una de las primaveras más lluviosas que yo recuerde. Y el verano principió pegajoso y con los días calcados uno del otro: un amanecer de cielo limpio y muy azul, unas pocas nubes blancas prolijas y panzonas sobre el horizonte, y al atardecer, cada tres o cuatro días, la lluvia. Nada extraordinario, lo suficiente para hacer aflorar mi mal humor, algo que ocurría con demasiada frecuencia en los últimos tiempos.
El 8 de enero tenía que hacerme cargo del puesto de médico en Los Cardales, un pueblo de campo a 80 km. del Hospital donde trabajaba, para cubrir las vacaciones del profesional titular en la Sala de Primeros Auxilios. Una serie de malas decisiones personales habían enchastrado mi presente y me empujaban con furia a alejarme de la ciudad, al menos por un tiempo.
Después de muchos años de trabajo, rotos o inútiles ya los compromisos familiares, metí algo de ropa elegida con  bronca y unos libros en la valija como para dar la impresión de que los consultaba y de que tenía el poder de resolver algunas cosas. Rifando mis aspiraciones de deslizarme sonriente por los pasillos del Hospital concentrándome en un solo paciente (como en las series yankees, donde siempre atienden pacientes de a uno), sin hacer demasiadas preguntas decidí aceptar el ofrecimiento para ir durante un mes a Los Cardales, dejando en la ciudad mi media casa, mi medio auto y todo mi orgullo. Barajar y dar de nuevo.
El único ómnibus de la única compañía de transportes que rumbeaba para el lado de Los Cardales hacía el viaje una vez por semana, así que para llegar a tiempo tuve que salir cuatro días antes, el 4 de enero. En la Terminal, nombre insólito y desmesurado para aquél galpón mal iluminado y piso sospechosamente encharcado, el encargado de subir las valijas tiró la mía a la baulera de malas maneras, cabrero por el peso. Eran las 8 de la mañana y ya el calor se hacía sentir.
Me senté en el primer asiento del lado del pasillo esquivándole al sol y el colectivo se fue llenando de a poco. Teníamos que salir a las 8:30, pero descubrí que era un horario elástico: esperamos a los pasajeros remolones hasta que se completó el pasaje. Salimos a las 9:10.
A poco de andar me arrepentí de mi posición porque me llegaba todo el calor del motor, que estaba frente a mí, debajo de una tapa que se combaba oscura a la derecha del conductor. Ya era tarde para cambiarme de lugar. Jadeando, el viejo Bedford apenas si conseguía adelantarse a alguno muy demorado en la ruta, y paró en todas las tranqueras para levantar o bajar pasajeros que ni Dios sabía cómo habían llegado hasta allí y cuál sería su destino una vez abajo y que se acomodaban como podían en el pasillo con sus bártulos a cuestas y aumentaban el calor y el olor, levemente ácido, del ambiente.
Pronto empezaron a abrirse las ventanillas con la esperanza de que aún con la escasa velocidad del micro, eso trajera algún alivio. Pero no. Quise abrir la que correspondía a mi asiento pero la vieja que se había apoltronado a mi lado ya estaba acomodada con la cabeza apoyada en el vidrio. Dormitaba con las manos entrelazadas con la correa de su cartera, la boca entreabierta y finas gotitas de sudor sobre el labio superior. El pelo que alguna vez había sido rubio a fuerza de agua oxigenada, ahora mostraba las raíces encanecidas y se le pegaba a las sienes. Tenía un aspecto tan desolador que no quise despertarla.
Mi primer trabajo en el campo no prometía ser todo lo alentador y gratificante que yo había imaginado cuando leía historias de médicos rurales, que atendían con cordialidad permanente y cobraban con dulces caseros y carpetitas tejidas al crochet y no perdían la sonrisa.
Habíamos andado ya una larguísima hora cuando vi a la distancia el palo del cartel indicador del cruce. El cartel no estaba, pero estuve segura de que ese era el cruce. No se veía a nadie cuando llegamos.  El colectivero frenó, bajó las ruedas derechas a la banquina y me miró por el  espejo. Mi boleto cubría mi traslado hasta ese punto, y allí me bajaba.
Trató de ser cordial al alcanzarme la valija, pero después de rebuscar en el fondo de la baulera, terminar con la camisa mojada por la transpiración y el pantalón a medio culo la sonrisa se le esfumó y ni me saludó cuando se volvió a subir al micro.
Debía encontrarme en ese punto del camino con el Delegado Municipal de Los Cardales para recorrer los últimos 20 km. (por camino de tierra) hasta el pueblo. Casi sentí abandono mirando al colectivo que trepaba al pavimento y se alejaba humeando negro por el esfuerzo. Me senté en la valija y el silencio repentino me abrumó. Era una situación absolutamente desconocida y el horizonte tan lejano de pastos y árboles me resultaba opresivo. Un aleteo de bolsas de nylon me llegó desde el alambrado y ahuyenté a una pareja de teros que se levantó a los gritos cuando me acerqué a orinar en la base de un poste. Volví a la banquina y me puse a observar los yuyos que asomaban por las rajaduras del pavimento. El cartel que creí robado estaba allí al pie de la estaca, hecho un colador por los balazos de los aprendices de cazadores imperdonables desvergonzados. 
No pasó mucho rato hasta que vi la polvareda a lo lejos, sobre el camino de tierra.
La nube de polvo se acercó despacio hasta que dejó ver, desacelerando al llegar a la ruta, al Citroën color celeste desteñido, de los viejos, de esos con ventanillas que se abren levantando todo el vidrio hacia afuera y arriba, y se cierran golpeando indefectiblemente sobre el codo, y sólo a fuerza de rigor se mantienen levantadas. El auto giró y se acomodó de culata en la lomita de la banquina, dejando las ruedas traseras sobre el asfalto. El motor se apagó en un resuello y trepidó escandalosamente.                                                                                                                                                                             
El hombre se bajó y se quitó la gorra antes de darme la mano y presentarse como:
 Zúñiga, Delegado de Los Cardales.
Era morocho y retaco, de grandes bigotes que le tapaban la mitad de la boca y ojos vivaces.
Funes –le dije, respondiendo a su saludo y tratando de que mi voz transmitiera un aplomo que no sentía.
  Nos acomodamos como pudimos, con la valija en el asiento de atrás, al lado de una bolsa de galleta, un cajón de lechuga y una red con ciruelas oscuras.
Aproveché el viaje y pasé por la quinta de Don Víctor me explicó Zúñiga. –El  baúl está lleno. Suba, suba nomás. 
Me senté con el maletín sobre mis rodillas y lo miré cuando se paró a la par del auto del lado del volante, con la puerta abierta, y contorsionándose y resoplando, le soltó el freno. Aprovechó la bajadita y el empujón al parante para que el vehículo tomara velocidad y se zambulló en el asiento para darle arranque. Entre toses y sacudidas nos pusimos en marcha.
    veces se hace el difícil…
   Sonreía por debajo de los bigotes, supongo que divertido al ver mi cara de desconcierto.
El camino era desparejo, con profundos huellones  marcados en la última lluvia por algún vehículo más grande. El Citroën se acomodó con las ruedas del lado izquierdo en la cresta del huellón. Las derechas quedaban 20 cm. más abajo. Por momentos panzeaba  en la tosca con un ruido y un temblor inquietantes.  Hacía mucho calor, y penábamos a 30 por hora. Abrimos las ventanillas, sólo para que el polvo que nos acompañaba viajara libremente con nosotros. El traqueteo sobre los pozos repercutía en mi asiento y mi cuerpo rebotaba calcando los saltos. El piso del auto, al menos la parte que podía ver a mis pies, tenía amplia comunicación con el exterior, o mejor dicho con el abajo, y me detuve a mirar cómo pasaba la tierra por el agujero que se había adueñado del costado derecho. 
A los gritos, mientras escupía por la ventanilla y sobre sus rodillas las cáscaras de las semillas de girasol que se embocaba hábilmente a pesar de los bigotes, Zúñiga me dijo que el pueblo tenía suerte al haber conseguido un médico para cubrir las vacaciones del otro, que hacía un año solicitaba licencia y que en el último mes se había puesto muy insistente.                                                                                                                                                                      
Me pasó la bolsita con las semillas en cordial convite, y la sostuve en mi mano sin atreverme a probarlas.
¿Cuántos habitantes son?  también gritaba.
Ahora somos 183 justitos, desde que se fueron los Garmendia, que eran 5 contando a la abuela.
La voz de Zúñiga se aflautaba tratando de superar el ruido del motor y del bamboleo de las chapas.
Y ambulancia? –pregunté, y le devolví la bolsita de semillas.
–Cuando precisamos, Don Álvaro pone su camioneta, que tiene doble tracción y siempre sale, aunque llueva.
Yo pasaba del desconsuelo a la curiosidad, y luego volvía. No podía decidir si aceptar abiertamente mi estupidez o sentirme paladín de la solidaridad.
Casi a las 12 llegamos al pueblo que sin ninguna referencia geográfica especial, parecía caprichosamente suspendido en el paisaje llano, amontonado alrededor del Club y de la Estación de Servicio, y un poco más allá la Escuela y la Cooperativa. Mediodía de fuego en Los Cardales.
Zúñiga decidió pasar por la cantina del Club para bajar los comestibles del baúl, la galleta y la jaula con la lechuga antes de llevarme a la casa destinada a vivienda y consultorio. El auto paró con un estertor en medio del polvo, al lado de una moto que se recostaba en la pared. Un perro amarillo y áspero dormitaba junto a la entrada y nuestra llegada mereció que apenas entreabriera un ojo. En una maniobra sorprendentemente hábil, como repetida mil veces, Zúñiga estacionó de culata con las ruedas traseras sobre los durmientes semienterrados que hacían las veces de cordón en las veredas, restos de las vías abandonadas que una vez habían marcado el progreso del pueblo, y que claramente justificaban su existencia.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra del interior, me acerqué al mostrador y me fue presentado Garrido, encargado de la cantina y dueño de la moto de afuera. Lo miré tratando de aislar su rostro del espejo de atrás que ocupaba casi toda la pared y que estaba decorado con fotos de concursos de pesca, torneos de bochas y jineteadas. En el rincón al lado del televisor encontré la sonrisa ladeada de Gardel en una foto percudida y de bordes oscurecidos, pero todavía reconocible por sus dientes resplandecientes. A su  lado, una vieja lámina de Alpargatas con un dibujo de Molina Campos.
En el centro del mostrador estaba el teléfono, al alcance de todos. Tuve un presentimiento.
Es el único en el pueblo?
Ahá … –contestó Zúñiga, inescrutable.
Desde el extremo más alejado de la barra, acomodado entre una pila de platos y las bandejas, un gato barcino me miraba con los ojos finitos mientras se limpiaba los bigotes. Al lado de él un pedazo de queso cáscara colorada transpiraba bajo la campana de plástico que alguna vez había sido transparente, junto a un cenicero triangular con la publicidad de Cinzano. La última tecnología llegada al pueblo hacía que las moscas se achicharraran con un chasquido en una especie de parrilla incandescente dispuesta sobre el mostrador, colgando de la cabreada.
Por lo menos allí adentro estaba más fresco, quizá por el piso de cemento alisado, y una vez aplacada la polvareda levantada por el Citroën al llegar, apenas si unas motitas flotaban en el aire espejándose en el rayo de sol que entraba por la banderola.
–Tómese algo… invitó Garrido a modo de bienvenida señalando las latas de Quilmes y botellas de Fanta y Coca exhibidas en la heladera requintada contra la pared cerca de la puerta.
Tomé una cerveza. Estaba tibia, pero me pareció deliciosa.
–Menos mal que llegaron –el tono del cantinero era cauteloso– porque el viejo Julio…
Dejó la frase inconclusa e hizo con la cabeza un gesto de resignación.
Primero vamos a ir hasta la casa –lo atajó Zúñiga– total lo del viejo Julio no tiene apuro…
Subimos otra vez al Citroën que se deslizó del durmiente y arrancó carraspeando y tomando aire con desesperación. 
Doblamos a la derecha en la esquina e hicimos una cuadra y media. Cincuenta metros más adelante comenzaba el campo, después de un álamo con unos banderines rojos en las ramas más bajas. Un cardo ruso cruzó rodando empujado por una brisa repentina. Más allá, sólo el horizonte…
Zúñiga bajó la valija del auto y abrió la puerta de la casa, que estaba sin llave. ¿Podía asombrarme? Dos ventanas a la calle, puerta blanca, revoque a la vista…
Entramos a una salita que recorrí con mirada cautelosa. Cinco sillas de asientos esterillados y mucho uso se recostaban contra las paredes enfrentadas, y en la pared de atrás se abría la puerta de lo que se podía ver era el consultorio: un escritorio metálico, dos sillas, una camilla y una vitrina vieja con algunas cajas y tambores de acero inoxidable. Todo, hasta las paredes desnudas, estaba escrupulosamente limpio, y sobre el escritorio había quedado un recetario con el membrete del Hospital que yo tanto conocía.
Por la derecha podía pasarse a la cocina y desde allí al dormitorio y al baño.
¿Dónde vivía el otro médico? 
Aquí mismo –contestó Zúñiga, y no le vi intenciones de ampliar la respuesta. Me siguió, esforzándose con la valija.
Las puertas del ropero totalmente vacío estaban abiertas. Una percha se balanceaba como con desgano. Un vidrio rajado de la ventana acentuaba en mí la extraña sensación de algo definitivo… Por la ranura entraba la brisa caliente y la cortina se mecía perezosamente…   
Ese se lo vamos a cambiar –dijo el Delegado al advertir que yo miraba la ventana–. Ya lo pedimos a la Municipalidad. A lo mejor llega la semana que viene…
Mi cautela inicial se transformaba en aprensión.
Dejando la valija arriba de la cama mi improvisado cicerone me llevó otra vez a la cocina, donde en una repisa se alineaban tres o cuatro platos de distintos colores, unas tazas y vasos. Sobre la mesada un anafe de dos hornallas se conectaba a una garrafa cascoteada debajo del mármol, al lado de un Sol de Noche.
Allí descubrí la silla que completaba la media docena con las de la salita.
Aquí es para desayunar solamente. Las comidas son en la cantina, a la 1 y a las 9, porque corriente hay hasta las 12 de la noche, no más. Y se vuelve a prender a las 7.
El Delegado parecía algo incómodo al comprobar la austeridad del mobiliario y la total ausencia de objetos personales del habitante anterior.
         La que limpia acá es Griselda. Al otro médico también le limpiaba ella.
    Los hombros me pesaban cada vez más. Tenía calor. Y tenía hambre. Miré mi reloj y Zúñiga se apresuró a decirme, en su particular manera de considerar el tiempo:
Sí, ya son casi la 1.
Salimos para el Club. Quise ir caminando. No soportaba más toses del Citroën ni las maniobras de Zúñiga para ponerlo en marcha.
Al llegar a la esquina encontré la Estación de Servicio: dos surtidores y un despachito con un aburrido muchacho de mameluco azul. Entré al kiosco de al lado y el de mameluco azul se apresuró a pasar atrás del mostrador para atenderme. Compré un atado de Jockey (hacía más de diez años que había dejado de fumar) y aguanté la mirada interrogante sin dar explicaciones, con el convencimiento de que a esa altura ya no eran necesarias. Zúñiga me seguía despacito en el Citroën, como haciéndome guardia. Llegamos juntos a la cantina, y me dijo al entrar:
Después de comer vamos a tener que ir hasta lo del viejo Julio, por más que no tenga apuro…
Empezaba a desconfiar de la falta de apuro del viejo Julio.
Ya había tres o cuatro parroquianos que seguro eran camioneros o viajantes que saludaron con una inclinación de cabeza y un murmullo inentendible mascullado por detrás de los dientes desde una boca llena de albóndiga con puré. Nos concentramos en la comida y al terminar observé a Zúñiga mientras se limpiaba prolijamente los bigotes. Igual que el gato…Nuestras miradas se cruzaron: él receloso, yo tratando de aparentar calma.
Le esquivé al queso y dulce, y salimos por fin hacia la casa del viejo Julio. Conocería al que parecía ser un personaje importante.
Trepados al Citroën recorrimos unos 2 km. hasta la entrada de una chacra. La familia esperaba en la tranquera. Bajamos y caminamos todos juntos hasta la casa, a unos 20 metros, rodeados de varios perros toreadores. Lo supe al llegar nomás a la puerta. El viejo Julio, al que le calculé unos 90 años, ya estaba muerto, bastante tieso todavía a pesar del calor, así que declaré oficialmente, después de un concienzudo examen sólo destinado a demostrar a los parientes que me evaluaban mirándome de lejos  que había cosas que yo tomaba con seriedad y respeto, que Don Julio había fallecido a media mañana. Ellos ya lo sabían, ya habían llorado y ya se habían consolado. Y en la costumbre de delegar en otros ciertas tareas, miré a Zúñiga preguntando el siguiente paso.
Me dijo bajito, señalando a la familia con el mentón:
Ellos se encargan.
Su voz se oía fatigada. Yo miré al viejo Julio. Mi primer paciente en el pueblo y ni siquiera le había cerrado los ojos.
A la tardecita refrescó un poco y esa hora de la melancolía me encontró con todo mi cansancio en la cocina de la casa, mirando hacia el campo extendido hasta el infinito. Los bichos revoloteaban en la luz del farol de la esquina anunciando la proximidad de la lluvia.
Un rato antes había conocido a Griselda. Su embarazo era inocultable, y reafirmó mis sospechas: mi colega no se había ido de vacaciones. Y no pensaba volver.
Y me quedé.
     Nadie en su sano juicio lo hubiera hecho. Yo me quedé.
     Y me sigo quedando. Han pasado cuatro años desde mi llegada. El hijo de Griselda ya sabe saludar a todos cuando entra a la cantina buscándome, y el frío del último invierno le enseñó a limpiarse los mocos con la manga del pulóver.
A mí, este pueblo me ha transmitido la infinita paciencia del hombre de campo, su tolerancia ante los contratiempos, su dignidad callada, sus estrellas tan cercanas; a andar sin guardapolvo, a consolar a veces sólo con una mirada (que bien puede dar consuelo una mirada), a cobrar en pollos o en huevos, según sea la consulta en domicilio, en el consultorio o “a la pasada” en la cantina; a respetar los banderines rojos atados a las ramas bajas del último árbol de mi cuadra; a mordisquear de canto las semillas de girasol para despojarlas  de su cáscara y en un solo movimiento escupirla lo más lejos posible de los zapatos, los míos y los ajenos, para engullir después el fruto seco y desabrido, costumbre socialmente aceptable practicada en comunidad para aliviar los ratos vacíos y silenciosos del  pueblo. 
Aprendí a decir “mmm provech” entre dientes, repitiendo el murmullo que fue inentendible para mí al escucharlo por primera vez, y que seguramente es misterio para cualquier forastero citadino si lo oye por primera vez, sin poder decidir si el que murmura está disfrutando del choclo del puchero o defendiendo un bocado, como el picho amarillo y áspero que sigue habitando la vereda…; a que me pregunten “¿cómo ha amanecido?” y a preguntarlo, y a escuchar la respuesta; a descubrirme en una carcajada disfrutando de los versos y los dichos inventados por los inveterados  jugadores de truco de los torneos de los martes, encarnizados y efímeros rivales… A veces participo jugando en pareja con el vasco Vidaurreta, el encargado de la Usina. Transformados en el dúo “Luz y Jeringa”, terminamos esas partidas alumbrados a farol…
En este tiempo he sido, además, lector y escriba de cartas, confesor de lo que no puede contarse al cura, he enderezado más de un entuerto amenazante, y he actuado de consultor y consejero en trámites y notificaciones y árbitro de muchos dimes y diretes tan ingenuos como pasajeros. Hasta he aceptado el impensado padrinazgo del menor de los Miranda, yo, que he estado ayuno de altares durante tantos años, sólo porque ese día en que decidió nacer el niño, estaba todo tan llovido que ni la camioneta de Don Álvaro pudo sacar a Estercita del pueblo para llevarla a parir al Hospital… 
Pude haberme ido mil veces, pero me he quedado.
He tenido pequeños logros y satisfacciones cuidando la salud de la gente del pueblo… y a Griselda, aquerenciada definitivamente desde hace dos años en la que ya es nuestra casa, y superando los primeros meses de náuseas matutinas…Voy a tener que volver a visitar los altares…
He tratado de compartir algunas medidas esenciales que siempre consideré excluyentes con la sabiduría ancestral que todavía se respira en algunos pueblos del interior. Registro algunos éxitos parciales, y en ocasiones compito aún con las hojitas de palán palán, el té de barba de choclo y los indiscutibles beneficios del jabón sin pecar, y de cómo protegerse del mal de ojo…
Quizá esta sea la última estación de mi vida, quizá esta sea mi paz, quizá mis cartas hasta aquí nomás me trajeron y aquí me dejaron para poder gritar mi falta envido cerca del  horizonte que sin embargo sigue tan lejano.
Quizá no tenga 33, pero soy mano, qué carajo.




(*) Escritora nacida en Neuquén y actualmente radicada en Claromecó, provincia de Buenos Aires. Este cuento obtuvo el segundo Premio en el Certamen "Alejandro Vignatti" en San Andrés de Giles.

sábado, 4 de abril de 2020

EL CUENTO DE HOY




CRIMEN IMPUNE

Por Martha Perotto (*)




A principios del siglo pasado un hecho marcó al pueblo: una muerte violenta se había producido y las circunstancias llevaron a pensar que el asesino pertenecía a la pequeña comunidad.
“Alguno de los nuestros es un asesino”.
Después hubo un momento de terror y también de distensión cuando se comenzó a hablar de un espectro. La primera vez, la fantasmal aparición había asustado a las viejas que iban a vender sus productos al mercado; luego se supo que había subido a la torre de la iglesia haciendo sonar las campanas a todo vuelo a las tres de la mañana. Los vecinos habían corrido hacia el templo con velas en la mano, todavía en camisón, Cuando llegaron, el espectro había desaparecido. 
Todos murmuraban que si el fantasma existía, era probable que él hubiera cometido el asesinato.
Después… después el tiempo pasó; el muerto fue olvidado, pero el espectro jamás.
Sin embargo, alguien sonreía a escondidas cuando escuchaba la historia y se felicitaba por haber sido tan ingenioso. “Tienen razón, el fantasma y el asesino somos la misma persona”.





(*) Escritora de El Bolsón. Este cuento fue tomado de su libro “En la variedad está el cuento” (Imprenta “La Loma”, El Bolsón, 2011).

sábado, 18 de enero de 2020

EL CUENTO DE HOY




LA LAGUNA “EL PARAGUAY”

Por Oscar Ferro (*)



Desde el anochecer del día anterior la lluvia caía como a baldes sobre el Somuncurá.
Las negras piedras de basalto rebasaban sus poros de agua y otras, más rojizas, parecían fogonazos milagreros.
Huechupán y su familia, la esposa y dos hijos, observaban la extensión desde el hueco que hacía de puerta de sus dos habitaciones de piedra, tan bajitas que se inclinaban para mirar. El techo de cuero de potro y guanaco no era la primera vez que soportaba semejante tormenta.
Los añares lo curtieron para siempre.
Ya casi volvía a anochecer y el temporal se quedó quieto mirando desde el Cerro Corona Grande por el ojo del sol moribundo. ¡Cuánta agua corría por los zanjones y hondonadas…!
El hijo del buen Huechupán salió del ranchito y merodeó los alrededores.
-¡Papá! ¡El nochero rompió la manea y no se lo ve por ái! ¡La ha roto nomás; siguro que se jué pa la tropilla! –gritó Calfí.
-Pal Corona se ái de ir nomás –respondió con pena el padre.
La esposa, Cirila, soplaba la leña de piedra pata avivar las brasas.
En la parrilla de alambre quería ya chirriar una picana de avestruz gordo.
-Mañana de temprano vas a salir a campiar, Calfí –dijo el paisano con la vieja resignación anidada en las arrugas de su cara de piel tostada por el viento, sol y años.
-Siguro que el nochero se jué con la tropilla –gruñó doña Cirila, y acotó: No habrá ido el tontu este joriyando la laguna el Paraguay, a ver si se desbarranca el tontu…
El caballo nochero era un pingo alazán fuego y crespo. Las cerdas de su crin y cola parecían bucles y sus ojos grandes, azulosos.
Cenaron casi con la luz apagada de un cielo sin nubes y al terminar, el rito de siempre: salieron del rancho primero la madre, petiza y morruda, y la hija Sofía detrás que andaba ya por los doce años. Cuando regresaron salieron el viejo y el hijo.
Se echó agua en las brasas “pa ahorrar leña”, y cada uno se tendió sobre un cuero lanudo de capón y tiraron de la manta hasta que les llegó hasta las orejas.
Después todo fue silencio. Ese silencio del Somuncurá adentro que suena en los oídos con el zuuuum largo de un mosquito, porque allí el silencio tiene ruido.
Calfí apuró el último sorbo de un amargo para colgar de sus hombros el bozal, cabestro y rienda; sobre el brazo la bajera, en la mano la guacha y enderezó su tranco de piernas combadas hacia el Corona Grande.
-¡La pucha que yovió mucho; se habrá yenao La Paraguay, eso siguro! –murmuraba en la soledad de su mente mimetizada con la de la meseta.
Caminó desde la salida del sol hasta que éste caía a plomo sobre el endeble sombrero que se apoyaba en sus orejas. Cuando se agachó para sacarse una espina de tuna, vio los rastros de la tropilla en la tierra-barro que se hizo entre los huecos de las piedras. El coirón estaba pisado y mordisqueado.
-Cerca han de estar… - pensó, y se puso a otear la meseta y el faldeo imponente del Corona Grande -¡Ajá! ¡Ayá están! Y les chifló a los caballos con la alegría de quien llama a un amigo. Puso el cabestro al cuello de la yegua madrina para que la caballada no se dispersara y poder colocar el bocado al nochero.
Pero el nochero, el alazán crespo de ojos azulosos no estaba, no lo veía… Tembló Calfí y no supo por qué. Agarró otro caballo, echó la bajera sobre su lomo y montó de un salto revoleando la guacha, orientando a la yegua madrina rumbo al rancho: la tropilla comenzó a galopar tras ella.
El nochero no estaba.
Encerró en el corral de piedras. Huechupán estaba en la puerta del rancho y su mediana estatura sobrepasaba el techo. Salió doña Cirila también y detrás su hija Sofía.
Gritó Calfí: -¡El nochero no está, no lo vide en ningún lao! 
-¡Hum…! – murmuró Cirila –el tontu se ha ido pal lao del Paraguay, el chubasco lo ha desorientau. -increpó Huechupán.
-¡Cáyese! – increpó Huechupán -El nochero es de Sofía.
La tarde reclinaba su cabeza hacia la laguna blanca.
-Deje nomás encerrao, m´hijo. Coma algo y salimos pal Paraguay. Quién no le dice que esté pal lao de la Peluda o la Raimundo. 
Salieron en pelo no más, total iban a hacer dos leguas de campeada.
Unos galopes antes de llegar a El Paraguay sintieron unos chasquidos de agua al golpear contra las rocas
El sol ya había apoyado su cabeza en la línea del horizonte y bostezaba su cansancio nochero.
Calfí miraba las aguas de la laguna que se volcaban de un lado para otro como si inclinaran violentamente la olla de piedra. Más atrás el viejo Huechupán, no sólo retrocedía los años de su vida, sino también la de su padre quién murió mateando cuando tenía la friolera de ciento siete años, y él nunca le contó que el agua de la laguna llegara al borde y se batiera tan bravamente cuando ni el aires se movía así mismo en ese anochecer.
-¡Ayá está, casi en el medio! –gritó Calfí.
-¿Quién, m´hijo?
-¡El nochero…! –Y un relincho largo les hirió los oídos.
Lo vieron nadar, hundirse, saltar sobre las aguas como si de la laguna surgiera una llamarada.
-¡Nocheeerooo!
Entre la luz difusa lo vieron emerger con dos cabezas y dos relinchos largos como trompetas de anuncio, dirigidas al sur oeste.
Dos lágrimas grandes mojaron la cara del viejo paisano Y Calfí gritó:
-¡Sofía quiere que vuelvas, venite pa casa, nochero!
El caballo, rompiendo sus vasos contra el basalto del borde de la laguna, miró a los dos con sus grandes ojos azulosos y su crines se hicieron una agonía de bucles rubios. Muy despacio se hundió y las aguas quedaron serenas.
Un ratito después las estrellas peinaban sus flecos de luces mirándose en el espejo redondo de la laguna. Huechupán y su hijo Calfí volvieron al rancho de piedra y techo de cueros.
A la luz de las brasas de la leña de piedra, Cirila mascullaba entre dormiteos. Sofía estaba quieta mezclando el color de su piel con el de las piedras negras
Entraron el viejo y el hijo. Huechupán dijo:
-El nochero… -y no habló más. Sofía tenía los ojos color azul y el cabello rubio y crespo… En su rostro se acariciaba la precoz tristeza de un Nochero amanecido.
Dicen que cuando parece el Nochero braceando en las aguas de la laguna y mira hacia el noreste el verano será bueno y con mucho coirón blando para la veraneada. Si mira y relincha hacia el sur oeste, en el invierno nevará mucho. Si asoma con dos cabezas habrá desastre de clima y muerte de gente y ganado. Dicen que cuando el agua bate contra las piedras y no hay viento, es porque Nochero retoza con largas carreras por el fondo de la laguna El Paraguay…



(*) Escritor rionegrino, ya fallecido. Fue docente. Integró el Centro de Escritores Patagónico, creado en 1983. Este cuento, basado en una leyenda de la Meseta del Somuncurá, se tomó del libro “Brisas del Sur” (Edición de los autores, Bahía Blanca, 1986); que escribió en coautoría con Lily de Paterson y Mónica Morris.



viernes, 15 de noviembre de 2019

EL CUENTO DE HOY





EL CUADRO DEL BOLICHE

Por Sergio Pelliza (*)






Hay un aspecto de la vida de los pobladores de los puestos o boliches patagónicos, tan aislados, cuando no perdidos, difícil de comprender para quien esté habituado a la facilidad de comunicación disponible en las ciudades. Hasta los años '20, para comunicarse de una estancia a otra había que trasladarse personalmente a pie o muchas veces, dadas las distancias, a caballo. A lo largo de las escasas carreteras, que en realidad eran sendas de ripio, surgieron aquí y allá, paraderos y boliches, a menudo con un negocio al lado, que se transformaron en puntos de referencia ya sea para la gente de las estancias como para los viajeros. A lo largo de la ruta Nº 40, de la cual se ramifica también la senda hacia el Valle del Río Belgrano y que en la Patagonia Austral une las localidades precordilleranas de Perito Moreno y Calafate para dirigirse luego a Río Gallegos, había un par de estos bolichitos. Que parecieron florecer imprevistamente en lugares aparentemente desérticos, cerca de una bifurcación o de un cruce. Por ejemplo Las Horquetas o Bajo Caracoles. 
Es en este boliche donde ocurrieron estos hechos en aquellos tiempos. Atendido desde casi siempre por “El Español”. En una hermosa noche estrellada y de mucho frío. Golpea la puerta del boliche ya cerrado, un hombre totalmente común, sin ningún rasgo o señas particulares que lo hicieran diferente. Le pide al dueño alojamiento por una noche, dijo, se iría temprano, también le dice que no tenía dinero para pagarle y que solo podía ofrecerle algo de sus pertenencias como pago. El español, criollo de ley le dijo, jamás se deja a nadie afuera. Pase paisano y acomódese donde pueda si se va antes de que yo me levante, de lo que hay tome lo que le haga falta y la próxima vez que pase por aquí me paga. 
Al levantarse el dueño del boliche, encuentra sobre el mostrador un cuadro ovalado enmarcado en metal y un papel donde lee… Estimado Don Español, valoro su desinteresada hospitalidad de alojarme. Solo le tomé de la bolsa un poco de harina y del cajón, un atado de yerba. Lo único que puedo dejarle es mi posesión más valiosa este cuadro. Es un retrato mío de hace mucho tiempo. El único valor es el marco de plata. 
Deshágase de la pintura y espero compense el marco en algo, su impagable generosidad. 
Otro loco lindo pensó sin más; colgó el cuadro sobre la pared detrás del mostrador. Allí notó en lo vivo que estaban los ojos del retrato parecían mirarlo con intensidad, parecían estar vivos. La misma sensación tuvieron casi todos los paisanos que fueron pasando por el boliche. 
En un largo crepúsculo patagónico donde el resplandor rojo teñía la mitad del firmamento, y las lejanas lomadas orientadas hacia el oriente refulgían aun levemente bajo su caricia. La luna ya presente potenciaba su fulgor azulado entrando sigilosamente por la ventana, iluminó en esa semi oscuridad al retrato. A los dos paisanos que estaban de frente al mostrador junto al grupo de cuatro jugando un truco se les cayó el vaso de la mano. 
–Miren el retrato está moviendo los ojos. – “Tan” locos ustedes, dijo el ovejero Cirilo dándose vuelta y mirando el retrato. Debe ser la luz de la luna o la ginebra que tomaron demás. Llegó “El Español” con el farol sol de noche encendido y le contaron. Lo acercó al retrato y seguía allí la mirada intensa pero inmóvil. Váyanse ya, que el patrón me encargó que los despidiera temprano, mañana tiene que ir a buscar un piño (conjunto de ovejas que suele trasladarse de un lugar a otro) para esquilar muy temprano. La comparsa de esquila llega el miércoles y deben estar todos los animales dispuestos. 
El martes llegaron varios de a caballo. -Mala traza tienen éstos, se dijo “El Español” y por las dudas, puso su wínchester bajo el mostrador. Eran cuatro, pidieron ginebra y algo de comer. Les dio capón frío con pan casero vino y queso, ginebra me queda media botella nomás hasta que venga el turco, alcanzará para una vuelta. 
-Que no tenis más ginebra, gringo maldito.- Vamos pal depósito, le dijo el que parecía ser el jefe con la mano en la empuñadura de su facón. Obedeció tranquilo “El Español”. Ya había pasado antes y sabía que después de mamarse y alguno que otro daño menor se irían sin pagar borrachos, ni siquiera los denunciaría en el puesto policial. 
En el depósito encontraron varias botellas de ginebra las tomaron y le dijeron ahora queremos plata. Toda la que tengas, si no tus tripas quedan desparramadas en el suelo. 
Al gringo le hervía la sangre… pudo más su sentido común y les entregó la caja de lata donde guardaba la recaudación para las compras del miércoles que venía la comparsa de esquila. Era bastante… 
-¿No tenés más? El español miró de reojo bajo el mostrador el wínchester estaba allí casi al alcance de su mano. No fue suficientemente rápido el jefe adivinó el movimiento y le clavó el chuchillo en el brazo, la hoja lo traspasó y quedó clavada en la madera. Otro lo sujetó del brazo que no estaba herido y un tercero comenzó a golpearlo con el talero del rebenque en la cara. –Dios perdona mis pecados, este es el fin. 
De pronto, ya al borde de la inconsciencia, vio que el retrato se estaba moviendo, apoyó de pronto las manos en el marco se izó a pulso y abandonó el cuadro. Con la boca desencajada y la respiración en suspenso contempló al hombre del cuadro tomar el winchester por el caño y comenzar a darles culatazos a los bandidos hasta dejarlos tendidos en el suelo. 
A la mañana la comparsa de esquila encontró al “Español” acostado sobre el mostrador totalmente dormido con una profunda herida en el brazo izquierdo que ya no sangraba y en la mano derecha el wínchester tomado por el caño y a cuatro bandidos desmayados y con las marcas de los culatazos que habían recibido. 
Esta vez vino la policía, se llevaron a los maleantes que tenían frondoso prontuario, incluso un par de asesinatos. Pasarían muchos años en la cárcel, posiblemente la de Ushuaia. Es imperdonable no respetar la generosa hospitalidad patagónica, serían castigados con el máximo rigor. 
Cuando el español se repuso debió prestar declaración… a la quinta vez de repetir la misma historia del hombre que había bajado del cuadro. No hubo declaración alguna. Solo se convirtió en un misterio más de los muchos que alberga la Patagonia. A partir de allí solo el gringo sabía que a veces el hombre del cuadro movía los ojos y había entre ellos hasta un guiño de simpática complicidad.





(*) Escritor santacruceño. Cuento tomado de su libro “Destellos Patagónicos” (Editorial Dunken, Buenos Aires, 2017)

viernes, 4 de octubre de 2019

EL CUENTO DE HOY





A Cristina

IN LOVING MEMORY

Por Fernando Nelson (*)



–Debes ser paciente –dijo Mary Ann–. Figúrate nuestro amor como un fruto que debe cumplir las etapas de su maduración. El desborde de pasión que te impulsa también a mí me llega, pues soy mujer, pero debemos esperar la hora del fruto maduro, la inexorable llegada del tiempo que será nuestro.

–“Inexorable”–pensé– y mi espíritu se sacudió al repetir aquella palabra. Los nubarrones grises de mis presagios no eran sino el reflejo de ese cielo de invierno.

–Sé lo que piensas –dijo ella, tomándome la mano. Esforzó una sonrisa mientras hablábamos quietos, sentados en la arena de la costa, con los pies húmedos por la cercanía del mar-. Sé lo que piensas. Temes perderme sin haber conocido todo mi ser, pero… ¿no te basta saberme tuya aún no poseyéndome, o aceptar la realidad de este amor? Yo, en cambio, hallo la paz a tu lado en este sitio, donde cada tarde vemos morir, una a una, las olas que chocan contra el viejo espolón. ¿Es necesario, acaso, un juramento, una señal, una prenda, para convencerte de mis sentimientos?

La miré sin responder. La vi buscar algo en su ropa, y terminó tocando su cinta de terciopelo negro, que en delicado moño cerraba el cuello de su blusa. Clavó sus ojos oscuros en los míos y dijo:

–Esta cinta será nuestra señal. Nos veremos cada tarde, pero sólo cuando te entregue esta cinta, sólo entonces mi amor será total y eternamente tuyo. 

–Así será –musité, y cerrando los ojos, calmé con sus besos la ansiedad de mi boca.

Pero tristes eran los planes que el destino había guardado para nuestras vidas. Una tarde Mary Ann confesó haber tenido una persistente dolencia. Al otro día faltó a nuestra cita, y ese día la playa de las grandes rompientes, como nunca, fue gris, fue solitaria, y fue húmeda.

Mary Ann murió en octubre. Su vida se fue extinguiendo sin que nadie descubriera la naturaleza de su extraño mal. Yo estuve a su lado en el instante póstumo; yo sentí la última sacudida de su mano entre las mías; yo permanecí a su lado las interminables horas hasta que alguien me tomó de los hombros, alejándome de la adorada muerta.

Desde entonces no hubo amanecer ni crepúsculo. Mi cuarto era el único lugar soportable. No hacía allí otra cosa que recordar cada minuto, cada instante compartido junto a ella. Recordé los juegos telepáticos de esta mujer, que me enviaba mensajes cada noche y que yo recibía apenas quedaba a oscuras. Pero tales recuerdos, y otros que sobrecogían mi espíritu, terminaron atormentándome a tal punto, que fui convencido de la necesidad de un largo viaje para reponer mi salud.

Accedí sin entusiasmo, y antes de la partida hice un ramillete de flores que le dejaría esa tarde. Antes de que anocheciera me dirigí a su morada. Al llegar, al recorrer con mis ojos las letras de su lápida, me esforcé para recordarla como cada tarde la viera junto al mar. Cerré los ojos y procuré imaginar la amorosa voz de aquella a quien ya no tenía, y no sólo me parecía escucharla; hubiera jurado que su perfume inundaba mis sentidos. Resté importancia a la enfermiza obsesión por tenerla, por acariciar su piel, y me dejé sumergir en el más profundo éxtasis de su adorado recuerdo. Apreté más los párpados, y en movimiento frenético arrojé las flores sobre la tumba, y grité con desesperación el nombre de mi amada, y antes de que el eco se perdiera en el aire, algo cayó a mis pies y descubrí, al mirar, la cinta de terciopelo negro.





(*) Escritor chubutense, radicado actualmente en Puán. Cuento tomado de su libro “El Retorno” (2da edición).