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martes, 29 de mayo de 2018

EL RELATO DE HOY




HABLANDO DE COSAS QUE VUELAN


Por Paulo Neo (*)



“Y sentía, que de algún modo, estaba trazando en el cielo un dibujo coherente y estético.” Mario Levrero




Lo bueno de una cabaña en medio del bosque es justamente eso: la desconexión total. No hay señal telefónica y nadie llamará intentando vender un plan nuevo o un seguro extra. No hay televisión y uno se ahorra eternas horas de zapping para encontrar alguna película decente o algún documental interesante. No hay internet, con lo cual uno no pierde tiempo revisando mails de empresas que ofrecen viajes imposibles o editoriales que recomiendan los libros del verano, ni nada de eso. Los grupos de wathsapp están verdaderamente silenciados y nadie más puede importunar con esas cadenas de mensajes cursis, ni ese tipo de cosas odiosas e inevitables. A quien diga que puede ser un poco aburrido le doy la razón, pero solo a medias: con algunos libros, café y alguna bebida espirituosa puedo asegurarles que el tiempo vuela. Sobre todo si uno tiene la manía de intentar escribir algún texto decoroso de vez en vez.

Hablando de cosas que vuelan, ¿han notado la cantidad de películas de terror o suspenso que suceden en un bosque? Mientras más profundo, cerrado y tenebroso, mucho mejor: el efecto se acentúa. Las escenas resultan más escabrosas y los desenlaces más trágicos, más espeluznantes. Pues bien, la cosa es que me desperté anoche a eso de las cuatro de la mañana y ya no pude dormir. No tuve mejor idea, para no despertar a mis hijos que dormían a pierna suelta, que llevarme una vela encendida y ponerme a leer en un claro del inmenso bosque que nos rodea. Apenas me alejé unos cincuenta metros de la cabaña, pero a excepción de mi pequeña candelilla, la oscuridad era absoluta. Con decir que apenas se distinguía la forma de los árboles a dos palmos de distancia. Me traía entre manos un ejemplar de “A paso de cangrejo” de Umberto Eco que había empezado en el colectivo de camino hacia acá. Al principio no hubo ningún problema, para que les miento. Me sentía a gusto y disfrutaba bastante la situación anómala pero licenciosa. Mientras se sucedían las páginas y me imbuía en los textos del gran catedrático y pensador italiano, fui percibiendo de a poco, que no estaba tan solo como creía. Desde la copa de los árboles, percibí el aleteo de aquello que intuí bestias de la noche. Movimientos más bien pesados, como de búhos o animales brincando de rama en rama. Atrás y a los lados se sucedían roces, pisadas, resquebrajar de varillas. Al sonido poco estridente de bandadas de pájaros se le sumó otra que nunca antes había escuchado: una voz extraña, creciente y palpitante como una gárgola emergiendo de una caverna. 

Tenía miedo, es verdad. Pero me resistía a dar por terminada la lectura y volver a la cabaña. En eso me encontraba, debatiendo conmigo mismo si continuar con aquella absurda resistencia o retornar a la cama a ver si el sueño llegaba, cuando una ligera brisa me sacudió. Nada violenta, de hecho, apenas perceptible. Pero suficiente para apagar la vela y lograr que mi corazón sufriera una parálisis. Y justo en ese preciso momento, lo sentí. Alguien, o más bien algo, como saberlo, me tocó la cara. Un leve rasguño, una simple rozadura en la oscuridad que minó todas mis defensas y me llevó al colapso, al ataque histérico y la corrida desesperada.

 Ya en la cabaña, prendí todas las luces, desperté a los niños con gritos angustiosos y cachetadas en las mejillas y encendí la vieja radio a pilas. Tapié como pude puertas y ventanas, y elevamos rezos, a voz en cuello, a todas las deidades que pudimos recordar. Cabe aclarar que nunca he sido muy creyente, pero como entenderán, toda ayuda posible era más que bienvenida. Cantamos canciones dedicadas a la Virgen de Guadalupe, oramos al gran Buda y recitamos algunos versos del Corán que recordaba de algún libro leído hace tiempo.

Por suerte, pronto amaneció y con la luz del sol lentamente se disiparon los temores. El corazón volvió a su ritmo normal y los niños incluso se reían un poco de la situación. En ese momento, recordé el libro de Eco tirado en el bosque. Se lo comenté a los niños y fuimos por él. Lo divisamos desde lejos ya que la tapa dura es casi verde y las letras blancas sobre una ilustración rojiza. Cerca de él, uno de esos frutos que se conocen como piñas. En fin, ¿acaso han notado la cantidad de películas de terror o suspenso que suceden en un bosque? 




(*) Escritor de Río Gallegos. Relato tomado de su página web.




miércoles, 9 de mayo de 2018

EL RELATO DE HOY




LA QUIMERA DEL ORO EN CABO VÍRGENES


Por Sergio Pellizza (*)




Las altas presiones reinantes en los cuatro horizontes habían inmovilizado el viento convirtiéndolo solo en una masa de aire quieta. Sobre el Chaltén lo que había quedado de un viento del oeste charlaba intrascendencias como siempre lo hacía con el monte sagrado. Este aire decía: -Sé que es aburrido Chaltén, pero al no poder moverme no tengo novedades para contarte. 

-No durará mucho-, contestó el monte. Mientras esperamos a que te muevas… -¿Te acuerdas del naufragio del vapor francés Artique? En 1884, tiempos humanos.  No embocó la entrada del Estrecho de Magallanes y quedo varado en un banco frente a Cabo Vírgenes por la niebla?...

-Sí que me acuerdo -dijo el aire quieto-. Interesante historia para recordar y pasar el tiempo esperando que la bendita temperatura haga lo suyo y me permita moverme, dando espacio a la entrada de bajas presiones que me permitan moverme. 

-Según recuerdo -dijo el monte-, el vapor encallado Artique después de ver que no podía ser rescatado, tomaron la mercadería que aun podía servir y lo abandonaron. El buque terminó siendo saqueado de todo lo que podía ser útil. Uno de los últimos en llegar fue el cazador tehuelche Lukache, hijo del cacique Foyel y una cautiva cristiana. 

Así fue -dijo el aire quieto-, menuda desilusión de Lukache, al ver que las cosas que pudo juntar excavando en la arena, carecían de valor alguno para vender; Cuando de pronto vio brillar algo entre el  pedregullo, multitud de arenillas doradas.

“¿Será oro?”, pensó enseguida el indígena. “No, ¡de dónde oro en esto páramos!” Pero juntó un puñado de arena en la palma de la mano y comenzó a examinarlo. Aquello era oro… Lo mostró después a otros: efectivamente era oro de ley. El codiciado metal llenó en un periquete la fantasía de cuanto aventurero andaba en cien leguas a la redonda. La noticia voló. Enseguida se supo en Punta Arenas. Luego en Santiago y Buenos Aires. ¡Oro en Cabo Vírgenes!… Los cables vibraron con la noticia electrizante. Se formaron compañías para la explotación del codiciado mineral. Por varios años los diarios mantuvieron encendida la llama de la esperanza. Pero las empresas auríferas tuvieron éxito al comienzo y luego fue menguando la cantidad de oro extraído. Varias fracasaron en el intento no obteniendo ningún resultado económicamente aprovechable y se fundieron. De cualquier manera la fama de Cabo Vírgenes, se quedó por un tiempo más, alimentada por la prensa interesada. Pasó el Estrecho de Magallanes y, como se hallaron vestigios de oro más al sur se prosiguió la búsqueda en Río Cullen, en San Sebastián y en cuanto rincón fueguino tuviera visos de ser depositario del codiciado metal.

 Los cateos en las nacientes del río Anita. Un modesto riachuelo que nace en los turbales de los altos, al oeste de la isla Grande de Tierra del Fuego y luego de recorrer unos 100 kilómetros entre bosques y pantanos, desemboca sin pena ni gloria en el Estrecho de Magallanes. 

Las hábiles maniobras de quienes se encargaron en ese momento de seguir aprovechando el mito de los incautos hasta llegaron a sembrar oro en el lecho de este río que paso a convertirse en “Río Oro”. Que no era más que un fraude y del oro de ese río solo quedó el nombre.

A todo esto Lukache, el indígena que descubrió los primeros vestigios auríferos dejó una huella que podemos intuir fue muy nebulosa. De acuerdo a la pertenencia de raza los historiadores le han conferido diversas habilidades: los que lo creían araucano sostenían que era simpático y de buena predisposición a parlamentar. Los demás dicen que era un tehuelche indómito, de temperamento guerrero, obstinado y rebelde. En lo que todos coinciden es que era un eximio cazador de avestruces y guanacos y que su habilidad sobre el caballo y con las boleadoras le granjeó un rápido respeto por parte de amigos y enemigos. Cómo logró amasar una considerable fortuna en oro, joyas y abundante plata, es un misterio que aún no se devela. Como tampoco se ha podido saber cómo la suma de estos hechos alimentaron con rapidez la leyenda. 

La más conocida sostiene que su tesoro de incalculable monto fue enterrado en las laderas del Cerro Fortaleza que se ubica a la vera de la Ruta 258, entre las poblaciones de El Foyel y El Bolsón. Vanos han sido los intentos por localizar el tesoro tantas veces evocado por viajeros y viejos pobladores. Las pistas conducen a ese lugar de accedo sencillo pero, quien se atreve, generalmente solo a ubicarlos, irremediablemente muere en el intento y, en consecuencia, prosigue el misterio sobre su exacta ubicación. La tentación a saquear su tesoro es tan vieja como la historia. Las afiebradas mentes que lo han intentado encontrar no han regresado de semejante empresa, pero, al no haber comentado a nadie su secreta ambición y partida, nadie ha atado a ese motivo la muerte y desaparición del buscador de tesoros. 

Sin embargo la idea de la veracidad de su existencia trae año a año a diversas personas en busca del tesoro inexpugnable que sigue virgen en el cerro Fortaleza. Algunos investigadores afirman que en realidad lo que sucedió es que Lukache accedió a una de las entradas de la Ciudad Encantada y paulatinamente fue saqueando aquellos tesoros para ocultarlos en esa formación rocosa del Cerro Fortaleza, bautizado así por su inexpugnable ubicación. Esto sumaría a la leyenda un elemento más para su credibilidad: Lukache no sólo sabía la ubicación de aquella mítica ciudad sino que logró salir con vida y con tesoros y ocultarlos tan bien que hasta la fecha permanecen en el misterio de las cosas que están esperando ser descubiertas. 

 De repente el aire quieto se convierte suave brisa, luego viento fuerte. La temperatura había comenzado a movilizar los centros de alta y baja presión a su natural manera, de hacer que todo se mueva acuerdo a la natural armonía de la zona.

El viento del Oeste con una cómplice sonrisa de complicidad se despide del Chaltén y le dice muy bajo al oído, en secreto.

-Nosotros solo sabemos dónde están eso que los hombres llaman tesoros y no se trata de oro solamente. Será un misterio para los humanos hasta que lo descubran. Pero sería deseable que valorizaran mucho más los verdaderos tesoros que tienen a la vista, tan cerca como el hermoso paisaje y pocos se dan cuenta de su existencia.





(*) Escritor de Río Gallegos. El presente relato se tomó de su libro “Destellos del faro. Selección de relatos sobre el Cabo Vírgenes y su faro”.





sábado, 2 de diciembre de 2017

EL RELATO DE HOY





MENDIGO DE LA NOCHE
Lago Buenos Aires


Por Cristian Aliaga (*)




Los senderos de piedra, de toscas, las huellas apenas marcadas en la meseta, las cortadas en el bosque azul, las calles apretadas por la floresta y la lluvia torrencial; ahí se mueve como un campesino extraviado; irreflexivo ante las dudas de la noche que cae. Furioso de ardor, temeroso de quedar ciego cuando las luces se enciendan. Adecuando la vista a la oscuridad obtiene ventajas sin esperar una eternidad, sin necesitar luz alguna. Luego viene la tarea de entender, pero eso es menos accesible que vivir. Busca volverse profeta a fuerza de oscuridad: de allí sabe extraer pequeñas luces que antes no divisaba. No es cierto que existieran antes que él las descubriese, uno sólo puede crear cosas con la mirada. Estamos con un ojo puesto sobre el mar y otro sobre el naufragio.



(*) Escritor de Comodoro Rivadavia. El texto es de su libro “Música desconocida para viajeros” (Desde la Gente, Buenos Aires, 2009).






sábado, 22 de julio de 2017

EL RELATO DE HOY






VIAJE POR MI TIERRA (Prosa poética)


Por Ana María Manceda (*)




Viajo…Voy...regreso cuando el río me llueve y mi reloj de arena se detiene para dejar caer sin tiempo, oro polvoriento del universo.

¿Hacia el norte olvidado de mi tierra? ¿Hacia el sur de la ignominia?
Viajo, vuelvo por este pedazo de planeta desgajado. Recorro suspiros verdes de siembra y ensueños de industria que fue.

Debajo de mi viaje, siento, con los pies desnudos de esperanzas, que me va sosteniendo la riqueza de este suelo. 
Me electrizan los fósiles y la historia hurga mi cuerpo, 
hasta el cerebro. Me abanican los bosques, me sombrean
las sierras y la pampa provocan mi vuelo.

Quieta…quieta arena del cosmos. Quieta, detente. Mira por un rato a los humanos allí en la selva, la pampa, las sierras, la cordillera,
las ciudades. Allí, allá ¡No! ¡tanta inequidad, olvido, brutalidad, silencios! ¡No!

Tengo la luna, el sol y las constelaciones de mi hemisferio.
Veo los desiertos que avanzan y nacer asombrosa una flor blanca,
olorosa de vida en un cactus solitario e enhiesto.
Tengo el perfume de los tilos, las alas de los pájaros,
 los cerezos en flor, los ñires, las lengas, los raulí helados
en la nieve apenas suspendida y los naranjos calientes de los cerros.
Amado pedazo de planeta desgajado, viajo con una nota, sonrisa imperceptible, viajo con los recuerdo, los pies ligeros,
las lágrimas perezosas. Quiero tocar las estrellas en la pleamar
y adormecerme sumisa en la bajamar.
Hay palabras, ricas, tramposas, ilusionadas que siembran mi boca en este largo, loco viaje. Una esperanza impulsa mi cuerpo y me siento guiada por la brújula besada por los vientos.

Viajo. Voy, regreso cuando el río me llueve y mi reloj de arena se detiene para dejar caer sin tiempo, oro polvoriento del universo.



(*) Escritora neuquina. Este texto es de su nuevo libro, en preparación.




viernes, 9 de junio de 2017

EL RELATO DE HOY



UN DESIERTO POR OTRO


Por Jorge Castañeda (*)





Los taureg supieron trajinar el laberinto del desierto a su antojo. Con sus dromedarios soportaron el sol ardiente y la sed implacable. Dejaron las huellas de sus caballos –los mejores del mundo- que el viento y la arena con formas más cambiantes que las de Proteo desdibujaban con persistencia y tenacidad.

Sólo el verde espejismo de los oasis les permitía descansar del trajín de sus vidas errantes donde los días y las noches se repetían iguales y recurrentes.

Las caravanas, el comercio de animales, la libertad de sus vidas nómades, las noches frías contrastando con el calor opresivo del sol calcinante, los dátiles, la leche de cabra, el redondo pan relleno al rescoldo, el filo cortante de sus dagas engastados sus mangos de piedras preciosas y sus hojas de fina filigrana.

El desierto fue el protagonista de estos pueblos. Su razón de ser. Su ámbito reservado. Conservando una cultura varias veces milenaria pudiendo llegar a decir que allende fue formada la placenta del mundo y de la civilización. El cuño precioso de la vida.

Pueblos y pueblos pasaron por sus arenas ardientes, señores ya del arte de la guerra o del comercio, protegidos sus rostros y sus cuerpos por la túnica blanca como el color de las raras nubes que nunca supieron traer el milagro del agua.

Sólo la sed y la fatiga, la búsqueda del sol a campo traviesa, la libertad de vivir sin arraigo, sólo el desierto “inconmensurable y abierto” su lugar en el mundo. Y el pie en el estribo partiendo siempre de ningún lugar para arribar a otra nada toda de arena y de sol.

Por eso tal vez la estirpe nueva de esos atrevidos hombres del desierto supo elegir después de los barcos temibles un paisaje similar, pero esta vez para echar raíces y formar familias que habrían de perpetuar el exótico apelativo de su linaje.

Y cambiaron un desierto por otro, éste nuestro y cercano, que está aquí al alcance de la mano y también cerca de las estrellas de un hemisferio diferente: la región sur de Río Negro, en pleno corazón de la Patagonia, madre tierra de todos los desahuciados.

Y como allá también trajinaron el nuestro para ejercer el viejo oficio que traían en su sangre: el comercio.

Con su castellano a destiempo, algunos con el Corán debajo del brazo (Hay un solo Dios y Mahoma su Profeta), con sus comidas típicas, con la delicadeza gris del narguile con su persistencia ante los obstáculos, con la obstinada paciencia de saber que todo se puede.

Cambiaron un desierto por otro. Tuvieron hijos, familias con apellidos orientales y siempre el recuerdo de aquel desierto más grande que dejaron en Arabia.

Ese desierto que dejó las cicatrices de su ámbito en el alma de esos inmigrantes y el viento la música permanente que aquí no sólo suele levantar la arenisca de las dunas como allá, sino también las piedras y doblar la copa de los árboles a su antojo.

Porque el desierto es la circunstancia de estos pueblos: su forma de ser, la matriz que los ha moldeado desde tiempos pretéritos.

El desierto allá y el desierto acá. ¿Importa algo?

De esa sangre, de esa herencia, de esa prosapia yo también he venido al mundo. Amed Ardín, abuelo legendario: mi crónica te recuerda.




(*) Escritor de Valcheta. Este relato es de su libro “Crónica & Crónicas” (Imprenta de la Legislatura de Río Negro, Viedma, 2015).

jueves, 11 de mayo de 2017

EL RELATO DE HOY




MARIE DE VERNET


Por Sergio Pellizza (*)




16 de julio de 1829.  - Por fin. - Gracias Dios Mío, llegamos.

Después de incontables días de de sentir la inestabilidad líquida del Océano Atlántico bajo los pies, María Vernet, podía acomodarse al equilibrio de la tierra firme. En este interminable periodo solo había podido salir una sola vez a cubierta. Han desembarcado las provisiones y los muebles. Desde adentro María mira ese afuera desconocido. La caja de madera en un rincón contiene el piano, aun no desembalado. Tendrá que crear nuevos acordes que se armonicen con el viento, las olas, el insonoro suceder de la nieve. Luis Vernet su, marido, comandante político y militar de las Malvinas por orden del gobierno de Buenos Aires la ha traído hasta aquí enlazándola con sus sueños y proyectos. El la llama su misión. Se la había explicado muchas veces. Aspiraba a que este grupo de cien personas, de nacionalidades diferentes: un portugués, alemanes, españoles, ingleses, gente de varios países, negros venidos de Dios sabe dónde y los gauchos; se multiplicara y pudiera constituirse en una población estable y con el tiempo en una ciudad.   

En este hoy del invierno de julio de 1929, esta era su realidad. 
Sus dos hijos pequeños Luis Emilio y Luisa, un tercero en camino con solo tres meses de gestación en su vientre; su esposo, el hermano Loreto y su cuñado Emilio. Allí terminaba el inventario de sus afectos familiares. En lo material algunos muebles y el piano su seguro acompañante, lleno de nuevos sonidos para armonizar con el paisaje.

Algunos días más se caen del almanaque, días muy cortos que como chicos cansados buscan la tranquilidad cálida de las hojas del diario de María Vernet que registra escrupulosamente cada uno de estos periodos de tiempo. Así el quinto día, 20 de julio, marca su primera y gran responsabilidad. Debe abrir su casa y tocar el piano y hacer una velada para esta insipiente sociedad. Piensa que en estos días la oscuridad prematura es como un pozo. La luz de las velas, la buena lectura, la música, tal vez logre entrar en ese túnel que comienza a abrirse cuando el sol se oculta. Llegó el momento. Sobre una mesa improvisada, están las copas, los pastelitos preparados por la negra Gregoria, los licores…
Emilio entra de golpe con buen ánimo, cuelga el capote y abre el piano, invitando a su cuñada con cortes ademan.    

Los alegres acordes de una mazurca, recibe a los que llegan. Los hombres y mujeres saludan a María que ha dejado de tocar y se aproxima al grupo. María brilla hoy como en los salones de Buenos Aires. Como en un sueño luminoso y confortable suspendido en medio de un paisaje inhóspito, los primeros pobladores celebran su comunión con las islas. Afuera quedan suspendidos la nieve, el, hielo y el viento…

Fines de diciembre. Humean ollas de de agua y en su habitación María se retuerce y muerde un pañuelo. La comadrona pone su mano sobre la ardida frente. Le alcanzan el vinagre… un grito prolongado y nace la primera malvinense.  Le pusieron de nombre Matilde. Malvinita le llaman cariñosamente. Si no fuera por su diario, hubiera pensado que el tiempo se le voló de entre las manos llevándose el crecimiento alegre de los niños…

En estos tiempos situaciones externas complican la vida de la naciente colonia. Por pesca ilegal de lobos y ballenas en las costas de las islas provoca la reacción de los colonos;  es apresada la goleta de bandera Norteamericana Harriet. Vernet entiende que comienza una etapa de difícil litigio. El cónsul de Estados Unidos en Buenos Aires George Slacum dice: “El pueblo de estados Unidos tiene derecho de cazar y pescar donde quiera.”  

No siempre existe concordancia entre el ánimo y el paisaje. Pero si hay un 30 de agosto, Día de Santa Rosa, nublado y ventoso. En que se disparan los 21 cañonazos que conmemoran la soberanía argentina y la toma de posesión de las islas. Un grupo de hombres y mujeres se apiñan alrededor del mástil tiene un significado diferente para los colonos y los Vernet, es la tierra propia, para los marineros norteamericanos solo un impedimento de pronta solución. Malvinita, bajo la mantilla de lana duerme plácidamente en brazos de su mamá; ni las salvas pudieron despertarla. Abajo en la bahía los marinos extranjeros siguen la ceremonia con displicencia. Hay algo más intenso que el frio que la estremece. Es la proclama que resuena en ella con toda su voluntad y fuerza. María es ya parte de las islas y quiere que sus hijos y los hijos de sus hijos hereden la pertenencia… No fue así… En 1833 fueron tomadas por la fuerza del imperio británico. María de Vernet y “Malvinita” no están en este presente. Las islas siguen en las mismas usurpadoras manos. Lo que es permanente es la voluntad de pertenencia de argentina sobre ese territorio nacional. 

Las islas Malvinas forman parte de esta mística patagónica, la parte del territorio que no se ve, es el Mar Epicontinental Argentino.

 Esta plataforma es una continuación morfológica, de la Patagonia Extra Andina. Es una meseta sumergida que desciende en forma de escalones y a partir de unos 543 Km de Río Gallegos emerge formando las Islas Malvinas, que son por irrefutables derechos geográficos e históricos ABSOLUTAMENTE ARGENTINAS. 






(*) Escritor de Río Gallegos. Contacto: destellospatagonicos@gmail.com  




sábado, 1 de abril de 2017

EL RELATO DE HOY




 LA GRAN MARÍA

Por Sergio Pellizza (*)



Primero fue la lluvia, más tarde un relámpago que viboreó en el cielo rompiendo pedazos de oscuridad como cristal roto, que enseguida volvía a unirse en su negrura…
En el toldo del yaman de la tribu tehuelche, armado sobre el faldeo este del cañadón de los vientos, el viejo sabio trazaba sobre la alisada arena del piso, el destino de la criatura recién nacida. El palo de lenga se movía casi solo sobre la sensible superficie, dibujando muchas figuras que solo él interpretaba…
Criatura, vienes del agua, y el agua habla, tu palabra estará como el viento y será sembrada como semilla. Tu palabra será fuego y tendrá poder de incendio al propagarse. Tu palabra tendrá ojos y enseñará a mirar. Tu palabra hará que la naturaleza tenga lengua y hablará por ti haciendo que lo invisible se torne visible. Tu palabra será pincel de flores con colores para pintar nuevos horizontes a mucha gente…
El horizonte se tiñó de rojo  y después apareció el sol, siempre puntual y por el este. La niña, sin nombre aun, sorbía con entusiasmo el alimento del pecho de su madre. Así transcurrió el primer día.
Se sucedieron muchas lunas el yaman veía en sus signos crecer a la niña. La tribu cambiaba con frecuencia de lugar de acuerdo las estaciones siguiendo a los guanacos y avestruces  al norte en invierno y al sur en verano. La niña, que hacía poco se había convertido en mujer, sintió cuando el canto de las aves había emigrado, sintió como su corazón comenzaba a expandirse. Notó como los pájaros se llevaban por el aire parte del clima y también un pedazo de su propio tiempo…
Le bastó una sola mirada para reconocer que había llegado el amor en el porte y estampa de ese joven guerrero. Se destacaba casi por una cabeza el joven Manuel por sobre la estatura de los demás… 
El palo de lenga seguía dibujando signos en la arena. Se superponían los trazos, el yaman estaba confundido, estaba visualizando características de fuerza, carácter, inteligencia y voluntad que no había visto nunca antes y menos en una mujer.
Supo por algunos trazos entramados que tendría mucho poder. Seria cacique de su tribu, y sería llamada por un hombre blanco con poder, María la Grande. También que haría un viaje por mar y que sería invitada a compartir la comida en la mesa de los blancos. También supo que en ese viaje él estaría presente…
 Algunos retazos de historia y leyenda cuentan: Que el viaje en barco fue difícil y que María La Grande sintió la fuerza del mar en su cuerpo. La goleta al mando del segundo de Vernet en las islas, Matthew Brisbane, había partido tiempo antes del continente con proa al mar abierto. En las costas de la Isla Soledad, los colonos se reunieron a la espera de los invitados.
Estaban nerviosos, sabían que los tehuelches tenían costumbres diferentes: que no dormían en camas, vestían con cueros de guanaco o zorrino y que jamás comerían pescado: su dios Elal había condenado a los primeros tehuelches a convertirse en peces por haber violado un tabú sexual.
En la comitiva estaba María Sáez de Vernet, llegada a la isla para acompañar a su marido, a pesar de la hostilidad del clima. Apenas el bergantín se dibujó entre la bruma de la mar helada, María adivinó las siluetas de los hombres que viajaban de pie en la cubierta del barco. Recién al bajar pudo conocer a la reina tehuelche. María la Grande extendió un quillango de guanaco como ofrenda a la mujer de su anfitrión.
En la comitiva de María la Grande viajaba su hechicero.
Dicen que había sido un pedido de la cacique como condición ineludible para realizar el viaje. Ella se instaló en la casa de los Vernet junto a una mujer de pelo negro profundo que la asistía. Los demás, en su mayoría hombres, durmieron con la peonada de la colonia.
La primera noche María Vernet tocó el piano para la invitada. La voz de la cacique se hizo escuchar en un canto conmovedor. En esas veladas el gobernador la agasajaba para convencerla de promover la colonia de blancos en San Gregorio. Las telas finas del vestido azul que María le obsequió como respuesta al quillango estrecharon aún más el lazo.
Dicen que María La Grande se sentó a la mesa y compartió los modales de la época en la casa del gobernador. También que recorrió la isla y conoció los almacenes, el saladero y la herrería. Todo parecía encaminarse para que los blancos se afincaran en las tierras tehuelches. Pero la invasión inglesa a Malvinas en 1833 terminó con los proyectos de Vernet.
María la Grande siguió al mando del pueblo tehuelche. Su muerte marcó el principio del cacicazgo de Casimiro Biguá. El fuego de las piras se extendió desde el estrecho de Magallanes hasta el río Negro. Su figura quedó en la historia, pocas veces contada, como la mujer, la gran mujer, que llevó la sangre Tehuelche a las islas Malvinas.





(*) Escritor de Río Gallegos. Nacido en 1939 en San Luis, desde 1963 se encuentra radicado en la capital de Santa Cruz. Fue jefe de Operaciones de Aerolíneas Argentinas con base en Río Gallegos, en el cual trabajó más de 26 años años; período de su vida durante el cual tuvo valiosas experiencias. Desde 1995 se desempeña como bibliotecario y profesor de matemáticas aplicadas del Instituto Salesiano de Estudios Superiores; y en la actualidad además se encuentra trabajando en el desarrollo de una biblioteca digital, que en forma experimental tuvo muy buena acogida ( en un año más de 150 mil visitas). Desde hace 10 años mantiene un espacio semanal en el suplemento semanal del diario La Opinión Austral; donde publicó numerosos artículos de divulgación científica y relatos de temática patagónica. Actualmente integra la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores, filial Santa Cruz. Ha publicado recientemente un libro de cuentos cortos, “Destellos Patagónicos”, de donde se tomó el relato que hoy se publica.



lunes, 3 de octubre de 2016

EL RELATO DE HOY




CRONICA DE UN POETA EN VALCHETA

Por Jorge Castañeda (*)




Me levanto bien temprano con el ánimo dispuesto. Desayuno frugal: cada tres días té negro sin azúcar y al cuarto café con tostadas. La lectura de los diarios me dispone para comenzar el nuevo día. Si el tiempo está lindo voy a mi trabajo caminando. Busco la sombra de los árboles mientras los ligustros y aromos sahúman la mañana como un incienso pagano. Si está el turno de riego, el agua que corre por las acequias se incorpora a mi bienestar porque predispone mi ánimo con su bucólica frescura y su rumor sediento de huertas y jardines.
Los vecinos me saludan por la calle con un don Jorge y “se me acercan con su montón de cosas y yo las acaricio” como dice la letra del tango “Viejo Discepolín” de Homero Manzi.
Voy sintiendo la presencia del arroyo y de los árboles de la ribera. Y desde sus asentamientos habituales o desde el aire hay graznidos alborotados porque se saluda mi paso con salva de loradas. Es que ellos me conocen y yo también. A veces de puro traviesos quieren participar bulliciosos y parlanchines en mi salida diaria del programa radial “Agua Fresca”. Yo los dejo porque a veces los loros son compañeros de nuestra soledad y hasta converso con ellos y les aconsejo que pasen un buen día si hacer mucho desastre en los cables y los sembrados. Y ellos entienden porque saben que los quiero.
Según los pronósticos y eso “ya se siente”, hoy va a apretar la canícula. El bochorno del día pondrá su proa hacia altas temperaturas. Algunas rachas como espejismos levantarán sus vahos de la calzada. Y uno buscará después del almuerzo el frescor del dormitorio para el solaz de la lectura y de la siesta reparadora y asaz servicial.
El sol redondo de la tarde calcina y languidece las támaras de los árboles y las flores de los jardines. Todo se dormita y achaparra. Una gran lasitud espera el crepúsculo para regar si la presión del agua en los atanores lo permite.
Yo conforme a su procedencia he bautizado con nombres a mis plantas de interiores y del minúsculo jardín que poco puedo atender. Hasta los árboles de mi casa tienen apelativos familiares. Mi aguaribay se llama “Don Memo”, mi granada “Nahuel”, y algunas de mis plantas “Soy del Sur” y “Pelito”. Y cuando yo les hablo se ponen contentas.
En la noche como buen descendiente de árabes me gusta tener algún amigo de invitado a la mesa. Y algunos manjares para el buen “yantar”.
Miro algo de televisión en el canal “a” o los programas que me gustan. Y luego las horas de lectura donde alterno entre cinco o seis libros que leo a la vez, según el buen consejo y tino de mi amigo Juan Carlos Irízar, que de eso sabe mucho.
Por supuesto que me gusta bañarme y ponerme ropa limpia. Debo mencionar a Irma, mi compañera de vida, que entiende y sobrelleva mis locuras con un estoicismo que es digno de imitar. Sin ella no sería nadie.
También suelo repetirme algunos refranes que me gustan como ese de andar “a los palos con las águilas y a las patadas con los pichones” y otros de mi repertorio que tanto me divierten.
Ya pasada la medianoche me dispongo a dormir. Trato de hurtarle a mi mundo onírico algún número para ganar en la quiniela, pero es en vano. Casi nunca sucede.
Los párpados cansados se me cierran y mientras encomiendo a Dios mi sueño pienso: mañana será otro día y ya no me acuerdo de nada.



(*) Escritor de Valcheta.