En el puesto de barro,
el último arreo
Por Jorge Gabriel Robert
En el puesto, la gente está impaciente. Los peones, venidos de la Estancia mayor, se
inquietan observando las ovejas que se acercan
al bebedero y es necesario alejarlas.
Todos hablan del último arreo.
El molinero observa que la tarde anterior
el viento se ha llevado algunas aletas y será necesario, urgente, reponer. Por
ahora, la preocupación es el gran arreo que se acerca. Primitivo Robledo, el
gran capataz de arreos, ha logrado reunir dos mil lanares que, previo aviso y
permiso de los terratenientes para el cruce, deberá llevar hasta Mancha Blanca,
un paraje rionegrino entre San Antonio y Valcheta, para luego ser embarcado en
ferrocarril hacia el norte. Se dice que será el último arreo. Estamos
frente al puesto de barro, un rancho con dos habitaciones de barro y
coirón con techo de chapa, dependiente de la estancia La Maciega en el dpto.
Florentino Ameghino. Aquí habita el domador de la estancia, don Olegario
Cardoso, su esposa Benicia (embarazada)
y sus siete hijos. Los mayorcitos varones ya están sobre el lomo de los potros.
Las damitas ya hacen tortas fritas, cuando hay harina o consiguen galletas y
bolsitas con azúcar que dejan los arrieros. Se dice que por ahí, por el
puesto de barro, pasará el último arreo porque una flota de camiones
estará en la ruta para cambiar la historia y dar un impulso al progreso y el
traslado de semientes. En la estancia,
el dueño, don Ricardo Bennewits, ha ordenado el gaño general de hacienda ovina
y ha hecho colocar un farol petromax en cada punta del bañadero, actividad que
se extiende hasta las 12 de la noche.
Cardoso ya tiene la primera tropilla de zainos lista a entregar, prepara los
gateados, acostumbrado a entablar tropillas de un pelo y le preocupa la llegada
del gran arreo, el molino descompuesto, y no sabe si esa noche los chicos
tendrán para comer. Para colmo, un potro se ha mancado en la última ensillada
corcoveando. Un disgusto más para el patrón que los acumula a fin de justificar el despido del puestero domador
que agrandó mucho su prole. ¿Adónde irá con sus siete criaturas y otra por llegar?
La noche se insinúa tranquila. El gran arreo ha
llegado descansado, a manos de Primitivo Robledo y sus peones. Se comienza a preparar el campamento, con
techitos de lona, algunos fueguitos para el asado, que serán prolijamente
apagados luego, las pavas listas para el mate, la galleta en bolsa colgada de
un molle, y en pocas horas comenzará la ronda que consiste en pastoreo
con perros adiestrados, que la hacienda se mantenga tranquila, no se
desparrame, y permanezca al abrigo de
inoportunos visitantes nocturnos, como zorros, gatos monteses, peludos, etc.; precaución que el capataz incluye en su
profesionalidad para arrear animales lanares, tan lejos de sus lugares de
origen.
La noche, plácida, serena, en el
campo presagia algunos misterios; en los
hombres crea supersticiones como el chistido de una lechuza, que nadie ve entre
los montes o la cercanía de la luz mala que trae reminiscencias de viejas
leyendas. El facón, inmutable en la cintura. El caronero es siempre el revólver.
Observemos la luna que intenta filtrarse entre las nubes como ayudando a
despejar cualquier duda temerosa en la oscuridad.
La
hacienda no ha sentido el estrés del camino, bien alimentada, satisfecha en su
sed, comienza a moverse. Un sol rojizo, como desperezándose ante el rol que le
toca ejercer, apaga los últimos vestigios de servidumbre que la luna ha
prestado y proyecta tomar el mando del día. El último arreo patagónico con
destino a Mancha Blanca, parte desde el puesto de barro. El molino ha sido acondicionado a la
perfección de manera que pueda reponer su agua con las primeras brisas de la
tarde. El molinero, hombre cabal y ducho
en sus quehaceres, personaje de confianza en la patronal, vuelve a la estancia e
informa en la administración las novedades acontecidas que se registrarán en el
libro diario.
En
el puesto de barro, pese a la pobreza y la promiscuidad por la escasez
de medios y exenta la parte sanitaria indispensable, un niño o una niña va a
nacer. La mamá embarazada, queda al amparo de Dios que esta vez ha enviado un
invisible ángel de la guarda para presidir el acto de luz a un ser que impone
su diminuta presencia con su llanto, único sonido que logra emitir. Es una
niña. Las tres hermanitas mayores rodean el alumbramiento mientras los cuatro
varones, observan desde el umbral. Se llamará Juana. Un vetusto
almanaque colgado de un clavo en la
pared marcado con lápiz rojo dice que es 24 de noviembre de 1944. En letras
mayúsculas dice: CASA FINAT- DE SIMON FINAT – CABO RASO (ramos generales). Un
segundo almanaque expresa: Tienda LA CASTELLANA de Manuel Graña, Rawson Chubut.
No dice cuándo se quitó la última hoja del día final de diciembre, ni el
año finalizado; queda el cartón de adorno
en los muros de barro sin pintar y muestra una publicidad.
El reloj del tiempo movió sus engranajes llevándose los años como si fueran de
juguete. Por el puesto de barro no pasaron más arreos. Primitivo
Robledo, el capataz independiente, se fue para el sur en busca de conchabo, y
Olegario Cardoso, que había llegado a ese puesto recomendado por amigos de la
zona de Azul, con su tropilla entablada y el inicio de su familia, deshizo su
patriarcado. Los niños que la pobre madre no pudo llevar, fueron derivados a
familias conocidas, de buen pasar.
Sesenta años más tarde, ya en pleno siglo XXI, una hermosa mujer decide
volver a visitar el antiguo hogar de sus padres y hermanos donde ella nació.
Es
Juana, la niña del berrinche. Desde su domicilio en Buenos Aires, donde ha
formado una excelente familia, viene a volcar sus emociones e intenta abarcar con sus brazos lo que fue
su casa hoy derrumbada y el árbol que sí, resiste los embates del pampero, la
desolación y el abandono, aunque ya nadie necesita de su sombra.