EL VIAJE
Olga Starzak
Con uno de los autos de mi padre, un Dodge modelo 1928 de 6 asientos, portaequipaje y capota plegable, una víspera de Reyes Magos iniciamos juntos un viaje al interior de la Provincia; uno más de los tantos traslados laborales en que me complacía en acompañarlo. Como si fuera hoy recuerdo el momento exacto en que -cumpliendo con su pedido- abrí el portón del garaje donde guardaba el vehículo y quedé impresionado por su belleza singular, por la carrocería lustrosa y las gomas que aún eran muy negras debido al poquísimo uso que hasta entonces se les había dado. Era de color amarillo intenso, tenía los asientos reclinables con un cómodo pasillo al medio y las ventanas lucían cortinas que se desmontaban según las necesidades.
Quedé embelesado como quizás quedan hoy mis nietos ante el último modelo de un BMW o una Ferrari.
Las cercanías del arroyo “El Mirasol” era nuestro destino; el objetivo no era otro que acercar a un maestro designado para trabajar en la escuelita de ese paraje. El viaje sería aprovechado para llevar frutas, verduras, quesos y otros alimentos perecederos: una forma más de sumar dinero a los ingresos mensuales.
Ese día el cielo se empecinaba en mostrarnos la tormenta que estaba a punto de acontecer. Muy temprano iniciamos la marcha. Pronto un manto de agua nos tapó la vista. Se trataba de esos temporales pasajeros de pleno verano que irrumpían desvelando a los campesinos, y desaparecían en sólo minutos.
En un determinado momento el avance se tornó infructuoso y mi padre detuvo el vehículo al costado del camino. Esperamos ansiosos el cese del aguacero y, cuando continuamos, un charco de dimensiones considerables interrumpió la decisión de afrontarlo.
Nos bajamos. Mi padre caminó unos metros y volvió con una rama larga. Me subió sobre sus hombros a modo de “a caballito”y lentamente fue adentrándose en esa laguna natural y temporaria, midiendo a cada paso su profundidad para determinar, de esta manera, la posibilidad de traspasarla con el novísimo auto.
Así fue como retornamos hacia el Dodge y emprendió la marcha, pero un par de metros después de alcanzar tierra firme, alguna razón mecánica nos dejó a pie.
Caminamos durante horas entre matorrales y arbustos achaparrados, siguiendo el límite impuesto por alambrados. Una humedad caliente se había apropiado de la atmósfera. Ese olor persiste aún en mi memoria cada vez que los veranos de mi ciudad son arremetidos por la furia de las aguas estivales que, a decir verdad, cada vez se suscitan con menos frecuencia.
Al atardecer y antes de que la noche transmutara, ayudé a mi padre a juntar troncos que permitieran hacer una fogata lo suficientemente importante como para ser divisados por quien pasara. Pero nadie lo hizo. Sólo los Reyes Magos que -para mi eterna sorpresa- dejaron dentro de uno de mis gastados zapatos un billete de 5 pesos, dinero con el que después compraría el primero de mis libros: uno de cuentos que, editado por Vigil, se titulaba “La fábula de Esopo”, y hoy cerrando los ojos y esforzándome en recordarlo, puedo hasta ver su letra, sentir la textura de la hoja amarillenta, y deleitarme con el fantástico contenido de sus páginas.
Dormimos en el campo, en el medio de esa meseta cubierta de tierra pastosa y pocos verdes, opacados por el intenso sol de la estación. Mi padre, para quien era difícil expresar abiertamente manifestaciones de cariño, cuando me creyó entregado al sueño, tiró sobre mi cuerpo su campera forrada en piel de cordero, único abrigo que llevaba. La acomodó con esmero tapándome desde los hombros hasta los pies. Y muy cerca de mí se dispuso a descansar esperando por un día reparador.
Al amanecer, tal como un designio, el viento acercó hasta nosotros un recorte de diario, un periódico de pocos días atrás. No hacía mucho tiempo que yo había aprendido a leer y en los titulares, en letra grande, redonda y negra, descifré: “A cada santo le llega su San Martín”. No entendí demasiado pero a lo largo de mi vida, cada vez que escucho ese dicho no puedo dejar de revivir aquel episodio convertido en aventura que dejó en mí una enseñanza invalorable.
Y un sentimiento de amor inconfundible.
No fue difícil, con la luz del día, encontrar el auto que nos habíamos vistos obligados a abandonar en esa ruta poco transitada. Aunque debo confesar que -confundidos por la prolongada caminata- discutimos sobre la dirección que debíamos seguir para desandar lo andado y no perdernos en el intento de arribar hasta el vehículo. Transitamos por la senda y llegamos hasta la estancia de un poblador trelewense que le dio a mi padre una suma de dinero para que entregara, a su regreso, a unos familiares.
Descansamos sólo un rato y llegamos a otra propiedad donde solidariamente nos alojaron durante más de una semana. Allí esperamos el auxilio para el vehículo y a alguien que nos alcanzara hasta nuestro hogar. Desde la ventana del comedor observábamos cada tanto, con un prismático, el auto a la vera del camino.
Antes que nosotros llegó a su casa el estanciero que le encomendara a mi padre la entrega del sobre con dinero. Al comprobar nuestra ausencia mi “viejo” fue denunciado por robo. Mi madre, para entonces preocupada y desolada por la desaparición de sus seres queridos, concurrió a la policía en busca de ayuda. Pero, en la comisaría, alentados por un hombre del poder económico que evidentemente quería favorecer al propietario, no sólo quisieron convencerla de que su marido no volvería, sino de que se había fugado con el dinero, robándole al niño.
Ya les conté que la sangre polaca no acepta injusticias y que el temperamento no acusa diplomacias. Ella, sin prejuicios y con la anuencia que le daba la confianza en su marido, insultó deliberadamente al agente de policía y con un fuerte puñetazo en su escritorio le hizo conocer que allí no terminaban sus propósitos.
Buscó colaboración en la persona del gobernador con quien mi padre había trabajado de Jardinero al llegar a Chubut. En menos de una hora una patrulla fue organizada para nuestra búsqueda. Pero, para entonces, un vecino nos había asistido y llevado hasta Dolavon, desde donde nos comunicamos telefónicamente con nuestra familia.
Yo mismo entregué el sobre con el dinero al hombre para quien estaba destinado. Me atendió con poca delicadeza y mucha soberbia. Mis manos temblorosas se escondieron en los bolsillos del corto pantalón. Sabía que no necesitaría sacarlas para recibir la acostumbrada propina.
Pero eso no tenía demasiada importancia.
“El viaje” es producto de uno de los tantos relatos que mi padre, Eduardo Starzak, me contara a lo largo de su vida. Siempre con profunda emoción y reconocimiento hacia los suyos.
Olga Starzak
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