En un artículo anterior se describió brevemente la importancia del mar como fuente inspiradora para la narrativa patagónica testimonial. En este nuevo trabajo se tratará de precisar la influencia que el mar patagónico ejerció sobre los escritores de ficción.
Cita obligada es referirse a las obras de Julio Verne. El escritor francés, con su visión decimonónica y romántica de países lejanos y exóticos a los que no conocía personalmente, muestra una Patagonia eminentemente marítima, en especial en dos de sus obras: “El faro del fin del mundo”, que transcurre en la Isla de los Estados; y “Los náufragos el Jonathan”, desarrollada en el archipiélago magallánico chileno. Estas obras, plenas de aventuras como todos los libros de Verne, fueron publicadas, respectivamente, en 1905 y 1910.
Pero algunos años antes ya había incursionado en esta temática un escritor argentino. José Ciríaco Álvarez, más conocido como Fray Mocho, ambienta su novela “En el Mar Austral” en Tierra del Fuego, los canales fueguinos y la región Magallánica chilena.
Cada capítulo de su obra es un fresco de la vida en aquella zona a fines del siglo XIX. Sobre ella comentó Roberto J. Payró: “Sus cuadros son completos, vivos, palpitantes de verdad y están pintados con el arte instintivo e invisible en sus “ficelles” del verdadero poeta y del escritor de raza”. Álvarez, al igual que Verne, nunca estuvo en los lugares que describe; por lo que su creación, subtitulada “Croquis fueguinos”, revela una gran imaginación y un cuidadoso estudio de la zona. Esta escena de “calma chicha” durante un atardecer en la bahía de Ushuaia lo demuestra:
“Veía a lo lejos el mar sereno y tranquilo, teñido con la luz suave de los crepúsculos australes, que es inimitable por la dulzura y variedad de sus tonos, y nuestro cutter con sus velas recogidas, que cabeceaba blandamente sobre el ancla, saludando a otros barquichuelos diseminados en la vasta rada...”.
No son muchos, sin embargo, los escritores patagónicos que optaron por la problemática marinera. El reconocido autor comodorense Hugo Covaro, con sus diez “Pequeñas historias marineras” que entremezclan realidad y ficción, es uno de ellos. Otro es Rodolfo Peña. Una de sus últimas novelas transcurre casi íntegramente en el “Explorador IV”, un buque que surca las aguas del mar austral en dirección a la Antártida. Pero en “Misterio en Bahía Paraíso”, tal el nombre de la obra, el mar no es protagonista, sino mero escenario de obscuras intrigas políticas.
No obstante, como buen patagónico, este autor reconoce la importancia del mar e intuye la deuda que tiene con él la literatura regional. Es por eso que en su obra cumbre, “Triste gaviota patagónica”, el viejo Cachimba sufre ese extrañamiento del océano al que conoce de vista; y en la soledad de su rancho incrustado en la meseta construye meticulosamente un barquito a escala con el que sueña recorrer los océanos. Desde el mismo nombre la novela, pese a transcurrir tierra adentro, menta al mar. Fermín Leuterio tiene en su puesto un ejemplar del libro de Fray Mocho y lo ojea a menudo. Súbitamente aparece en su cielo la gaviota ceniza que lo une al mar que conoció años atrás y por el que siente una suave nostalgia. El escritor describe así esta relación:
“Y allí, tal vez recónditamente agazapada, estaba la razón de aquella afinidad entre su amor por los barcos y su tenacidad a “vincularse”, de alguna manera imprecisa o no definida, con la gaviota ceniza de todos los días. Tenían algo de trágico, de bello y de poético (...) aquellas nostalgias (...): un barco que nunca sería el suyo, verdadero, conocedor de antiguas sales marineras y pletóricos vientos desbocados; una gaviota, símbolo presente pero inaccesible, celosa defensora de la libertad nunca alcanzada, y una vida, en fin, que se le escurría como arena inevitable entre los dedos impotentes”.
Esta visión es tal vez la que más claramente muestra la conexión que existe entre el habitante de la Patagonia y el mar próximo. El mar está allí, concita la atención del poblador sureño; aunque semeja más a un espejismo entrevisto en la distancia que a la realidad palpable y cotidiana con la que convive. La región se une a su mar a través de símbolos, como el barco de juguete del viejo Cachimba, como la triste gaviota ceniza; pero son nostalgias sólo presumidas, no son las añoranzas producto de una relación tangible. Si el vínculo entre el mar y la meseta se estrecha; si las dos llanuras, la azul y la ocre, se amalgaman definitivamente en el espíritu de quienes habitan la Patagonia, seguramente esta comunión se verá reflejada en la literatura; tanto en la testimonial como en la de ficción.
Nota: el autor agradece a la locutora comodorense Adriana Ortigoza su dedicación por integrar la cultura marítima a las manifestaciones artísticas regionales, del cual este trabajo se hace eco.