KAREN, AMOR
Por Fernando Nelson (*)
Otra vez la vereda de la estación abandonada, y los adoquines que ya nadie camina; el tiempo de aquellos trenes pertenece a un pasado que no puede recuperarse, y que ha dejado dentro de mí tantos recuerdos intactos. Por eso nada hará cambiar esta obstinación por las caminatas largas alrededor de este edificio que hoy perdió su sentido, pues desde que el tren no pasa, todo aquí quedó condenado a la nostalgia del oxidado metal, y al murmullo apenas perceptible del viento abanicando los pastos que terminaron atrapando las vías por completo.
Otra vez, Karen, la vieja campana, hoy quieta y oscura, la que en aquella ocasión repicó tan clara para señalar la inmediatez de tu partida. Ahora, tan lejos en el tiempo, creo oírla a veces, acaso porque aquella señal me hirió tan hondo entonces, ya que ibas a alejarte para siempre. De nada servían las palabras o los ruegos. Estabas decidida. Quedaban tan sólo aquellos minutos para rendirme con desolada pasión ante tus ojos, ante tu tibio-dulce-aliento, gritando sin voz un amor que ya no correspondías, y que implicaba el dolor amordazado de observar tu pelo oscuro que el viento enredaba sobre tu blanco rostro hermoso. Y vos sabías que quedarte así, junto a tus padres, silenciosa y adusta, era lo mejor, sin frases inútiles, sin lágrimas, y yo encontré de esa manera el tiempo que anhelaba para besarte con los ojos y acariciarte con el pensamiento; era evidente que alguien te esperaba en la gran ciudad, como lo habías explicado, y entonces nuestros años juveniles de amor tierno y sofocado quedaban muy atrás, mucho más allá del boulevard de las acacias, mucho más lejos, incluso, que las noches afiebradas en que no dormí a causa de ese amor que quemaba por dentro. Está bien -pensé entonces-. Te ibas, y nada podía evitarlo. Apenas hubo tiempo para el apurado café que pedí al vendedor ambulante, y que bebimos aquí, de pie en el andén, antes de que el hombre de gris con la gorra gris hiciera sonar el silbato, antes de que vos subieras presurosa los peldaños metálicos que terminaron de separarnos.
Al verte sentada a través del marco de la ventanilla, comprendí que aquella visión habría de acompañarme por el resto de mi vida: tu largo pelo ondulado cayendo sobre tus hombros, tu vestido blanco que quizá fuera de seda, tu rosadabocamiel, tus ojos observando con seriedad, con la certidumbre de un abandono impiadoso después de tantos planes de un cielo compartido. ¡Cómo no reconocer que la idea de otro joven esperándote me dejaba sin fuerzas y con el corazón destrozado!
A partir de aquel instante -lo supe mientras te veía, luminosa, tras la ventanilla- mi existencia no tenía ya sentido, y más cerca se situaba la palabra muerte que la dicha de una adolescencia irrescatable.
Cuando finalmente partieron, los que estaban en el andén agitaron pañuelos y manos, y el bullicio fue cesando poco a poco, hasta que el tren, con su silbato melancólico, se fue convirtiendo en un punto, hasta perderse en una curva lejana. Permanecí allí, con los ojos perdidos en ese horizonte desvanecido y húmedo. Recuerdo que el viento frío me obligó a alejar despacio por el andén tristísimo, y al hacerlo, Karen, amor, en lo único que pensaba era en el tiempo que demoraría en hacer efecto aquel veneno que alcancé a ponerte en el apurado café.
(*) Escritor patagónico, radicado actualmente en la provincia de Buenos Aires.