PATAGÓNICA
Por Antonio Dal Masetto (*)
Después de horas de andar hacia el sur por la
extensión patagónica que no tiene fin dejé la camioneta y me aparté del camino
de tierra y me asomé al acantilado y allá al fondo estaban esos oscuros y
misteriosos animales que aman el mar y se abandonan sobre la arena a recibir el
sol. A mis espaldas tenía el desierto,
hacia adelante el océano. Desierto y océano prolongados uno en el otro,
anudados, barridos por el viento que nunca cesa. ¿Qué dioses habitan esas
vastedades? ¿Son dioses que están buscando todavía sus formas o se resisten
siempre a la forma? ¿Qué poder ejercen sobre los viajeros? ¿Qué poder sobre mí?
Permanecí ahí, vaciado de ideas, bajo un cielo pálido, cruzado por masas
aisladas de nubes que se desplazaban
rápidas de sur a norte. Yo esperaba. El viento insistía sobre mi espalda
y sentía cómo pretendía moldearme y unificarme con todo lo que me rodeaba, un
accidente más, piedra o arbusto, una cosa rota arrojada a la frontera ilusoria
entre la tierra y el agua. Mi nombre, mi voluntad y también mi historia se
disolvían. Ahí, en la prepotencia y la indiferencia de los elementos, ante el
misterio y la desmesura, yo me liberaba de
compromisos y esperanzas, no era nada ni nadie, no pertenecía a nada ni
a nadie. ¿Era ése el poder de aquellos lugares: esa invitación, ese llamado al
desprendimiento y a la renuncia? Después, repentino, hubo un cambio de luz. Por
unos segundos un gran resplandor iluminó una franja de mar y me cegó. Bajé la
mirada y descubrí, a centímetros de mis pies, protegido en una cavidad formada
por la erosión del terreno, un manchón
de musgo de un verde intenso. Aquel verde se oponía a la sequedad que lo
rodeaba, era un pequeño milagro en la aridez general. Desde ahí una voz comenzó
a hablarme. La voz se obstinaba en señalarme que aquél no era sino un lugar de
tránsito, una estación de la que habría que partir en algún momento. Me
recordaba que debería regresar a las caras que quería y detestaba, a los incentivos
y las desilusiones de cada día. En fin,
el mundo de siempre. Y entonces percibía cómo poco a poco crecía el impulso de
darle la espalda al mar y al desierto y a la invitación a la entrega. Sin
embargo, minutos después giraba la cabeza a derecha e izquierda para abarcar el
espacio sin límites, buscaba allá abajo los animales quietos y sentía que era
en esa dirección dónde debía partir, que era hacia ellos dónde debía ir. Y
luego de nuevo volvía el reclamo de aquella mancha verde y a continuación otra
vez la tentación del vacío, y así pasaba de una propuesta a otra, de un
arrebato a otro, del platillo de una balanza al otro, entregado, rescatado,
entregado, rescatado, y en el sí y el no de cada instante ambos platillos
pujaban por quebrar el equilibrio. Y bajo el cielo que comenzaba a
ensombrecerse, en el viento que soplaba cada vez con más fuerza, era como en
esos sueños en que algo está a punto de resolverse y nunca se resuelve. Igual
que en los sueños, también en lo alto de aquel acantilado hubiese sido inútil
intentar gritar.
(*) Uno de los
más prestigiosos escritores argentinos, autor de Oscuramente fuerte es la
vida, Hay unos tipos abajo, Ni perros ni gatos, Fuego a discreción, La tierra
incomparable, entre otros títulos memorables. A mediados de la década del
´60 se radicó en Bariloche, donde escribió la novela Siete de oro. Ha
sido jurado en el Encuentro de Escritores
Patagónicos en Puerto Madryn (Chubut). Hoy Antonio Dal
Masetto honra a Literasur aportándonos este texto -previamente publicado en
Página 12- que describe con personalísimo estilo sus impresiones frente al
paisaje patagónico.
1 comentario:
Comentar una nota de un autor como Antonio Dal Masetto es un poco arriesgado de mi parte. Pero no se pueden dejar pasar las palabras que un escritor de este nivel dedica a la Patagonia; dirigiéndose directamente a los puntos que forman parte de la temática regional, vistos desde su particular óptica y descriptos con su estilo peculiar (estilo que le ha hecho ocupar un lugar de privilegio en las letras argentinas). Cada frase de la nota merecería un comentario; pero hay tres en particular a las que quería hacer referencia.
La primera, cuando dice: “A mis espaldas tenía el desierto, hacia adelante el océano. Desierto y océano prolongados uno en el otro, anudados, barridos por el viento que nunca cesa. ¿Qué dioses habitan esas vastedades?”. “Vastedades” describe exactamente esos ámbitos “anudados” como si fuesen uno. Apenas cambia el color. El autor nota que es el mismo espacio, sin solución de continuidad, unido por las ráfagas; un terreno propicio para que lo habiten dioses de esos que cabalgan sobre el viento, como el del cuento de Algernon Blackwood.
Otra frase que se destaca, es aquella en la que manifiesta que “Mi nombre, mi voluntad y también mi historia se disolvían. Ahí, en la prepotencia y la indiferencia de los elementos, ante el misterio y la desmesura, yo me liberaba de compromisos y esperanzas, no era nada ni nadie, no pertenecía a nada ni a nadie”. Sin dudas, esa es la sensación que provoca la “desmesura” patagónica, en quien sabe observarla y sentirla. Quedarse en el lugar, vacío de todo otro pensamiento o sensación que no sea el de contemplar la “indiferencia de los elementos de la naturaleza” (de la “implacabilidad”, habló Hilaire Belloc).
Y la tercera: “Y bajo el cielo que comenzaba a ensombrecerse, en el viento que soplaba cada vez con más fuerza, era como en esos sueños en que algo está a punto de resolverse y nunca se resuelve. Igual que en los sueños, también en lo alto de aquel acantilado hubiese sido inútil intentar gritar”. Ante un escenario como el que describe la nota, conocido por muchos de los lectores de Literasur, es difícil decidirse a abandonar el lugar; uno tiende a permanecer, como si fuese a transformarse en parte del paisaje. Tiene algo de onírico ese momento; que el autor plantea con las metáforas de la irresoluble situación de ciertos sueños y esos gritos que en el sueño se quiere proferir y no se puede...
En esta nota, Dal Masetto nos muestra una faz de la Patagonia; región bifronte, entre cuyas caras transcurre la meseta. Pero el escritor conoce, por su estadía en Bariloche, su otro rostro. Tal vez en algún momento nos haga conocer su opinión sobre esa faceta; en forma tan expresiva como fue en este caso.
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