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miércoles, 2 de enero de 2013

EL RELATO DE HOY

           En la apertura del año 2013, una colaboración especial:

                                                     
                                                                                 
                                                                                 


                                    PRIMER AMOR (*)


                                  por Antonio Dal Masetto





        En  aquellos tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado. Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes, había visto llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado de popa a proa para ponerme a soñar con América.
      Miraba el horizonte y fantaseaba acerca de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas anchas.
        Lo que me esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido, anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un muro. Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio y, finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.
        Lo primero fue cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.
        Lo cierto es que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa, con una chapa de bronce en la puerta, donde yo tocaba timbre cada día para entregar el pedido. La amaba porque era hermosa, porque era la hija del doctor y porque era malvada. Por lo menos eso comentaban entre ellas algunas clientas, cuyas hijas eran compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me pregunté qué clase de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo. Pero en esos meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo de la perfección.
        El domingo en que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las demás alborotaban alrededor.
Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo debí intuir que con aquel encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento me había estado asomando al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo, donde no había respuestas, ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de agua estancada. Recuerdo los amaneceres escarchados, la quietud del río, las noches sin vida, los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el terreno cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía como aletargado por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante. No sabía si algo en mí estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la prueba a la que estaba sometido casi no me permitía rebeldías, no pedía aceptación ni rechazo, simplemente me rodeaba con su abandono, me enquistaba y me anulaba.
        Después de encontrarme con Renata, en los días siguientes,  cuando averigüé que vivía en aquella casa y me puse a soñar con ella, aprendí, entre otras cosas, que había en mí una capacidad de sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato: “Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”.  Estaba realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese desgarramiento no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo. La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un delantal blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el símbolo del amor y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me devolvían una identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de Renata iba introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la impotencia y al mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por lo menos al principio, ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y aun más tarde, después del encuentro en el jardín, es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me sometía, sufría y me sentía vivo.
        Y así, aquellas calles se llenaron de actividad, de cálculos, de horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para todos los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga, por la iglesia, por el club, por cada sitio donde suponía que podía estar.  Corría permanentemente. En realidad, era ella la dueña del movimiento. Se desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a una cuadra de distancia, a cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo, ensayando vastos rodeos, encarando finalmente por una calle donde ella venía avanzando, para cruzarla de frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la mayoría de las veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el bolsillo una libreta en la que anotaba:
“Martes 17, la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi, me parece que me miró”.
        Una mañana toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me quedé mirándola, inmovilizado, con mis mamelucos color ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.
        —Traigo la carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.
        No se dignó tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:
        —Dejalo ahí, sobre la mesa.
        Obedecí. Cuando ya me iba oí que decía:
        —Esperá.
        Me detuve.
        —¿Por qué siempre me andás mirando? —preguntó.
        Sentí que me temblaban las rodillas y aparté la vista.  Me dije que no habría otra oportunidad como ésa y me esforcé por construir una respuesta en un castellano decente, aunque cuando la tuve lista ya era tarde.
        —Vení —dijo Renata.
        La seguí. Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas veces había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la pared que separaba el terreno de la casa vecina.
        —¿Sabés qué es? —preguntó señalando con el dedo.
        —Un rosal —contesté.
        —Eso es lo que parece —dijo.
        Se mantuvo en silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo. Después se acercó más al rosal y me contó una historia:
        —Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana notó que en este lugar había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal volvió a crecer.  Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo murió.
        Mientras hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí  el chillido de los pájaros.
        —Dame la mano —dijo ella.
        Estiré el brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al  rosal  para que me pinchara con una espina. Soporté sin chistar,  sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del que había oído hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.
        —Ahora —sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.
        Me soltó. Un golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no se encontraba en el pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca tuviese que marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no había diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras permaneciésemos ahí.
        Ella volvió a hablar.
        —Andate —dijo.
        No había prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple y clara de algo que debía ser hecho.
        Crucé el jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre una hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba más allá de las casas.



(*) Fragmento de “El padre y otras historias”, Ed. El Ateneo, Bs. As., 2012. Cedido gentilmente por el autor como colaboración para ser publicado en Literasur.


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domingo, 30 de diciembre de 2012

LA NOTA DE HOY





LAS NORIAS

Por Jorge L. Barzini (*)




    A la ciudad de Dolavon, se la conoce como “la localidad de las norias”. Desde su origen había en nuestro pueblo, y más específicamente articuladas sobre el canal de riego varias de ellas, con la finalidad de llevar agua a las quintas de la vera de la zanja.

   En varias oportunidades nos han preguntado y nos hemos preguntado, de donde surgió la idea de instalar este mecanismo y quién fue el que instaló la primera de ellas. Tras revisar la bibliografía existente y la respectiva consulta a antiguos pobladores se obtuvieron las primeras conclusiones al respecto:

   Desde hace casi un siglo ya había norias instaladas en Dolavon, en ese entonces la zona aún no era conocida como Dolavon sino Valle Superior o  Punta Rieles y además de las chacras con sus propietarios ya se habían radicado algunos pobladores y sus familias, quienes brindaban algún tipo de servicios a las tropas de carros que pasaban hacia y desde la cordillera. Ya se ha mencionado en los primeros capítulos del presente libro que no solo estaba el “boliche” de Nicolás Castro sino un herrero y un  panadero. Inclusive había peones que trabajaban en las chacras cercanas y que construyeron sus viviendas en las lomas cercanas al pueblo, en tierras fiscales reservadas por el gobierno en caso de inundaciones.

   Las norias movilizadas por la corriente del agua, eran un elemento utilizadas en la época de verano para garantizar el riego en las quintas y así  producir todo tipo de hortalizas y frutas para completar una dieta balanceada.

   La investigación realizada proporciona una visión  general del tema y aporta elementos para obtener las primeras conclusiones:

1) La utilización del agua mediante acequias, canales, y el uso de norias se  introdujo en Europa con la llegada de los árabes en España, y desde allí se fue propagando luego por el resto de Europa, pero específicamente era utilizado por los árabes y luego la técnica fue dominada por los españoles.

2) En  Chubut las norias que se observan a partir de inicios del siglo XX eran utilizadas para hacer girar un eje que ponía en movimiento otro mecanismo, por ejemplo en la Cordillera,  en el Valle 16 de Octubre utilizado por “el baqueano” Daniel Evans  en su molino harinero. En el Valle del Chubut, lo utilizaba también Elías Owen en su molino harinero situado en La Angostura.

3) Después de la creación de Dolavon (1919) en el canal de riego el señor John J. Williams instaló  con el asesoramiento del ingeniero Edward Owen  de Gaiman,  una noria a lo ancho del canal de riego,  que aprovechando la velocidad del agua movilizaba un mecanismo que proporcionaba luz eléctrica a algunas viviendas como la de John Williams y la capilla Carmel instalada junto al canal de riego.

4) En 28 de Julio durante la década de 1920 Crockett había instalado una turbina que era usada para elevar agua a la meseta donde pudo producir toneladas de cereales. Además había anexado un eje cuyo movimiento permitía poner en marcha algunas sierras carpinteras, lo que favoreció para instalar un  aserradero.

    Con esta base se inició la segunda parte de la investigación: todos coinciden que fue Dolavon el foco de irradiación del uso de las norias y es también donde se ubican las norias más antiguas.




   Bien, ahora  la parte más complicada del problema es averiguar quién instaló la primera noria en Dolavon.

   a) Dentro de la comunidad dolavense se integraron muchas personas de muy diversas nacionalidades. En las elecciones de 1945 por ejemplo en el ejido urbano sobre 391 habitantes habían 75 extranjeros entre los cuales  treinta eran españoles, trece británicos, ocho italianos, dos alemanes, siete chilenos, un ruso, un mexicano, dos franceses, un sueco, un búlgaro, un  libanés, un polaco, un brasilero, un peruano, cuatro portugueses y un uruguayo.

    En una localidad cosmopolita como esta es más fácil la búsqueda  de respuestas a algún  problema, ya que la disímil formación y cultura de sus habitantes permite la integración de ideas y conceptos que faciliten la solución.

   Así, la colaboración de varias personas determinó que se construyera y utilizara la primera noria. Si bien no se puede asegurar en un cien por ciento esta  aseveración, se induce que de acuerdo a charlas informales  mantenidas con varios entrevistados al menos dos españoles y un suizo participaron en su construcción: el panadero Blanco, el comerciante Alberto Fernández que aportó algunas ideas, pero especialmente el suizo Enrique Walder,  que era el herrero de la localidad.

   Es más, se puede afirmar que fue esa noria la que provocó la muerte de Enrique,  ya que algunos años después, y tras haber caído al canal tras un mal movimiento cuando trataba de ajustar la noria, sufrió un enfriamiento,  lo que poco después la causó la muerte que aconteció el 19 de agosto de 1928 a los 49 años de edad.

Don Ricardo Pierce cree recordar que dicha noria estaba ubicada entre la capilla Carmel y el puente sobre el canal.

   Hay muchas otras anécdotas en la vida del herrero.  Al estar ubicado en tierras fiscales, el 05 de setiembre de  1916 la Dirección de Tierras ofrece un arrendamiento precario por el terreno que el ocupa y solicita, pero “la Dirección ignoraba la importancia del terreno en cuestión”.  Y el inspector continúa…”por lo que dejo expuesto he creído cumplir mejor con la misión que se me encomendó, no ofreciendo el arrendamiento del 05 de setiembre.” 
“Creo también que sería muy conveniente para los intereses del Estado y de los vecinos de la Colonia Chubut, que en vez de concederle al señor Walder el terreno que pide, se trace un pueblo, pudiendo darle al señor Walder, por ser primer poblador, media manzana de terreno que es lo máximo que podría necesitar para su taller de herrería y fábrica de carros.”
Por supuesto eso nunca aconteció y la herrería permaneció en el mismo lugar por muchos años…

   Enrique Walder se había radicado con su mujer en el lugar en 1911 y construyeron su casa habitación de ladrillos y pisos de madera. Dos años más tarde edificó un galpón de zinc de 13 x  8,00 x  3,70 metros de altura  y tres piezas anexas del mismo material.

   Otro hecho curioso aconteció tras la muerte de Walder ya que su mujer, muy sociable y apreciada en la zona, se suicida ingiriendo veneno. Se trataba, como demuestra la foto, de una mujer obesa y como anecdótico se recuerda que al llevar sus restos al cementerio, se rompió el féretro.

    En conclusión, la primera noria de Dolavon pertenecía al panadero Blanco, aunque lamentablemente no se conoce su nombre de pila.

Blanco y Walder estaban instalados frente al negocio de Nicolás Castro (actual Cervantes) a la izquierda, entrando a Dolavon y la noria permitía la llegada de agua a esos terrenos  que era imposible mediante canales,  por ser una zona más elevada.





(*)   Profesor y Licenciado en Historia. Realizó sus estudios primarios en la Provincia de Buenos Aires. Egresó como Perito Mercantil con la primera promoción del Colegio William C. Morris de Dolavon.
Al finalizar su carrera universitaria comenzó a ejercer la docencia, dictando clases  en colegios y escuelas de Rawson, Trelew, Gaiman; Dolavon  y 28 de Julio. 
Se dedicó a la Historia local y Regional participando en Foros y Congresos de Historia. Escribió artículos referidos a la historia provincial y regional en Diario El Chubut y el periódico El Regional.
Participó con ponencias en los libros “Los galeses en la Patagonia I, II, III y IV” selección de conferencias presentados en los Foros sobre temas relacionados a los galeses en la Patagonia Argentina.
Presentó ponencias en el IV y V  Congreso de Historia Social y Política de la Patagonia Argentina-Chilena.
Participó en el equipo que redactó el libro para cuarto año “Chubut, Pura Naturaleza”. Impreso por el Ministerio de Educación de la Provincia del Chubut.
Redactó el libro de la Historia de 28 de Julio junto a Owen Tydur Jones.
El presente capítulo forma parte del libro "Historia de Dolavon", aún inédito, y ha sido gentilmente cedido por su autor para ser publicado en Literasur.


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miércoles, 26 de diciembre de 2012

EL POEMA DE HOY





TUS MANOS… Y LAS MIAS


Por Gladis Naranjo (*)




    Tomada  de  tu  mano  era  una  maravilla
caminar  hojarascas  crujientes  y  doradas.
(En  Zapala  el  otoño  es  cascada  amarilla
en  las  primeras  horas  de las  tardes  soleadas)

    Si  nevaba,  en  invierno,  tus  manos  y  las  mías
tejían  una  manta,  bordaban  un  pañuelo,
y  mientras  yo  ensayaba  todas  mis  melodías
alentaban  mis  sueños… y  trenzaban  mi  pelo.

   Cascarilla   fragante  y  entrar  a  la  aventura
del  misterio  del  Upa… y  el  recuerdo  profundo
de  tu  mano  guiando  la  mía  en  la  escritura.
Me  enseñaste  las  letras:  me  regalaste  el  mundo.

   Amanecida  en  versos  te  miré  tantas  veces
contar  el  desarraigo,  palpitante  en  tus  manos
la  nostalgia  neuquina  de  ñires  y  cipreses,
y  el  Moquehue  espejando  los  notros  del  verano.

   Sollozando  preludios  soltabas  las  amarras
y  Fleury  milongueaba  en  eterna  añoranza.
El  consuelo  infinito  que  te  dio  tu  guitarra
transformaba  tus  manos  en  sonora  esperanza.

   Recuerdo tu sonrisa  diciéndome  aquel  día,
madre  y  niño  buscando  el  refugio  en  mis  manos
compartiendo  ansiedades  al  enfrentar  la  vida,
que  mi  hijo, tu nieto, era  casi  tu  hermano.

   Cuando  más  tarde  el  tiempo  marcó  tu  desventura
y  la  bruma  en  tus  ojos  me  negaba  el  encuentro,
tus  manos  ateridas,  quebradas  las  amuras,
eran  velamen  huero  llevado  por  el  viento.

   Y  a  pesar  de  tus  años… y  a  pesar  de  los  míos,
a  pesar  de  que  entiendo  lo  que  es  ley  de  la  vida,
en  un  rincón  del  alma,  resguardado  y  baldío,
me  habita  el  desamparo  sin  tu  mano  en  la  mía.





(*) Nacida en Zapala un día del maestro, pasó su niñez entre esa ciudad y San Martín de los Andes. Posteriormente su familia se radicó en la provincia de Buenos Aires, donde la escritora continuó residiendo y trabajando luego de recibirse de médica. Actualmente vive en Claromecó; pero mantiene vivo su recuerdo del sur, al que ha vuelto varias veces animada por una nostalgia que expresa en sus sentidas obras. Pese a que hace poco se dedicó a escribir, ya ha obtenido varios premios en certámenes literarios; entre ellos –con el poema que aquí publicamos - el 3er premio del Concurso Nacional de Poesía “Leopoldo Lugones 2012”. Su madre es la poeta Pura Gladis Serradilla, recientemente fallecida, de quien este blog ha presentado varios poemas, que se destacan por su rima cristalina, su ritmo musical y su contenido. Sobre ella dice la autora de este poema: “Tengo el recuerdo de mi mamá, tamborileando los dedos sobre la mesa, contando las sílabas de sus versos”.

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sábado, 22 de diciembre de 2012

EL POEMA DE HOY



                               Inventario (*)


    de Geraldine Mac Burney Jones



Media docena de besos en cuarto menguante,
un manojo de caricias,
un billón de abrazos diluidos,
dos cucharadas soperas de dulzor.
Quinientos kilómetros de rabioso viento encorvado de silencios,
dieciséis calendarios abatidos por álamos en combate.
Un par de rugientes roperos aceitados de disfraces y muñecas.
Un coro de ranas, siete gnomos,
un batallón de norias adormecidas de invierno,
cinco metros de estanterías rociadas de dulceras.
Seis años de despertar con el clamor del pan recién horneado
y dos abuelos -cosmologías de ni universo-.
Dos hermanos -luz solar de mis días-,
una madre, mi madre
-matriz de pentagramas que bombean mis latidos-
y un padre ultramarino que me acompaña.
Todo lo que queda -y lo que no- es lo que somos.
Y a menudo dejamos buena parte en el olvido
mientras el cielo se va cerrando y sin darnos cuenta
los días pasan con sus ojos de vidrio y su cuerpo de acuarelas.
Me asomo a la ventana
y un campanario derrama su voz de agua en la meseta.
Más allá un estrépito de pájaros acomoda su vuelo en el viento.
El pueblo está más lindo que nunca.
Los jardines despiertan lentamente del letargo.
Me despido del río, de las norias, del túnel,
                     del último atardecer incendiando flores en el cielo
y emprendo el camino obligatorio.
Sólo queda la arcilla que enraíza mis pies en esta tierra.



(*) de "Vestal de Luna", Ed. Tela de Rayón - Jornada SA - Trelew, 2012.
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martes, 18 de diciembre de 2012

LA NOTA DE HOY






DESARRAIGO EN EL DESARRAIGO



                                        Por Jorge Eduardo Lenard Vives



     El desarraigo, palabra compañera de la emigración, siempre inspiró a la Literatura; y no podía ser menos en la Argentina, país de extrañamiento. Las migraciones internas, dentro de las fronteras de un estado, provocan desasosiego. Sin embargo, esos horizontes no son “tan lejanos”; puede haber separación afectiva, pero existe continuidad jurídica, de lenguaje e historia, que dan sensación de seguridad al migrante y mitiga las saudades. En cambio, si el éxodo es allende los límites políticos de la patria, el desarraigo se presenta en toda su crudeza. Sumando las dos situaciones, los inmigrantes que llegados a su nuevo hogar permanecen en él un tiempo y luego deciden probar suerte en otro lugar, surge una hipérbole de la migración; un doble desgarro emocional. Es el desarraigo en el desarraigo.

     La Colonia Galesa del Chubut presenta muchos ejemplos de esta diáspora duplicada. Desde el principio, algunos de sus integrantes no dudaron en buscar mejor fortuna en otros sitios. Los primeros deben haber sido los colonos que fueron a poblar la boca del Río Negro, en proximidades de Carmen de Patagones; episodio que atesora la historia maragata. A lo largo de la vida de la Colonia, individuos aislados o familias partieron hacia otros lugares de la nación, como la Colonia Pájaro Blanco en Santa Fe, o a otras naciones. Por ejemplo, Canadá y Australia.



     Sin embargo, las primeras emigraciones masivas se producen a partir de 1884, cuando quedó expedito y reconocido el camino a la cordillera. El poblamiento del Cwm Hyfryd está relatado en varias obras, como “1902” y “Trevelin” de Jorge Fiori y Gustavo de Vera, “El valle 16 de octubre y su plebiscito” de Virgilio González; y “Hacia los Andes”, de Eluned Morgan.

     La segunda gran emigración desde la Colonia fue en 1886, hacia Sauce Corto; luego llamado Coronel Suárez. Ya hablamos de ella tiempo atrás, en el artículo “Intermezzo bonaerense”. La describe en detalle una publicación del Museo Camwy, realizada por Tegai Roberts; en tanto el periodista, escritor e historiador Horacio Dos Santos le dedica un capítulo de su obra “120 años en la historia de Coronel Suárez”.

     Con respecto a la colonización de Sarmiento por los galeses, el tercer movimiento en orden cronológico, es un episodio menos tratado por la Literatura. Las primeras familias galesas se asientan en la región de los lagos hacia 1898. En 1902 había dieciocho grupos familiares en la zona, once de los cuales eran de origen galés.

     Y cuarta fue la emigración que llevó a un numeroso grupo de colonos a la Isla de Choele Choel y sitios aledaños del Alto Valle, a partir de 1902; proceso descripto en forma exhaustiva por Dora Martínez de Gorla, en su ensayo “La colonización del riego en las zonas tributarias de los ríos Negro, Neuquen, Limay y Colorado”. La autora alaba a los galeses. Entre otras cosas dice: “... el ingeniero Owen y sus galeses... se perpetuarían en la historia de la Isla Grande de Choele Choel, como los grandes constructores de canales, cuyas obras fueron las únicas que por muchos años sirvieron a la irrigación de las parcelas agrícolas...”

     Se dice que Carmen de Patagones es “madre de ciudades”, pues de allí salieron varias expediciones a fundar sendas poblaciones. Igual podemos decir de la Colonia Galesa del Valle del Chubut; origen de -al menos- cuatro núcleos urbanos. Pero el objeto de esta nota no es desarrollar un tema geopolítico, sino indagar en la psicología de esos colonos que se alejaron de su patria, arribaron a una nueva tierra para radicarse; y allí, a pesar del “hiraeth” que por cierto los acongojaría, tuvieron ánimos para seguir viajando en busca de su lugar en el mundo.




     Este proceso no es privativo de la historia chubutense ni patagónica. El desarraigo está en las bases del ser humano. Porque... ¿qué es la historia de la humanidad sino una perpetua emigración? Que comenzó hace cien mil años, cuando unas bandas de homo sapiens dejaron su terruño, África, para poblar el Medio Oriente. Allí, vaya a saberse por qué, se separaron. Tal vez unos persiguieron el sol hacia el poniente; otros lo buscaron hacia el levante. A los primeros, al cabo de un tiempo, los detuvo la orilla de un mar; y allí se asentaron, morando esa gran península generación tras generación; acumulando un acervo cultural enriquecido con el paso del tiempo. Los otros continuaron caminando. 



   Llegaron al Asia... y siguieron marchando. Arribaron al estrecho de Behring, que atravesaron a pie... y persistieron en su marcha. Ahora hacia el sur, la única dirección que les permitía esa tierra ahusada a la que habían llegado, rodeada por océanos. Se desgajaron en el camino; pero unos grupos llegaron, por fin, al extremo más austral, casi donde se había refugiado el hielo de las glaciaciones. Y allí, doce mil años después, los volvieron a encontrar sus congéneres - aquello de los que se apartaran milenios atrás - que ya dominaban la técnica de navegar las masas de agua entre los continentes.

     Fue un reencuentro de hermanos. Pues es esa, y no otra, la maravillosa historia de la humanidad.







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