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viernes, 18 de enero de 2013

EL POEMA DE HOY




NUNCA

Por Héctor Roldán (*)




Hay un punto donde nunca se debería poner la vista.
Hay un lugar al cual nunca se debería visitar.
Una comida que nunca se debe probar,
un idioma que no debe aprenderse.

En eso pensaba mientras veía los hilos,
mientras tu desnudez no ocultaba tus máscaras.

Hay un sueño que no se debe tener
un paquete en el árbol que no se tiene que abrir.
Unas vacaciones que no deben tomarse,
una carta que no hay que escribir.

Salías del agua, de la lluvia, sin ojos,
sólo con una vieja sombra viscosa pegada a tu piel.

Hay una caricia que nunca debe darse
una noche que nunca debería llegar.
Una sonrisa que hay que ocultar,
un conocimiento que siempre debe negarse

Pero, dónde estoy, qué hago mirando
la mancha perversa de una censura en el alma.

Hay una pared que nunca debería caerse.
Hay frío que nunca, pero nunca, debería abandonarse





(*) Escritor santacruceño. Poema publicado en su blog “El espectro de las cosas” (elespectrodelascosas.blogspot.com/)

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lunes, 14 de enero de 2013

LA NOTA DE HOY





LOS LIBRITOS GRISES


Por Jorge Eduardo Lenard Vives





Siendo chico llamaron mi atención ciertos libritos, folletos más bien, que reposaban sobre uno de los estantes de la biblioteca hogareña. Sus tapas plomizas, o de un verde o un celeste desvaído, agrisado por el tiempo; les daban un aspecto de distinguida antigüedad. Al principio, tomándolos con cuidado de su sitio, tal era el respeto que me inspiraban, me gustaba ojearlos para contemplar las nítidas fotografías de arpones, placas grabadas, tokis y otros instrumentos líticos u óseos similares. Luego comencé a leerlos, en forma fragmentaria, según que algún tema atrajera mi interés; y fui memorizando los nombres de sus autores, más tarde reencontrados en mis lecturas de adulto: Félix Outes, Milcíades Alejo Vignati, Juan Ambrosetti.

Eran las Publicaciones del Museo de La Plata, esa colección de documentos creada por el Perito Moreno, para difundir los trabajos de los mejores investigadores del país en diversas ramas del conocimiento; en particular, de la arqueología patagónica. Traigo su recuerdo a estas páginas, porque alguna vez dije que el género didáctico, para ser Literatura, debía expresarse en un lenguaje plástico; y, en muchos casos, estos ensayos breves lo hacen. Pero también tienen otra relación con las letras patagónicas: varios de ellos registran testimonios inapreciables de una de sus primeras manifestaciones, las leyendas y relatos orales de las etnias locales primigenias.

Analicemos un par de esos opúsculos. Por ejemplo, el llamado “La pretendida existencia actual del Grypotherium” de Robert Lehmann–Nitsche; editado en 1901. Para comentarlo, debemos hablar sobre el autor; un científico alemán que vivó 33 años en la Argentina y que, ya vuelto a su suelo natal donde murió en 1938, continuó aportando sus conocimientos para la comprensión de la pre y protohistoria de la Argentina. Muchos de sus estudios los hizo en el Museo de La Plata; pero también recorrió el interior del país entre 1900 y 1926, en especial Chaco y Tierra del Fuego. En el librillo de referencia, que devela el origen de la leyenda que dio pábulo a la creencia en la supervivencia del Neomylodón, encontramos pasajes de sumo interés para conocer los mitos sureños en sus versiones de primera mano. Allí detalla lo que dijo su informante y amigo Nahuelpi respecto al “zorro-víbora”, que el científico identifica con la lutra: “El zorro-víbora existe en el agua. Este agarra gente en el agua. Tiene una cola con que agarra la gente. Pero cuando lo adoran no hace daño. Cuando lo adoran le dicen “¡Padre, dueño del agua, por servicio no nos haga mal a nosotros!” le dicen. “Dueño del agua, por su milagro que pasemos bien al otro lado de su agua”, le dicen”.



Otro ejemplo puede ser “Los talleres arqueológicos de Gualjaina”, publicado en 1945 por Tomás Harrington. También una referencia al escritor; un maestro que ejerció en varias escuelas en el noroeste del Chubut, empezando en 1911 por la de Gan Gan. Luego, ya jubilado, retornó a la Patagonia para seguir sus estudios etnológicos; en los que fue acompañado por un joven Rodolfo Casamiquela. Harrington dejó muchos trabajos, como su “Contribución al estudio del indio gününa küne”. La obrilla que mencionamos más arriba revela cuán minuciosa fue la reunión de datos que hizo y sus dotes de observador: “El valle del Gualjaina estuvo totalmente cubierto de pastos, en el decir de los antiguos pobladores del lugar; pero los guanacos, abundantes décadas atrás y hoy casi extinguidos en la región, los vacunos y yeguarizos, y más tarde y en el día gran cantidad de ovejas, ayudados por un suelo blando y semiguadaloso, por los fortísimos vientos del oeste que toman longitudinalmente el valle, y por el tránsito sobre el camino, han convertido al terreno en “peladal” y el todo en “voladero”. En una nota al pié, aclara ambos regionalismos.

El moderno interés por la no ficción hizo surgir, en los últimos años, innumerables libros de “divulgación científica”; entre los cuales la arqueología austral fue una de las temáticas preferidas. Aparecieron así trabajos inclinados a lo académico, como “Los cazadores-recolectores del extremo oriental fueguino”, de Atilio Francisco Zangrado, Martín Vázquez y Augusto Tessone, o “Glaciología y Arqueología de la Región del Lago Argentino”, de Roberto Andreone y Silvana Espinosa; y otros con un sesgo hacia lo literario, como “Por los picaderos de la Patagonia”, de Oscar García Marina.

De esos modernos libros, ilustrados a colores, con tapas atrayentes y brillantes, los humildes folletines platenses son venerables ancestros. Seguramente algunos estudiosos modernos recurren a ellos para obtener datos de valor para sus pesquisas; como también suelen frecuentarse los enjundiosos artículos de la revista Argentina Austral. Ambas publicaciones comparten la misma suerte; permanecen en la sombra para muchos lectores y son sólo conocidas por los especialistas. No sería malo que se supiese más de ellas. Entre otras cosas, permitiría entender que la investigación sobre los pobladores autóctonos, sus antepasados y el folklore y la mitología regional, no es una novedad de los últimos años; sino que desde principios del siglo XX –y antes– muchos eruditos se preocuparon por recuperar y conservar para la posteridad, con rigor científico, el acervo vernáculo. 

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lunes, 7 de enero de 2013

EL RELATO DE HOY







Memorias del Viento – Capítulo 8

                                                          Por Hugo Covaro (*)



Yo voy al viento y desde el viento vengo a contar sus memorias, a nombrar a los hombres de la tierra que habito.

Vuelvo de sus silencios en minúsculas partículas en las que reparte el día su pan desmemoriado. Pueblos casi de barro. Tierra sobre tierra. Y el viento acezando en las trutrucas sus minerales nuevos, llenándole la boca de canciones al hombre y puliendo los cuarzos de sus ojos paisanos.

Yo voy al viento y vuelvo cuando el viento es un aire redondo en manos de los indios, hecho jarrón oscuro. O remolino –viento trenzado– que hunde su trépano de arena en la raíz olorosa del tomillo. Vuelvo en el viento obsesivo, que envejece todo lo que toca; que lo cubre de un olvido amarillento al monte, cuando el otoño, pisando la hojarasca, se trepa a la paz de los piñones dormidos. Que cordillera adentro, desde su médula de frío, donde los arroyos nacen arrastrando su sombra húmeda, se esconde en los ojos del puma la niñez del relámpago, atizando fuegos.

Voy al viento y vuelvo con el viento bajando de un cielo alto hasta los árboles, andando esta tierra, de preñez, ávida de lluvias generosas, regresando a contar sus memorias como un escalofrío en el poncho de los gauchos, cuando el viento asienta su sombra silenciosa en la raíz dormida del chacay.

Veo llegar de lo hondo del tiempo a Cecilio Quezada, cargando su borrachera y esa alegría breve como un beso que el vino sopla con sus fuegos para incendiarle al pobre la boca de tonadas. El viento andaba en la guardia del caballo que frente al boliche pisaba a cuatros patas la espera y en la muerte, que dormía su antiguo frío en el filo de los cuchillos. El viento anduvo tapándole las buenas huellas a los zorreros y Márquez vino a completar la pena con una copa amarga. Dicen algunos que fue en defensa propia. Otros no dicen nada.

Amaneció tirado, con una copla muerta a medio salir de su garganta arenosa. Todo tenía la quietud de la leña. Sólo el sauce le soltaba una llovizna de hojas doradas y en lo alto el cielo mostraba sus lentas quemazones.

Lo cargaron en un carro y se llevaron para velarlo. Iba, con una sonrisa marchita, ahorcada por el pañuelo negro que como una sombra de cuervo le acogotaba todos los sueños. Iba, entre ranchos tristes y ladridos a lo más profundo del viento para entrar en sus memorias...




(*) Escritor comodorense. Es una de las figuras más importantes de la Literatura Patagónica; cuya trayectoria y permanente presencia en las letras regionales, ampliamente conocida, no requiere mayor presentación. Obtuvo numerosos premios y distinciones; y además de la creación literaria, tiene una significativa obra musical. Es autor, entre otros, de los siguientes títulos: “Canto Joven” (poemas, 1970), “Rastro Moreno” (poemas, 1972, “Inquilino de la Soledad”(relatos. 1975), “ “Luna de los Salares” – Relatos, 1985 . “El Chamán y la lluvia”(novela breve, 1996), “Trampa para Duendes”(relatos, 1997),“Con los ojos del puma” (novela, 2000), “Pequeña historias marineras” (relatos, 2005), “Mi Land Rover Azul” (relatos, 2003) y “Nada ocurre antes del viento” (relatos, 2012). El presente relato fue tomado de su libro “Memoria del viento”, de 1983.

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miércoles, 2 de enero de 2013

EL RELATO DE HOY

           En la apertura del año 2013, una colaboración especial:

                                                     
                                                                                 
                                                                                 


                                    PRIMER AMOR (*)


                                  por Antonio Dal Masetto





        En  aquellos tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado. Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes, había visto llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado de popa a proa para ponerme a soñar con América.
      Miraba el horizonte y fantaseaba acerca de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas anchas.
        Lo que me esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido, anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un muro. Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio y, finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.
        Lo primero fue cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.
        Lo cierto es que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa, con una chapa de bronce en la puerta, donde yo tocaba timbre cada día para entregar el pedido. La amaba porque era hermosa, porque era la hija del doctor y porque era malvada. Por lo menos eso comentaban entre ellas algunas clientas, cuyas hijas eran compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me pregunté qué clase de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo. Pero en esos meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo de la perfección.
        El domingo en que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las demás alborotaban alrededor.
Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo debí intuir que con aquel encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento me había estado asomando al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo, donde no había respuestas, ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de agua estancada. Recuerdo los amaneceres escarchados, la quietud del río, las noches sin vida, los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el terreno cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía como aletargado por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante. No sabía si algo en mí estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la prueba a la que estaba sometido casi no me permitía rebeldías, no pedía aceptación ni rechazo, simplemente me rodeaba con su abandono, me enquistaba y me anulaba.
        Después de encontrarme con Renata, en los días siguientes,  cuando averigüé que vivía en aquella casa y me puse a soñar con ella, aprendí, entre otras cosas, que había en mí una capacidad de sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato: “Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”.  Estaba realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese desgarramiento no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo. La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un delantal blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el símbolo del amor y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me devolvían una identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de Renata iba introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la impotencia y al mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por lo menos al principio, ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y aun más tarde, después del encuentro en el jardín, es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me sometía, sufría y me sentía vivo.
        Y así, aquellas calles se llenaron de actividad, de cálculos, de horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para todos los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga, por la iglesia, por el club, por cada sitio donde suponía que podía estar.  Corría permanentemente. En realidad, era ella la dueña del movimiento. Se desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a una cuadra de distancia, a cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo, ensayando vastos rodeos, encarando finalmente por una calle donde ella venía avanzando, para cruzarla de frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la mayoría de las veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el bolsillo una libreta en la que anotaba:
“Martes 17, la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi, me parece que me miró”.
        Una mañana toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me quedé mirándola, inmovilizado, con mis mamelucos color ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.
        —Traigo la carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.
        No se dignó tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:
        —Dejalo ahí, sobre la mesa.
        Obedecí. Cuando ya me iba oí que decía:
        —Esperá.
        Me detuve.
        —¿Por qué siempre me andás mirando? —preguntó.
        Sentí que me temblaban las rodillas y aparté la vista.  Me dije que no habría otra oportunidad como ésa y me esforcé por construir una respuesta en un castellano decente, aunque cuando la tuve lista ya era tarde.
        —Vení —dijo Renata.
        La seguí. Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas veces había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la pared que separaba el terreno de la casa vecina.
        —¿Sabés qué es? —preguntó señalando con el dedo.
        —Un rosal —contesté.
        —Eso es lo que parece —dijo.
        Se mantuvo en silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo. Después se acercó más al rosal y me contó una historia:
        —Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana notó que en este lugar había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal volvió a crecer.  Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo murió.
        Mientras hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí  el chillido de los pájaros.
        —Dame la mano —dijo ella.
        Estiré el brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al  rosal  para que me pinchara con una espina. Soporté sin chistar,  sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del que había oído hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.
        —Ahora —sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.
        Me soltó. Un golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no se encontraba en el pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca tuviese que marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no había diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras permaneciésemos ahí.
        Ella volvió a hablar.
        —Andate —dijo.
        No había prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple y clara de algo que debía ser hecho.
        Crucé el jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre una hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba más allá de las casas.



(*) Fragmento de “El padre y otras historias”, Ed. El Ateneo, Bs. As., 2012. Cedido gentilmente por el autor como colaboración para ser publicado en Literasur.


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domingo, 30 de diciembre de 2012

LA NOTA DE HOY





LAS NORIAS

Por Jorge L. Barzini (*)




    A la ciudad de Dolavon, se la conoce como “la localidad de las norias”. Desde su origen había en nuestro pueblo, y más específicamente articuladas sobre el canal de riego varias de ellas, con la finalidad de llevar agua a las quintas de la vera de la zanja.

   En varias oportunidades nos han preguntado y nos hemos preguntado, de donde surgió la idea de instalar este mecanismo y quién fue el que instaló la primera de ellas. Tras revisar la bibliografía existente y la respectiva consulta a antiguos pobladores se obtuvieron las primeras conclusiones al respecto:

   Desde hace casi un siglo ya había norias instaladas en Dolavon, en ese entonces la zona aún no era conocida como Dolavon sino Valle Superior o  Punta Rieles y además de las chacras con sus propietarios ya se habían radicado algunos pobladores y sus familias, quienes brindaban algún tipo de servicios a las tropas de carros que pasaban hacia y desde la cordillera. Ya se ha mencionado en los primeros capítulos del presente libro que no solo estaba el “boliche” de Nicolás Castro sino un herrero y un  panadero. Inclusive había peones que trabajaban en las chacras cercanas y que construyeron sus viviendas en las lomas cercanas al pueblo, en tierras fiscales reservadas por el gobierno en caso de inundaciones.

   Las norias movilizadas por la corriente del agua, eran un elemento utilizadas en la época de verano para garantizar el riego en las quintas y así  producir todo tipo de hortalizas y frutas para completar una dieta balanceada.

   La investigación realizada proporciona una visión  general del tema y aporta elementos para obtener las primeras conclusiones:

1) La utilización del agua mediante acequias, canales, y el uso de norias se  introdujo en Europa con la llegada de los árabes en España, y desde allí se fue propagando luego por el resto de Europa, pero específicamente era utilizado por los árabes y luego la técnica fue dominada por los españoles.

2) En  Chubut las norias que se observan a partir de inicios del siglo XX eran utilizadas para hacer girar un eje que ponía en movimiento otro mecanismo, por ejemplo en la Cordillera,  en el Valle 16 de Octubre utilizado por “el baqueano” Daniel Evans  en su molino harinero. En el Valle del Chubut, lo utilizaba también Elías Owen en su molino harinero situado en La Angostura.

3) Después de la creación de Dolavon (1919) en el canal de riego el señor John J. Williams instaló  con el asesoramiento del ingeniero Edward Owen  de Gaiman,  una noria a lo ancho del canal de riego,  que aprovechando la velocidad del agua movilizaba un mecanismo que proporcionaba luz eléctrica a algunas viviendas como la de John Williams y la capilla Carmel instalada junto al canal de riego.

4) En 28 de Julio durante la década de 1920 Crockett había instalado una turbina que era usada para elevar agua a la meseta donde pudo producir toneladas de cereales. Además había anexado un eje cuyo movimiento permitía poner en marcha algunas sierras carpinteras, lo que favoreció para instalar un  aserradero.

    Con esta base se inició la segunda parte de la investigación: todos coinciden que fue Dolavon el foco de irradiación del uso de las norias y es también donde se ubican las norias más antiguas.




   Bien, ahora  la parte más complicada del problema es averiguar quién instaló la primera noria en Dolavon.

   a) Dentro de la comunidad dolavense se integraron muchas personas de muy diversas nacionalidades. En las elecciones de 1945 por ejemplo en el ejido urbano sobre 391 habitantes habían 75 extranjeros entre los cuales  treinta eran españoles, trece británicos, ocho italianos, dos alemanes, siete chilenos, un ruso, un mexicano, dos franceses, un sueco, un búlgaro, un  libanés, un polaco, un brasilero, un peruano, cuatro portugueses y un uruguayo.

    En una localidad cosmopolita como esta es más fácil la búsqueda  de respuestas a algún  problema, ya que la disímil formación y cultura de sus habitantes permite la integración de ideas y conceptos que faciliten la solución.

   Así, la colaboración de varias personas determinó que se construyera y utilizara la primera noria. Si bien no se puede asegurar en un cien por ciento esta  aseveración, se induce que de acuerdo a charlas informales  mantenidas con varios entrevistados al menos dos españoles y un suizo participaron en su construcción: el panadero Blanco, el comerciante Alberto Fernández que aportó algunas ideas, pero especialmente el suizo Enrique Walder,  que era el herrero de la localidad.

   Es más, se puede afirmar que fue esa noria la que provocó la muerte de Enrique,  ya que algunos años después, y tras haber caído al canal tras un mal movimiento cuando trataba de ajustar la noria, sufrió un enfriamiento,  lo que poco después la causó la muerte que aconteció el 19 de agosto de 1928 a los 49 años de edad.

Don Ricardo Pierce cree recordar que dicha noria estaba ubicada entre la capilla Carmel y el puente sobre el canal.

   Hay muchas otras anécdotas en la vida del herrero.  Al estar ubicado en tierras fiscales, el 05 de setiembre de  1916 la Dirección de Tierras ofrece un arrendamiento precario por el terreno que el ocupa y solicita, pero “la Dirección ignoraba la importancia del terreno en cuestión”.  Y el inspector continúa…”por lo que dejo expuesto he creído cumplir mejor con la misión que se me encomendó, no ofreciendo el arrendamiento del 05 de setiembre.” 
“Creo también que sería muy conveniente para los intereses del Estado y de los vecinos de la Colonia Chubut, que en vez de concederle al señor Walder el terreno que pide, se trace un pueblo, pudiendo darle al señor Walder, por ser primer poblador, media manzana de terreno que es lo máximo que podría necesitar para su taller de herrería y fábrica de carros.”
Por supuesto eso nunca aconteció y la herrería permaneció en el mismo lugar por muchos años…

   Enrique Walder se había radicado con su mujer en el lugar en 1911 y construyeron su casa habitación de ladrillos y pisos de madera. Dos años más tarde edificó un galpón de zinc de 13 x  8,00 x  3,70 metros de altura  y tres piezas anexas del mismo material.

   Otro hecho curioso aconteció tras la muerte de Walder ya que su mujer, muy sociable y apreciada en la zona, se suicida ingiriendo veneno. Se trataba, como demuestra la foto, de una mujer obesa y como anecdótico se recuerda que al llevar sus restos al cementerio, se rompió el féretro.

    En conclusión, la primera noria de Dolavon pertenecía al panadero Blanco, aunque lamentablemente no se conoce su nombre de pila.

Blanco y Walder estaban instalados frente al negocio de Nicolás Castro (actual Cervantes) a la izquierda, entrando a Dolavon y la noria permitía la llegada de agua a esos terrenos  que era imposible mediante canales,  por ser una zona más elevada.





(*)   Profesor y Licenciado en Historia. Realizó sus estudios primarios en la Provincia de Buenos Aires. Egresó como Perito Mercantil con la primera promoción del Colegio William C. Morris de Dolavon.
Al finalizar su carrera universitaria comenzó a ejercer la docencia, dictando clases  en colegios y escuelas de Rawson, Trelew, Gaiman; Dolavon  y 28 de Julio. 
Se dedicó a la Historia local y Regional participando en Foros y Congresos de Historia. Escribió artículos referidos a la historia provincial y regional en Diario El Chubut y el periódico El Regional.
Participó con ponencias en los libros “Los galeses en la Patagonia I, II, III y IV” selección de conferencias presentados en los Foros sobre temas relacionados a los galeses en la Patagonia Argentina.
Presentó ponencias en el IV y V  Congreso de Historia Social y Política de la Patagonia Argentina-Chilena.
Participó en el equipo que redactó el libro para cuarto año “Chubut, Pura Naturaleza”. Impreso por el Ministerio de Educación de la Provincia del Chubut.
Redactó el libro de la Historia de 28 de Julio junto a Owen Tydur Jones.
El presente capítulo forma parte del libro "Historia de Dolavon", aún inédito, y ha sido gentilmente cedido por su autor para ser publicado en Literasur.


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