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domingo, 5 de enero de 2014

LA NOTA DE HOY




Alice Munro

Premio Nobel de Literatura




    Las vicisitudes de los años no han podido opacar los ojos de Alice Munro. Tal vez se deba a su intensa valoración por la vida, la historia que guarda y se complace en compartir, o las imágenes de aquella granja en la comunidad de Ontario que la vio crecer y acuden ahora a su mente, intactas y veneradas.

    En el octubre reciente, aún con la mirada más iluminada, festeja la existencia y con ella su carrera literaria; no es casual: la Academia Sueca la distinguió con el máximo galardón, el Premio Nobel.

    Ha forjado su ser al lado de las letras, y lo ha hecho desde el lugar que pocos se animan, desde el cuento, el relato corto. Ese género no muy estimado (especialmente por el mundo editorial) y que, sin embargo encierra a mi criterio lo más intrínseco de la literatura toda: la facultad de inmiscuirse, en páginas acotadas, en el universo y escenarios de personajes que construyen y deconstruyen sus emociones mostrándonos bien poco, dejándole al lector la posibilidad ineludible de urdir las hebras que los sostienen.

    Alice ha dicho, en varias oportunidades, que en principio escribía cuentos como bocetos para futuras novelas, hasta que deliciosamente comprendió que las historias cortas eran el modo en el que no sólo se sentía cómoda, sino a través de las cuales quería comunicarse. Quizás intuyó que con ellas trascendería.

    Sobre  su propia obra Munro dijo: Un cuento no es como un camino que uno sigue es más como una casa. Entras allí y te quedas un rato, yendo de un lado a otro y quedándote donde te gusta, descubriendo cómo los pasillos y las habitaciones se relacionan entre sí, cómo el mundo de afuera se altera por cómo uno mira por las ventanas. Y vos, el visitante, el lector, estás alterado por estar en este lugar cerrado Podés volver y volver y la casa; el cuento siempre contiene más de lo que viste la última vez.

    Me conmueve escucharla cuando relata que apenas con 21 años escribía acotada por los breves espacios en los que su pequeña hija dormía una siesta. O cuando se manifestó molesta, en medio de la ceremonia en la que se la agasajó por su primera colección de cuentos (La danza de las sombras felices), al ser juzgada como “un ama de casa tímida”. Fue entonces cuando se empecinó en demostrar cuán desacertado era ese concepto y puso al servicio del mundo, sus letras. Es que Munro, con sesenta años de trayectoria, fue en principio una escritora secreta, conocida por unos pocos. A partir de allí han sido innumerables los premios y distinciones con los que se reconoció su obra.

    Su sensibilidad y visión del mundo la han hecho pronunciarse a favor de los derechos de la mujer y las consecuencias de la ignominia sobre el género.

    Su libro Mi vida querida sea quizás, por su corte autobiográfico, el que más nos revele de esta mujer amable y sincera. Sus relatos, tan profundos e intensos como ella misma, están signados por escenarios de su niñez en Wingham, y el amor y la generosidad con la que la escritora es honrada en el mundo.

    La crítica, afanosa en buscar similitudes, la nombra como la Chejov americana. En lo personal su narrativa me recuerda a la distinguida Carson McCullers.

    Con voz cálida y armoniosa, apenas después de que resonara en los oídos del mundo literario el Premio de Estocolmo,  Munro expresaba que sólo pretendía que la distinción le otorgara al cuento el lugar que se merecía. Confesó que nunca pudo imaginar su vida alejada de la literatura, que ha sido atravesada por ella. Yo me animaría a decir que ha sido la Literatura la que ha tenido el privilegio de ser atravesada por Alice Munro.


 Olga Starzak




Alice Munro (Alice Anne Laidlaw) nació en el año 1931, en la Provincia de Ontorio, Canadá.Es autora de las obras Danza de las penumbras felices, Secretos a voces, El amor de una mujer generosa, Escapada, La vista desde Castle Rock, entre otras. 



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miércoles, 1 de enero de 2014

jueves, 26 de diciembre de 2013

EL POEMA DE HOY




DOY GRACIAS POR TODO LO QUE TENGO


Por Jorge Castañeda (*)



A veces en la paz de las mañanas
Con el alma transida de silencio
En la iglesia pequeña y solitaria
Elevo la plegaria de mis rezos.
Y el día se apesebra de bonanza
Y doy gracias por todo lo que tengo.


Afuera  me perfuman las acacias
Y una brisa me colma de renuevos,
Los pájaros tempranos con su parla
Vaya a saber qué cosas traen a cuento:
Tal vez de una ciudad y una ventana
Donde hicieron su nido los horneros.


Ya la hora del almuerzo está cercana
Y sobre la mesa el mantel dispuesto.
No hay cosa más hermosa que la casa
Donde se halla el reposo y el contento.
Y la cocina con su aroma a albahaca
Acercando de mi madre el recuerdo.


Y después la lectura con su magia
En ese sillón que es el que prefiero,
Con las cosas más simples pero caras
A la sencillez propia de mis afectos:
Mis libros, mis escritos, mis vituallas
Y el lugar de mis íntimos momentos.

Soy un hombre feliz, un peregrino,
Y doy gracias por todo lo que tengo.



(*) Escritor de Valcheta.

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viernes, 20 de diciembre de 2013

EL CUENTO DE HOY




ETTA

Un cuento de Virgilio González (*)



     Las lámparas de querosene aplicadas estratégicamente en las paredes del bar del hotel, ya iluminaban su interior. Velas esparcidas en las mesas sumaban su tembloroso brillo a la ambarina e intimista atmósfera. La concurrencia vestía con elegancia, especialmente las damas, y tenía buenos modales. Incluso los parroquianos acodados en el mostrador. Uno de éstos señaló la vidriera norte. A través de ella se podía advertir, perfilándose en la crepuscular claridad exterior, el arribo de tres jinetes que, reconociendo el frente del hotel, detenían sus cabalgaduras. Uno de ellos era mujer.
     Los hombres se apearon con gimnástica agilidad y el más alto, galantemente, ayudó a su compañera descender de la montura mujeriega.
     “Nuevos huéspedes”, dijo quien atendía el bar y por su señorío trasuntaba su condición de dueño. En efecto, el trío se dirigía hacia la puerta. Una actitud expectante se apoderó de todos.
     La entrada del grupo no defraudó tanta atención. Cada uno era un notable ejemplar humano radiante de afabilidad y gallardía. Su saludo fue respondido con un eco de simpatía general.
      El rubio, disculpándose por su limitado manejo del galés y el español, preguntó si había alojamiento como para ellos. Ante la respuesta afirmativa del hotelero, procedió a despojarse del gabán llevándolo al perchero de madera lustrada. Los cubrecabezas y los abrigos de los tres quedaron de inmediato colgados como un símbolo de su interés por presentarse y departir con la gente, antes de traer al interior del local algún equipaje e ir a las habitaciones. Eso sirvió para que toda la asistencia pudiera conocer sus filiaciones.
      El hombre de piel y cabellos más claros, el que ya había hablado, se llamaba James Ryan. El otro, de pelo algo rojizo y bigote más rojo aún, era Harry Place. La muchacha, de rizos trenzados de color castaño claro y unos fulgurantes ojos verde mar, era la señora Place.
      Venían de la Cordillera. En realidad, hacía un par de años que estaban en el país. Bajaron desde California a Chile en esos barcos que unían los puertos del Pacífico. Por amigos galeses que conocieron en su rancho de Montana tenían noticias acerca del Chubut y de la posibilidad de trabajar con ganado grande al pie de los Andes patagónicos. Así fue como compraron una estancia en Cholila y realmente les estaba yendo muy bien. Ahora querían adquirir reproductores de raza y ampliar las actividades de su cabaña. Tenían ganas de criar finos caballos de sangre pura de carrera. Les parecía que eso podía ser un buen negocio de exportación con gran porvenir.
      La concurrencia celebró unánimemente tan acertados planes. El diálogo fue adquiriendo fluidez; entreverando palabras y modismos del castellano y el inglés, todos parecían entenderse. Un caballero de aspecto patriarcal se acercó a Ryan y se sentó a su lado en la silla que presta y respetuosamente le alcanzaron.
      –Creo que a ustedes les conviene prepararse para la cena en este mismo lugar. Yo los invito. Todas las noches viene a tomar café con su señora el gerente del Banco, que es de ascendencia norteamericana.
      Esta noticia decidió a los viajeros. Los dos hombres salieron a buscar las austeras maletas y arreglar las condiciones del cuidado de los caballos. Las damas se congregaron en torno a Etta.

      –¿Vinieron a caballo desde Cholila? -preguntaron casi a coro dos de ellas.
      –¡Of course! –fue la inmediata respuesta, dicha con un gracioso gesto casi infantil que confirmaba que eso era la cosa más natural.
     –¿Y en esa montura? –agregó otra.
     Aquí estalló una de esas pícaras carcajadas colectivas que suelen producirse en los corrillos femeninos.
      –No –respondió por fin Etta–. La compramos en Gaiman, donde estuvimos ayer e hicimos noche. Yo monto como los hombres y me gusta usar “breeches”. Me crié a caballo en mi país.
     –Sin embargo, no hay nada de rústico en usted –afirmó una de ellas en representación de todas, que asintieron con cabeceos.
     –Well..., mis padres, pese a ser pobres granjeros, lograron mandarme al Este a estudiar. Soy maestra de escuela y trabajé como tal.
     –¿Le gusta enseñar?
     –Me gustó hasta que el salvajismo del Far West se impuso en la política de nuestro Estado. Gobernantes con amigos empresarios y abogados tramposos forman una camarilla que necesita ignorantes que los voten. Hasta fingen estar en partidos distintos para perpetuarse. A los que verdaderamente se les oponen los destrozan. A los maestros no les pagan casi nada. A las escuelas chicas las cierran y con las grandes hacen desvergonzadas ganancias; las empresas constructoras y proveedoras son de ellos mismos. Y cada vez son menos las escuelas y proliferan las tabernas y los casinos. Con la excusa de que yo tenía pocos alumnos me dejaron en la calle. ¡Los mismos funcionarios que ganaban veinte veces mi sueldo para no hacer nada sino tramar maldades! ¡Oh!, yo estaba muy triste y resentida cuando conocí a Harry...
      En el transcurso de esta conversación se fue produciendo en Etta un sutil cambio. Hubo un momento en que alguna persona observadora podría haber advertido un estremecimiento muy íntimo, un cuasi escalofrío. Rasgos de madurez y rictus de amargura quisieron aflorar, afortunadamente sin éxito porque hubieran marchitado la lozanía del joven rostro.
      –Nunca dejen que en su país leguen a gobernar hombres poderosos pero salvajes... –dijo tras un instante de pensativo silencio-. Y perdonen, por favor, mi pretensión de aconsejar.
       En ese momento entraban nuevamente sus compañeros de viaje. Ellos seguían muy alegres. Sus miradas tenían cierta ensoñación artera que no armonizaba con la plácida sonrisa de niños que lucían sus labios y sus curtidas mejillas.
       La joven, rodeada de gente que le había demostrado aprecio y confianza, con la que ella había podido franquearse apelando a recuerdos de una juventud idealista que no estaba tan lejana, sintió el atisbo de una náusea que urgentemente debía reprimir. El rol de caballeros rurales interpretado por sus amigos para iniciar lo que iba a terminar en otro asalto de gigantesco botín le parecía ahora algo burdo, soez. Si por un tiempo y en algún lugar pudieran dejar de ser la banda de Butch Cassidy, esta ocasión y este sitio se presentaban propicios.
       Cuando Harry tomó suavemente la mano de Etta para invitarla a ponerse de pie, un relámpago de ira emergió del abismo esmeralda de los ojos de la muchacha. El hombre, tras una breve pausa dubitativa, absorbió inteligentemente la situación.
      –Vamos, Etta –le dijo con ternura paternal–. Creo que nos vamos a quedar un tiempo con esta buena gente. Y no te preocupes –mirándola intensamente como se hace cuando dos almas se funden en una al impulso de un noble arrebato, agregó con voz cada vez más queda–, nos vamos a portar bien aquí. Entre los dos convenceremos a Butch. Será un verdadero viaje de vacaciones.




(*) Profesor y escritor chubutense. Este cuento fue publicado en “Cuentos de cuando la banda de Butch Cassidy anduvo por aquí” (Biblioteca Popular Agustín Alvarez, Trelew, 1997).
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martes, 17 de diciembre de 2013

EL CUENTO DE HOY




EL ÚLTIMO DÍA DE SOL


Por Luis Ferrarassi (*)





    Hubo un día que el sol no asomó. Aunque el fenómeno se daba en otras partes del mundo, como en el Ártico o la Antártida, acá no era nada común.
    El primer día, todos estaban sorprendidos y confundidos. Salían a las calles, sacaban fotos, festejaban, como si fuera una gran nevada, que no asustaba ni preocupaba al ciudadano común, sino que, de algún modo, lo hacía sentir ridículamente orgulloso de ser una ciudad con algo que la distinguía. Aquel crepúsculo había cubierto toda la jornada, en una noche perpetua.
    El segundo día, comenzaron a buscarse explicaciones y a preguntarse si éramos los únicos. Al parecer, sí, lo éramos. Éramos los únicos sin sol. 
    Había en el suceso algo hechizante: nadie, aunque lo intentara, podía emerger de los dominios de la ciudad. Uno, simplemente... quería quedarse. Y cuando había quien se libraba del hechizo y llegaba a la altura del aeropuerto, una oscuridad profunda se comía las cosas y al parpadear, aparecían del otro lado de la autovía, con dirección a la ciudad.     Muchos han intentado irse en otras direcciones, pero siempre pasaba lo mismo: la oscuridad devoraba y regurgitaba. Pero nunca devolvía lo mismo que se tragaba, antes absorbía una parte de la vitalidad. Esa gente ya no era la misma.
    Pasaron más noches, más tiniebla, más oscuridad. Dos, tres, cuatro días. Al décimo, ya habituados a la soledad de siempre, pero ahora con un aditivo nada común, aparecieron las criaturas. Salieron de la nada.
    Eran del tamaño de un niño de seis años, delgadas, de grandes ojos gatunos, bocas pequeñas, sin nariz ni orejas. Sus brazos cortos terminaban en manos pequeñas que en vez de dedos parecían tener tentáculos. Sus pies eran casi siempre invisibles por la carencia de luz, pero eran similares a sus manos. Emitían sonidos agudos, como silbidos, para comunicarse entre ellos.
    No faltó el viejo que decía que provenían del milenario volcán que ahora albergaba la famosa Laguna Azul. La leyenda las ubicaba allí y ahora, vueltas una realidad, habían aparecido desde la oscuridad y se presentaron ante nosotros en cada hogar del pueblo. 
    A pesar de su tamaño, eran intimidantes a su forma. El silencio, la quietud, sus miradas, eran más poderosas que cualquier arrebato de fuerza humana. Las armas no disparaban ante ellos. Algo había de inexplicable en eso.
    Cuando nos visitaron y nos tuvieron en su poder, solos, nos arrodillábamos frente a ellos y clavábamos nuestras miradas vacuas en sus enormes ojos. Apoyaban sus manos en nuestras cabezas y nos otorgaban el horrendo poder de ver lo que vendría.
  Aquella, la premonición, era su arma ante las nuestras: la fuerza bruta. Nosotros los superábamos en número y potencia armamentista, pero ellos tenían lógica, organización, habilidad de ver lo que se aproximaba y lo que había pasado y el grandioso poder que tejer el manto de la noche perpetua sobre nuestras cabezas, abrigando el lomo de la ciudad.
    Vimos, como una vieja película antigua, que las criaturas cosechaban. Que cada noche (de las noches viejas), tomaban uno de nosotros, lo arrastraban a la laguna y lo devolvían igual a ellos. Uno menos de nuestro bando, uno más del de ellos.
    Luego de desmayarme y con una idea bastante clara de lo que me pasaría y lo que nos pasaría (me refiero a todos nosotros), desperté mientras una criatura me arrastraba por un camino de tierra y filosas piedras volcánicas, que desde la altura, dibujaban un sendero negro, donde vaya uno a saber cuándo, se posó un río de ardiente lava y vi que se sumergía en la laguna conmigo a cuestas.

Mientras leés esto, no sabrás, a ciencia cierta, si hoy es el último día de sol que tendrás. Si lo es, al menos sabrás lo que se avecina. 
Y quién te dice, quizá, quizá, podamos conocernos, tú y yo.




(*) Escritor de Río Gallegos.

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