HILARIO TAPARY VUELVE A CAMINAR
Por Jorge Eduardo Lenard Vives
El
papel de Pedro de Angelis en la Literatura Patagónica no está aun bien
ponderado. Su Colección de Obras y Documentos
relativos a la Historia Antigua y Moderna de las Provincias del Río de la
Plata, de
1836, incorpora muchos textos que constituyen la primera antología de las
letras regionales; del período que María Leonor Piñero llamó De exploradores extranjeros. El volumen
dedicado a la Colección de viajes y expediciones a los campos de Buenos Aires
y a las costas de Patagonia, reúne varias de estas obras. Dos de ellas, llamadas Viaje que hizo el San
Martín, desde Buenos Aires al Puerto de San Julián, el año de 1752: y del de un
indio paraguayo, que desde dicho puerto vino por tierra hasta Buenos Aires y Relación
que ha hecho el indio paraguay, nombrado Hilario Tapary, que se quedó en el
Puerto de San Julián, desde donde se vino por tierra a esta ciudad de Buenos
Aires, recogen la saga de un osado viajero que hizo, una parte
a pie y otra a caballo, la travesía desde Puerto San Julián a Buenos Aires.
El
primer documento cuenta que la historia se inicia el 13 de marzo de 1753, en
San Julián. Ese día se decide que parte de la tripulación del buque San Martín
se quede a cuidar los animales y otros avíos para la explotación de las salinas
en las cercanías del puerto, iniciada unos meses antes; mientras la nave vuelve
al norte a reabastecerse. Se hace una reunión para elegir los voluntarios; descripta
por el redactor del cuaderno de bitácora con hispano gracejo:
…tres de los que se hallaban presentes se
ofrecieron a quedarse de su propio motu y voluntad: que el uno es nombrado
Santiago Blanco, natural de Galicia, en el reino de España; otro nombrado
Hilario, natural de la provincia del Paraguay, y el otro, José Gombo, natural
de las Indias Orientales; que reflexionando a sus patrias, se puede decir que
se quedan en esta tierra uno de cada parte de las cuatro del mundo; porque
además de los tres arriba nominados, se nos queda un negro de nación Angola, que
habrá veinte días que se nos huyó, tierra adentro, y no ha vuelto a parecer.
Zarpa el bajel hacia Santa María de los Buenos
Ayres. Al regresar a San Julián, meses después, no encuentra rastro de los
hombres ni de los trebejos dejados. Torna a su puerto de origen; y el armador y
capitalista de la empresa, viendo difícil su continuación, la da por terminada.
Cuál no sería su sorpresa cuando, dos años más tarde, Hilario Tapary se
presenta en su saladero; dispuesto a reembarcarse. La narración de lo sucedido
es volcada en el segundo documento por un escribiente. Tapary debió abandonar
su puesto, junto con Gombo, ante las acechanzas de un grupo de originarios que
rondaban el sitio. Santiago Blanco ya se había ido, solo, unos días atrás.
Salen para el norte con un par de perros, dispuestos a llegar a la lejana
Buenos Aires. El cronista describe la marcha con cierto arte, en párrafos como
este:
El Hilario se
detuvo allí dos días, por ver si por aquel contorno encontraba alguna agua
dulce para refrescarle, pero no lo pudo conseguir; y viendo el mal estado de su
compañero, y sin poderle remediar, porque no le sucediese otro tanto, determinó
dejar a su compañero con bastante sentimiento, llorando tan fatal suceso, y
tomó su derrota, con sus dos perros; y a los tres días encontró una laguna
pequeña rodeada de porción de guanacos que habían consumido toda el agua,
dejando sólo la humedad entre el lodo, y llegó tan fatigado que se consolaba
con poner la boca sobre aquella humedad, que no obstante le sirvió de algún corto
alivio.
A
partir de allí sufre Hilario una serie de peripecias que incluyen una sedienta
marcha hasta la ría del Deseado, el encuentro con un grupo de tehuelches que le
proporcionan refugio y cabalgadura, una larga estancia en su compañía; y por
fin su llegada a la ciudad anhelada en enero de 1755.
Hilario
volvió a la huella hacia 1961, de la mano de Roberto C. Machelaire, en una de
las novelas cortas que forman parte
de su obra Cinco siglos en Santa Cruz.
El peatón revive la historia del
caminante; pero se centra en lo sucesos anteriores a su pedestre aventura.
Describe un imaginario romance entre Hilario y la bella Otl Kaltn, hija del
cacique aonikenk Chenkuán. El cacique muere y un hechicero, que acusa a Hilario
de causar la desgracia, pone a la tribu tras las huellas del guaraní. Cuando
intentan escapar los amantes, junto con el “Chino” Gombo, en un bote a remos,
la mujer muere alcanzada por una flecha de sus perseguidores. El resto de la
historia respeta la crónica. Así relata Machelaire un segmento del trayecto:
El río es sorprendido
en la soledad de sus aguas dulces por un extraño ser y dos perros pequeños,
famélicos. Y soporta a ese ser extraño; mezcla de cristiano, guanaco e indio;
echado de bruces en su seno barroso y chupando insaciable su líquido frescor. Es
que Hilario Tapary ha caminado mucho, mucho, demasiado. Le aguijonea la sed de
espantosos desiertos, de campos planos salpicados apenas por arbustos
espinosos. ¡Y la sed, la sed, siempre la sed tenaceándole el cuello y
asfixiándolo con sus garras aceradas!
Más
tarde, hacia 1998, el escritor comodorense Ángel Uranga hace retomar el
derrotero a Hilario. Su versión apunta a la psicología del viandante; y descubre
en su interior una soledad que pesa más que la sed:
en soledad.
solo y en adánica soledad,
sin nadie, sólo sin
alguien. huérfano de todo mundo.
en el silencio, en el
inmenso silencio arcaico virgen de hombres.
pero en el silencio de
los vuelos y sus sombras, en la soledad del lagarto de dibujos caprichosos y
del peludo cuis, seres de la tierra profunda. en el silencioso rumor del agua
orillando la laguna; en la soledad marina de la playa habitada por innumerables
seres ágiles, volátiles, soberanos de la luz; en el gallardo desierto de pastos
atardecidos o en el silencio nocturno de las piedras, de los ojos de lechuza;
en el silencio orquestal de la mañana
cristalina y en el sonido del viento que agita las plumas del cauquén, del
tero, la gaviota, soplo que juega con los pelos rojizos de la mara, del zorrino
blanquinegro.
Recordar
a Hilario Tapary permite admirar su inquebrantable voluntad para superar el
rigor de la Patagonia; un arquetipo del ser humano que enfrenta a la naturaleza
y logra pasar la prueba. Pero también posibilita apreciar las inspiradas
creaciones de dos escritores patagónicos, Ángel Uranga y Roberto Machelaire; y la
labor de un precursor de la ciencia literaria regional, don Pedro de Angelis,
cuya figura como antologista patagónico todavía debe ser apropiadamente valorada.