EL
VIEJO QUE VINO DEL MAR
Por Hugo Covaro
(*)
El viejo que
vino del mar bebía en silencio.
Su rostro
curtido modelaba en sombras el perfil bíblico de un Moisés despatriado, contra
la claridad hiriente del mediodía.
Sin que nadie
lo viera, aprovechando la pleamar, apareció una tarde por la ría y con poco
esfuerzo desembarcó en la solitaria playa de pedregullo ayudado por la marea.
La larga barba y los harapos que le daban apariencia de náufrago Y su hablar
extraño y pausado acaparaban la atención de aquellos marineros.
—Diga don...
¿Es usté español? —se animó a interrogarlo uno de los pescadores, intuyendo una
pista en el acento del desconocido.
—De Jaén,
Andalucía... —respondió el viejo, luego de un breve silencio. Aunque anduve los
mares como segundo piloto del Batchelor's Delight, un barco inglés de 40
cañones que apresara en la costa de Guinea y comandaba el pirata William
Ambrose Cowley.
—¿Y de ahí se vino a Deseado?
—No. Por
desobedecer órdenes impropias de un capitán, me desterraron en la Isla Pepys.
—¿Cómo dijo?
—Isla
Pepys...
—¿Dónde queda
esa isla?
—A esta
altura… unas 40 leguas al naciente.
—Oiga ñor...
nosotros recorremos pescando esa zona y no hemos dao con ninguna isla.
—¿Acaso
dudáis de mis palabras? ¡O también hasta aquí llegaron las afirmaciones
embusteras de Byron, o las insidiosas murmuraciones de Cook y de Bougainville!
—¿Dónde dice
que está la isla?
—A 47° de
latitud sur... si os fijáis en el mapa, veréis que figura a 80 leguas desde
Cabo Blanco.
—¿Es grande?
—Una legua de
ancho por tres de largo, calculo. Tiene puertos naturales que pueden recibir a
centenares de buques, con costas de piedra y arena donde se puede anclar con 7
brazas de agua lama... pesca abundante... parte de la isla es montañosa y parte
es llana... tiene árboles y arroyos y en ella anidan numerosas aves...
—¿Vive gente
ahí?
—Estaba
deshabitada. Es buen sitio para hacer leña y aguada. En la parte sur de la isla
hay una colonia de lobos marinos, que aprovechamos para hacer aceite...
—¿Dónde
dormía?
—¿Qué comía?
—En una
cueva, al principio... comía porotos, bizcochos, harina que me dejaron. Cuando
se acabaron cacé liebres... algún venado... perdices... y pescar pejerreyes,
solías, bacalao... algunos mariscos... así... de ese modo...
—¿Cuánto
tiempo estuvo solo en esa isla?
—¡Dieciséis
largos años!
—¡Laaaaaammmm!!!
—De diciembre
de 1683 hasta octubre del pasado año, si no cuento mal.
—¡Tremenda
lesera!!
—¡Cómo puede
ser! Si ahora estamos a principio del siglo XX, amigo!
—Por ahí
estuvo en Las Malvinas y se confunde...
—No creo que
se confunda... en Malvinas vive gente...
—¡Bellacos! ¿
Vais a dudar otra vez de lo que digo?
—No...
disculpe la interrupción... por favor siga contando.
—Pepys está
fuera de las rutas de corsarios y piratas. La mayoría de las embarcaciones
salen del Río de la Plata o Montevideo y ponen velas al sur teniendo a estribor
las costas de la Patagonia. Por esa razón, son pocos los que pueden
encontrarla. En mi largo destierro jamás un barco apareció en el horizonte...
Es un lugar acogedor, aunque lleno de soledades que angustian, de noches donde
siempre es invierno, hay fríos que parecieran salir de la propia roca para
alojar sus espinas en tus huesos... hasta la salida del sol, con el que vuelve
un repetido verano. El clima es algo riguroso... con días bonancibles y
jornadas con turbonadas de vientos cercanas al huracán... La he
recorrido palmo a palmo...y de suerte pude dar con unas piedras que sueltan
chispas como el pedernal... fue una gran mejora poder cocinar el alimento y
encender hogueras en la playa esperando que las viesen alguna nao —memoraba, al tiempo que buscaba y extraía de su raída vestimenta un extraño dinero con el
que pretendía pagar lo bebido.
—Nosotros
salimos de pesca a la madrugada. Nos gustaría que nos acompañara en la faena y
de paso nos mostrara la misteriosa isla que no se deja ver —lo convidó con un
dejo de ironía el que parecía ser el capataz del grupo.
—Agradezco
vuestra invitación, caballero, pero me han llegado noticias de pronto arribo a
este tenedero para hacer aguada del HMS Roebuck al mando de Don Guillermo
Dampierre de regreso a Inglaterra y deseo embarcarme. Una vez allí, retornar a
mi patria será sólo un paso —se excusó el viejo que vino del mar.
—¿Y piensa
volver por aquí?
—¡Seguramente!
Es mi intención persuadir a su Majestad el Rey de España de la necesidad de
seguir poblando estas latitudes, protegiéndolas al mismo tiempo de la codicia
sin límites de los ingleses.
Una fuerte
marejada sacudía la embarcación anclada a poca distancia de la rompiente. Con
un cielo sin estrellas los pescadores se hicieron a la mar. Silbos y graznidos
insinuaban la presencia de aves marineras en esa oscuridad que parecía salir
del agua para teñir el firmamento. A poco de andar, un sol amarillo se asomó en
el horizonte. Gaviotas y cormoranes acompañaban el rumbo inseguro del bote,
igual que lazarillos guiando la ceguera del amo. Grandes olas con la exactitud
de un metrónomo, hacían subir y bajar a la frágil barcaza como si el océano
estirara desdoblando su portentoso género de agua.
Al atardecer,
con la proa retinta de infinito, regresaba la barca de los pescadores.
La tierra
firme era una delgada línea que aparecía y desaparecía en las pupilas saturadas
de sal de aquellos marineros. Algunos creyeron ver un antiguo galeón del siglo
XVIII abandonando precipitadamente la ría. Otros, más incrédulos, simplemente
nubes que más allá de la costa, imitaban con cierto arte la figura de un barco
yéndose.
Terminadas
las tareas de bajar los cajones con la pesca, acomodar las redes para la
siguiente jornada y asegurar el bote en la playa, el capataz y sus hombres
marcharon al encuentro de unos tragos para alejar de sus cuerpos fatigados a
los fantasmas de olvidados naufragios.
(*)
Escritor comodorense. Este cuento fue extraído de su libro “Pequeñas Historias
del Frío”.