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domingo, 10 de mayo de 2020

EL POEMA DE HOY





INTRODUCCIÓN A UN POEMA

Por Oscar Ferro (*)



Me envolveré en la soledad inmensa
donde yace la esencia del misterio
y se acunan los salmos infinitos
en brazos del silencio…

Y caminando al filo de las sierras,
quiméricas de tonos macilentos,
modular los poemas que se encienden 
al paso de los vientos.

Y trémulo de estrellas,
cubrirme del lamento
que musitan los cráneos del arauco
acortando distancias en el yermo
y ensanchando la frente soberana 
palpitante de un bárbaro progreso…

Descenderé con grávidas alforjas
sitibundo de luz y de misterios,
hasta el río que enhebra confidencias
en el largo murmullo de sus rezos…
hasta el río que muestra en la pureza
la lima milenaria de su lecho.

¡Oh, la fuerza salvaje
en el filo sajante de los vientos
y la erótica faz de los ocasos 
y la escarcha hecha yunque del invierno…!

¡Oh, la fuerza salvaje
que ahuyenta el pensamiento
de los tumbos agónicos que anuncia
la risa descarnada de los ecos…!

El hechizo del árbol y la piedra
con las noches cargadas de sosiego
y la onomatopéyica cadencia
hecha cuita sutil de parloteos…

La aurora que despunta perezosa
alisando el rubí de sus cabellos 
en la criba que muestran los sauzales
y que adora su soberbia en los reflejos…

La brisa que despierta entre las ramas
y el río que galopa hacia lo incierto
en el lomo candente de sus olas
tan fecundo en su fuerza y en su celo.

La tarde lloriqueando su cansancio
de limpio pergamino amarillento
sin huellas de trabajo ni de eras,
donde enjugan su rostro los labriegos.

¡¡¡Oh, la quietud inmensa
que guardan los ajuares en el tiempo,
y estas tierras que vibran en su entraña
bajo el tibio besar del Río Negro!!!

Me envolveré en la soledad inmensa
donde yace la esencia del misterio
y se acunan los salmos infinitos
en brazos del silencio…

Y al retumbo del cuero de las cajas,
descender los peldaños en el tiempo
y en sombras que se ahuecan en el valle
hundir mi pensamiento.

Aprender cómo riman estas sierras
con bíblica comba de los cielos,
como mueren los cantos de las aves
en las tardes silentes de lo inmenso…

Qué se cuentan los árboles del valle
cuando juntan sus frondas en un beso.
Por qué retuercen silbos las cavernas
con la brisa que presta sus alientos,
y en el grito nocturno de los búhos
descifrar los anuncios lastimeros 
a la luz de la luna adormecida
en la faz platinada de los cerros…

Detener mi premura de poeta
en leyendas de lacios cuchicheos,
las mismas que se cuentan por el valle
cuando tiemblan las hierbas en el tedio.

Y al conjuro del astro agonizante
Haciendo brasas su fulgor primero
¡¡¡medir la soledad que se estremece
en el lento llorar de nuestros cielos!!!

Y ahora alcanzar los horizontes
en el híbrido empuje de los vientos
para ver en la aurora los alumbres,
de una tibia esperanza en los anhelos.

¡Aquellos que forjaron heroísmos
en el alma purpúrea del labriego!
¡Aquellos que trajeron los colonos
trocándose en cendales de progreso!

¡¡¡Y luego, despojado de atavismos,
sentir el valle palpitante y regio
ciñendo la cintura de mi patria
con brazos de progreso
forjados con racimos,
aromas y fermentos
y hechizo de ansiedades
que columpia el grandioso Río Negro!!!




(*) Escritor rionegrino, ya fallecido. Fue docente. Integró el Centro de Escritores Patagónico, creado en 1983. Este poema se tomó del libro “Brisas del Sur” (Edición de los autores, Bahía Blanca, 1986); que escribió en coautoría con Lily de Paterson y Mónica Morris.

miércoles, 6 de mayo de 2020

EL POEMA DE HOY



VIEJA CASONA DE CAMPO


Por Inés Luna (*)



Vieja vivienda de campo de  familia numerosa,

con el calzado gastado y con las manos callosas.

Detrás  la casa… letrina y el verde tamariscal,

más  allá en los corrales, el caballo con bozal.


Vieja casona de campo que en el recuerdo perdura

el patio lleno de flores y en la quinta las verduras.

Al frente las clavelinas  junto al cantero, el rosal,

la madreselva en el cerco, después del zarzo el peral.


Se oye el chirriar del molino, el viento lo hace girar,

debajo de la morera, cuelga el cinchón de manear.

Del tanque ya corre el agua, es la hora de regar,

el jardín que se humedece y también algún frutal.

 

De madera las paredes y la tabla de lavar,

el fuentón lleno de ropa que solo el sol blanqueará.

Sacar el agua del pozo, con la bomba en el brocal,

el viento sacude la ropa desplegada en el tendal.

 

Con el balde de maíz se alborota el gallinero,

el hacha espera paciente el ocaso en el leñero.

Allá en el horno de barro a pan casero el aroma, 

 y en la cocina de leña, hierve un puchero en la olla.

 

Vieja casona de campo quien te vivió no te olvida,

florido plato enlozado esperando la comida.

Todos rodean la mesa y el silencio se interrumpe,

 solo se mueven cubiertos, comiendo… nadie discute.


El sabor de mostacholes reina en el plato de sopa

y un abundante puchero colma la fuente de loza.

De postre el arroz con leche o compota de orejones,

las sandias en verano con los maduros melones.

 

En la tarde con el mate, remiendos y plancha de brasas,

y la rueca que da vueltas  va  enredando la nostalgia,

el vellón que se convierte en largos hilos de lana,

que dos agujas  transforman en prendas muy abrigadas.


Casona, vieja casona de noches serenas y claras.

Se oye música de grillos y el agua del río que pasa.

Con los ladrillos añosos tu gran familia descansa,

son recuerdos muy profundos “es imposible olvidarla”. 



(*)   Escritora conesina.


sábado, 2 de mayo de 2020

EL CUENTO DE HOY




SE FUE CARLITOS  (*)

Por Luis Alberto Jones



  La muerte  de Carlitos nos puso de luto  a todos. Carlitos no tenía  nada, solamente amor. La vida que  le había pegado por todos lados  no había doblegado  su buen humor. Su felicidad  dependía  de dos cosas: un café  y cigarrillos. Nadie  sabía  adonde había nacido pero todos pensábamos  que venía  de la tierra de los corazones grandes. Era  una enciclopedia de anécdotas pero sólo compartía  las buenas,  de las malas  sólo  le habían quedado  arañazos  en el alma, pero al corazón no se lo habían tocado. Nunca dejó que le pasara, por eso amaba y era amado. Apenas supimos que se llamaba Carlos Armando Giménez. Que pasaba los sesenta pero que por su afabilidad pintaba como cuarenta. No sabemos en qué momento de su vida empezó a caminar sin rumbo. Ese viaje  cotidiano por el corazón de todos  que terminó ayer. Se decía que su andar había surgido  de un amor no correspondido. Tenía pocas posesiones: una guitarra y lo puesto, también un gran amor por la música. Él no necesitaba más para andar por este mundo.  Sabíamos poco de él, lo único confirmado  era  el amor por  el prójimo. Como aquella vez que  sacó veinte pesos  (una fortuna para él) y se los dio  a la señora de un músico fallecido “Para ayudarte ahora que tenés  que criar sola a tus hijos” le dijo, o la otra cuando le fue a pedir cambio al quiosquero para devolver  parte de lo que  le dieron, porque le pareció demasiado generoso. Carlitos lo único que poseía  era un gran corazón que lo fue regalando  de a poquito. Sabíamos  que tenía un sólo amor que le había sido fiel: la música. Las noches en que el frío pegaba fuerte Carlitos dormía  en un banco  del hospital, pero una noche de esas se durmió en los  brazos de Dios. Todos  movilizados  lo rescatamos de la indiferencia para velarlo en  “El Fogón  Gaucho”, un lugar en el que a veces tocó y otras durmió. Sobre el cajón pusimos una tacita de café y varios cigarrillos, para el viaje  hacia el Paraíso, donde ya nunca más le va a faltar nada. 


* ideado sobre una historia real.

sábado, 25 de abril de 2020

EL CUENTO DE HOY




FALTA ENVIDO

Por Gladis Naranjo (*)



Había sido una de las primaveras más lluviosas que yo recuerde. Y el verano principió pegajoso y con los días calcados uno del otro: un amanecer de cielo limpio y muy azul, unas pocas nubes blancas prolijas y panzonas sobre el horizonte, y al atardecer, cada tres o cuatro días, la lluvia. Nada extraordinario, lo suficiente para hacer aflorar mi mal humor, algo que ocurría con demasiada frecuencia en los últimos tiempos.
El 8 de enero tenía que hacerme cargo del puesto de médico en Los Cardales, un pueblo de campo a 80 km. del Hospital donde trabajaba, para cubrir las vacaciones del profesional titular en la Sala de Primeros Auxilios. Una serie de malas decisiones personales habían enchastrado mi presente y me empujaban con furia a alejarme de la ciudad, al menos por un tiempo.
Después de muchos años de trabajo, rotos o inútiles ya los compromisos familiares, metí algo de ropa elegida con  bronca y unos libros en la valija como para dar la impresión de que los consultaba y de que tenía el poder de resolver algunas cosas. Rifando mis aspiraciones de deslizarme sonriente por los pasillos del Hospital concentrándome en un solo paciente (como en las series yankees, donde siempre atienden pacientes de a uno), sin hacer demasiadas preguntas decidí aceptar el ofrecimiento para ir durante un mes a Los Cardales, dejando en la ciudad mi media casa, mi medio auto y todo mi orgullo. Barajar y dar de nuevo.
El único ómnibus de la única compañía de transportes que rumbeaba para el lado de Los Cardales hacía el viaje una vez por semana, así que para llegar a tiempo tuve que salir cuatro días antes, el 4 de enero. En la Terminal, nombre insólito y desmesurado para aquél galpón mal iluminado y piso sospechosamente encharcado, el encargado de subir las valijas tiró la mía a la baulera de malas maneras, cabrero por el peso. Eran las 8 de la mañana y ya el calor se hacía sentir.
Me senté en el primer asiento del lado del pasillo esquivándole al sol y el colectivo se fue llenando de a poco. Teníamos que salir a las 8:30, pero descubrí que era un horario elástico: esperamos a los pasajeros remolones hasta que se completó el pasaje. Salimos a las 9:10.
A poco de andar me arrepentí de mi posición porque me llegaba todo el calor del motor, que estaba frente a mí, debajo de una tapa que se combaba oscura a la derecha del conductor. Ya era tarde para cambiarme de lugar. Jadeando, el viejo Bedford apenas si conseguía adelantarse a alguno muy demorado en la ruta, y paró en todas las tranqueras para levantar o bajar pasajeros que ni Dios sabía cómo habían llegado hasta allí y cuál sería su destino una vez abajo y que se acomodaban como podían en el pasillo con sus bártulos a cuestas y aumentaban el calor y el olor, levemente ácido, del ambiente.
Pronto empezaron a abrirse las ventanillas con la esperanza de que aún con la escasa velocidad del micro, eso trajera algún alivio. Pero no. Quise abrir la que correspondía a mi asiento pero la vieja que se había apoltronado a mi lado ya estaba acomodada con la cabeza apoyada en el vidrio. Dormitaba con las manos entrelazadas con la correa de su cartera, la boca entreabierta y finas gotitas de sudor sobre el labio superior. El pelo que alguna vez había sido rubio a fuerza de agua oxigenada, ahora mostraba las raíces encanecidas y se le pegaba a las sienes. Tenía un aspecto tan desolador que no quise despertarla.
Mi primer trabajo en el campo no prometía ser todo lo alentador y gratificante que yo había imaginado cuando leía historias de médicos rurales, que atendían con cordialidad permanente y cobraban con dulces caseros y carpetitas tejidas al crochet y no perdían la sonrisa.
Habíamos andado ya una larguísima hora cuando vi a la distancia el palo del cartel indicador del cruce. El cartel no estaba, pero estuve segura de que ese era el cruce. No se veía a nadie cuando llegamos.  El colectivero frenó, bajó las ruedas derechas a la banquina y me miró por el  espejo. Mi boleto cubría mi traslado hasta ese punto, y allí me bajaba.
Trató de ser cordial al alcanzarme la valija, pero después de rebuscar en el fondo de la baulera, terminar con la camisa mojada por la transpiración y el pantalón a medio culo la sonrisa se le esfumó y ni me saludó cuando se volvió a subir al micro.
Debía encontrarme en ese punto del camino con el Delegado Municipal de Los Cardales para recorrer los últimos 20 km. (por camino de tierra) hasta el pueblo. Casi sentí abandono mirando al colectivo que trepaba al pavimento y se alejaba humeando negro por el esfuerzo. Me senté en la valija y el silencio repentino me abrumó. Era una situación absolutamente desconocida y el horizonte tan lejano de pastos y árboles me resultaba opresivo. Un aleteo de bolsas de nylon me llegó desde el alambrado y ahuyenté a una pareja de teros que se levantó a los gritos cuando me acerqué a orinar en la base de un poste. Volví a la banquina y me puse a observar los yuyos que asomaban por las rajaduras del pavimento. El cartel que creí robado estaba allí al pie de la estaca, hecho un colador por los balazos de los aprendices de cazadores imperdonables desvergonzados. 
No pasó mucho rato hasta que vi la polvareda a lo lejos, sobre el camino de tierra.
La nube de polvo se acercó despacio hasta que dejó ver, desacelerando al llegar a la ruta, al Citroën color celeste desteñido, de los viejos, de esos con ventanillas que se abren levantando todo el vidrio hacia afuera y arriba, y se cierran golpeando indefectiblemente sobre el codo, y sólo a fuerza de rigor se mantienen levantadas. El auto giró y se acomodó de culata en la lomita de la banquina, dejando las ruedas traseras sobre el asfalto. El motor se apagó en un resuello y trepidó escandalosamente.                                                                                                                                                                             
El hombre se bajó y se quitó la gorra antes de darme la mano y presentarse como:
 Zúñiga, Delegado de Los Cardales.
Era morocho y retaco, de grandes bigotes que le tapaban la mitad de la boca y ojos vivaces.
Funes –le dije, respondiendo a su saludo y tratando de que mi voz transmitiera un aplomo que no sentía.
  Nos acomodamos como pudimos, con la valija en el asiento de atrás, al lado de una bolsa de galleta, un cajón de lechuga y una red con ciruelas oscuras.
Aproveché el viaje y pasé por la quinta de Don Víctor me explicó Zúñiga. –El  baúl está lleno. Suba, suba nomás. 
Me senté con el maletín sobre mis rodillas y lo miré cuando se paró a la par del auto del lado del volante, con la puerta abierta, y contorsionándose y resoplando, le soltó el freno. Aprovechó la bajadita y el empujón al parante para que el vehículo tomara velocidad y se zambulló en el asiento para darle arranque. Entre toses y sacudidas nos pusimos en marcha.
    veces se hace el difícil…
   Sonreía por debajo de los bigotes, supongo que divertido al ver mi cara de desconcierto.
El camino era desparejo, con profundos huellones  marcados en la última lluvia por algún vehículo más grande. El Citroën se acomodó con las ruedas del lado izquierdo en la cresta del huellón. Las derechas quedaban 20 cm. más abajo. Por momentos panzeaba  en la tosca con un ruido y un temblor inquietantes.  Hacía mucho calor, y penábamos a 30 por hora. Abrimos las ventanillas, sólo para que el polvo que nos acompañaba viajara libremente con nosotros. El traqueteo sobre los pozos repercutía en mi asiento y mi cuerpo rebotaba calcando los saltos. El piso del auto, al menos la parte que podía ver a mis pies, tenía amplia comunicación con el exterior, o mejor dicho con el abajo, y me detuve a mirar cómo pasaba la tierra por el agujero que se había adueñado del costado derecho. 
A los gritos, mientras escupía por la ventanilla y sobre sus rodillas las cáscaras de las semillas de girasol que se embocaba hábilmente a pesar de los bigotes, Zúñiga me dijo que el pueblo tenía suerte al haber conseguido un médico para cubrir las vacaciones del otro, que hacía un año solicitaba licencia y que en el último mes se había puesto muy insistente.                                                                                                                                                                      
Me pasó la bolsita con las semillas en cordial convite, y la sostuve en mi mano sin atreverme a probarlas.
¿Cuántos habitantes son?  también gritaba.
Ahora somos 183 justitos, desde que se fueron los Garmendia, que eran 5 contando a la abuela.
La voz de Zúñiga se aflautaba tratando de superar el ruido del motor y del bamboleo de las chapas.
Y ambulancia? –pregunté, y le devolví la bolsita de semillas.
–Cuando precisamos, Don Álvaro pone su camioneta, que tiene doble tracción y siempre sale, aunque llueva.
Yo pasaba del desconsuelo a la curiosidad, y luego volvía. No podía decidir si aceptar abiertamente mi estupidez o sentirme paladín de la solidaridad.
Casi a las 12 llegamos al pueblo que sin ninguna referencia geográfica especial, parecía caprichosamente suspendido en el paisaje llano, amontonado alrededor del Club y de la Estación de Servicio, y un poco más allá la Escuela y la Cooperativa. Mediodía de fuego en Los Cardales.
Zúñiga decidió pasar por la cantina del Club para bajar los comestibles del baúl, la galleta y la jaula con la lechuga antes de llevarme a la casa destinada a vivienda y consultorio. El auto paró con un estertor en medio del polvo, al lado de una moto que se recostaba en la pared. Un perro amarillo y áspero dormitaba junto a la entrada y nuestra llegada mereció que apenas entreabriera un ojo. En una maniobra sorprendentemente hábil, como repetida mil veces, Zúñiga estacionó de culata con las ruedas traseras sobre los durmientes semienterrados que hacían las veces de cordón en las veredas, restos de las vías abandonadas que una vez habían marcado el progreso del pueblo, y que claramente justificaban su existencia.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la penumbra del interior, me acerqué al mostrador y me fue presentado Garrido, encargado de la cantina y dueño de la moto de afuera. Lo miré tratando de aislar su rostro del espejo de atrás que ocupaba casi toda la pared y que estaba decorado con fotos de concursos de pesca, torneos de bochas y jineteadas. En el rincón al lado del televisor encontré la sonrisa ladeada de Gardel en una foto percudida y de bordes oscurecidos, pero todavía reconocible por sus dientes resplandecientes. A su  lado, una vieja lámina de Alpargatas con un dibujo de Molina Campos.
En el centro del mostrador estaba el teléfono, al alcance de todos. Tuve un presentimiento.
Es el único en el pueblo?
Ahá … –contestó Zúñiga, inescrutable.
Desde el extremo más alejado de la barra, acomodado entre una pila de platos y las bandejas, un gato barcino me miraba con los ojos finitos mientras se limpiaba los bigotes. Al lado de él un pedazo de queso cáscara colorada transpiraba bajo la campana de plástico que alguna vez había sido transparente, junto a un cenicero triangular con la publicidad de Cinzano. La última tecnología llegada al pueblo hacía que las moscas se achicharraran con un chasquido en una especie de parrilla incandescente dispuesta sobre el mostrador, colgando de la cabreada.
Por lo menos allí adentro estaba más fresco, quizá por el piso de cemento alisado, y una vez aplacada la polvareda levantada por el Citroën al llegar, apenas si unas motitas flotaban en el aire espejándose en el rayo de sol que entraba por la banderola.
–Tómese algo… invitó Garrido a modo de bienvenida señalando las latas de Quilmes y botellas de Fanta y Coca exhibidas en la heladera requintada contra la pared cerca de la puerta.
Tomé una cerveza. Estaba tibia, pero me pareció deliciosa.
–Menos mal que llegaron –el tono del cantinero era cauteloso– porque el viejo Julio…
Dejó la frase inconclusa e hizo con la cabeza un gesto de resignación.
Primero vamos a ir hasta la casa –lo atajó Zúñiga– total lo del viejo Julio no tiene apuro…
Subimos otra vez al Citroën que se deslizó del durmiente y arrancó carraspeando y tomando aire con desesperación. 
Doblamos a la derecha en la esquina e hicimos una cuadra y media. Cincuenta metros más adelante comenzaba el campo, después de un álamo con unos banderines rojos en las ramas más bajas. Un cardo ruso cruzó rodando empujado por una brisa repentina. Más allá, sólo el horizonte…
Zúñiga bajó la valija del auto y abrió la puerta de la casa, que estaba sin llave. ¿Podía asombrarme? Dos ventanas a la calle, puerta blanca, revoque a la vista…
Entramos a una salita que recorrí con mirada cautelosa. Cinco sillas de asientos esterillados y mucho uso se recostaban contra las paredes enfrentadas, y en la pared de atrás se abría la puerta de lo que se podía ver era el consultorio: un escritorio metálico, dos sillas, una camilla y una vitrina vieja con algunas cajas y tambores de acero inoxidable. Todo, hasta las paredes desnudas, estaba escrupulosamente limpio, y sobre el escritorio había quedado un recetario con el membrete del Hospital que yo tanto conocía.
Por la derecha podía pasarse a la cocina y desde allí al dormitorio y al baño.
¿Dónde vivía el otro médico? 
Aquí mismo –contestó Zúñiga, y no le vi intenciones de ampliar la respuesta. Me siguió, esforzándose con la valija.
Las puertas del ropero totalmente vacío estaban abiertas. Una percha se balanceaba como con desgano. Un vidrio rajado de la ventana acentuaba en mí la extraña sensación de algo definitivo… Por la ranura entraba la brisa caliente y la cortina se mecía perezosamente…   
Ese se lo vamos a cambiar –dijo el Delegado al advertir que yo miraba la ventana–. Ya lo pedimos a la Municipalidad. A lo mejor llega la semana que viene…
Mi cautela inicial se transformaba en aprensión.
Dejando la valija arriba de la cama mi improvisado cicerone me llevó otra vez a la cocina, donde en una repisa se alineaban tres o cuatro platos de distintos colores, unas tazas y vasos. Sobre la mesada un anafe de dos hornallas se conectaba a una garrafa cascoteada debajo del mármol, al lado de un Sol de Noche.
Allí descubrí la silla que completaba la media docena con las de la salita.
Aquí es para desayunar solamente. Las comidas son en la cantina, a la 1 y a las 9, porque corriente hay hasta las 12 de la noche, no más. Y se vuelve a prender a las 7.
El Delegado parecía algo incómodo al comprobar la austeridad del mobiliario y la total ausencia de objetos personales del habitante anterior.
         La que limpia acá es Griselda. Al otro médico también le limpiaba ella.
    Los hombros me pesaban cada vez más. Tenía calor. Y tenía hambre. Miré mi reloj y Zúñiga se apresuró a decirme, en su particular manera de considerar el tiempo:
Sí, ya son casi la 1.
Salimos para el Club. Quise ir caminando. No soportaba más toses del Citroën ni las maniobras de Zúñiga para ponerlo en marcha.
Al llegar a la esquina encontré la Estación de Servicio: dos surtidores y un despachito con un aburrido muchacho de mameluco azul. Entré al kiosco de al lado y el de mameluco azul se apresuró a pasar atrás del mostrador para atenderme. Compré un atado de Jockey (hacía más de diez años que había dejado de fumar) y aguanté la mirada interrogante sin dar explicaciones, con el convencimiento de que a esa altura ya no eran necesarias. Zúñiga me seguía despacito en el Citroën, como haciéndome guardia. Llegamos juntos a la cantina, y me dijo al entrar:
Después de comer vamos a tener que ir hasta lo del viejo Julio, por más que no tenga apuro…
Empezaba a desconfiar de la falta de apuro del viejo Julio.
Ya había tres o cuatro parroquianos que seguro eran camioneros o viajantes que saludaron con una inclinación de cabeza y un murmullo inentendible mascullado por detrás de los dientes desde una boca llena de albóndiga con puré. Nos concentramos en la comida y al terminar observé a Zúñiga mientras se limpiaba prolijamente los bigotes. Igual que el gato…Nuestras miradas se cruzaron: él receloso, yo tratando de aparentar calma.
Le esquivé al queso y dulce, y salimos por fin hacia la casa del viejo Julio. Conocería al que parecía ser un personaje importante.
Trepados al Citroën recorrimos unos 2 km. hasta la entrada de una chacra. La familia esperaba en la tranquera. Bajamos y caminamos todos juntos hasta la casa, a unos 20 metros, rodeados de varios perros toreadores. Lo supe al llegar nomás a la puerta. El viejo Julio, al que le calculé unos 90 años, ya estaba muerto, bastante tieso todavía a pesar del calor, así que declaré oficialmente, después de un concienzudo examen sólo destinado a demostrar a los parientes que me evaluaban mirándome de lejos  que había cosas que yo tomaba con seriedad y respeto, que Don Julio había fallecido a media mañana. Ellos ya lo sabían, ya habían llorado y ya se habían consolado. Y en la costumbre de delegar en otros ciertas tareas, miré a Zúñiga preguntando el siguiente paso.
Me dijo bajito, señalando a la familia con el mentón:
Ellos se encargan.
Su voz se oía fatigada. Yo miré al viejo Julio. Mi primer paciente en el pueblo y ni siquiera le había cerrado los ojos.
A la tardecita refrescó un poco y esa hora de la melancolía me encontró con todo mi cansancio en la cocina de la casa, mirando hacia el campo extendido hasta el infinito. Los bichos revoloteaban en la luz del farol de la esquina anunciando la proximidad de la lluvia.
Un rato antes había conocido a Griselda. Su embarazo era inocultable, y reafirmó mis sospechas: mi colega no se había ido de vacaciones. Y no pensaba volver.
Y me quedé.
     Nadie en su sano juicio lo hubiera hecho. Yo me quedé.
     Y me sigo quedando. Han pasado cuatro años desde mi llegada. El hijo de Griselda ya sabe saludar a todos cuando entra a la cantina buscándome, y el frío del último invierno le enseñó a limpiarse los mocos con la manga del pulóver.
A mí, este pueblo me ha transmitido la infinita paciencia del hombre de campo, su tolerancia ante los contratiempos, su dignidad callada, sus estrellas tan cercanas; a andar sin guardapolvo, a consolar a veces sólo con una mirada (que bien puede dar consuelo una mirada), a cobrar en pollos o en huevos, según sea la consulta en domicilio, en el consultorio o “a la pasada” en la cantina; a respetar los banderines rojos atados a las ramas bajas del último árbol de mi cuadra; a mordisquear de canto las semillas de girasol para despojarlas  de su cáscara y en un solo movimiento escupirla lo más lejos posible de los zapatos, los míos y los ajenos, para engullir después el fruto seco y desabrido, costumbre socialmente aceptable practicada en comunidad para aliviar los ratos vacíos y silenciosos del  pueblo. 
Aprendí a decir “mmm provech” entre dientes, repitiendo el murmullo que fue inentendible para mí al escucharlo por primera vez, y que seguramente es misterio para cualquier forastero citadino si lo oye por primera vez, sin poder decidir si el que murmura está disfrutando del choclo del puchero o defendiendo un bocado, como el picho amarillo y áspero que sigue habitando la vereda…; a que me pregunten “¿cómo ha amanecido?” y a preguntarlo, y a escuchar la respuesta; a descubrirme en una carcajada disfrutando de los versos y los dichos inventados por los inveterados  jugadores de truco de los torneos de los martes, encarnizados y efímeros rivales… A veces participo jugando en pareja con el vasco Vidaurreta, el encargado de la Usina. Transformados en el dúo “Luz y Jeringa”, terminamos esas partidas alumbrados a farol…
En este tiempo he sido, además, lector y escriba de cartas, confesor de lo que no puede contarse al cura, he enderezado más de un entuerto amenazante, y he actuado de consultor y consejero en trámites y notificaciones y árbitro de muchos dimes y diretes tan ingenuos como pasajeros. Hasta he aceptado el impensado padrinazgo del menor de los Miranda, yo, que he estado ayuno de altares durante tantos años, sólo porque ese día en que decidió nacer el niño, estaba todo tan llovido que ni la camioneta de Don Álvaro pudo sacar a Estercita del pueblo para llevarla a parir al Hospital… 
Pude haberme ido mil veces, pero me he quedado.
He tenido pequeños logros y satisfacciones cuidando la salud de la gente del pueblo… y a Griselda, aquerenciada definitivamente desde hace dos años en la que ya es nuestra casa, y superando los primeros meses de náuseas matutinas…Voy a tener que volver a visitar los altares…
He tratado de compartir algunas medidas esenciales que siempre consideré excluyentes con la sabiduría ancestral que todavía se respira en algunos pueblos del interior. Registro algunos éxitos parciales, y en ocasiones compito aún con las hojitas de palán palán, el té de barba de choclo y los indiscutibles beneficios del jabón sin pecar, y de cómo protegerse del mal de ojo…
Quizá esta sea la última estación de mi vida, quizá esta sea mi paz, quizá mis cartas hasta aquí nomás me trajeron y aquí me dejaron para poder gritar mi falta envido cerca del  horizonte que sin embargo sigue tan lejano.
Quizá no tenga 33, pero soy mano, qué carajo.




(*) Escritora nacida en Neuquén y actualmente radicada en Claromecó, provincia de Buenos Aires. Este cuento obtuvo el segundo Premio en el Certamen "Alejandro Vignatti" en San Andrés de Giles.

sábado, 18 de abril de 2020

LA NOTA DE HOY





PRÓLOGOS

Por Jorge Eduardo Lenard Vives



El prólogo y la nota son al género didáctico lo que el cuento a la narrativa de ficción. Por prólogo, prefacio o proemio, se conoce al ensayo corto cuyo tema es el libro que encabeza y, por consiguiente, su autor. Maestro de la brevedad, Borges también lo fue del prólogo, e introdujo con sus palabras las ediciones de más de cien obras de la Literatura universal. Dos volúmenes reúnen esta copiosa producción. En "Prólogos con un prólogo de prólogos", el autor juntó varios proemios escritos entre 1923 y 1974 y les anexó, a su vez, un prefacio. Allí dice:

Creo innecesario aclarar que "Prólogo de Prólogos" no es una locución hebrea superlativa, a la manera de "Cantar de Cantares"… "Noche de las Noches" o "Rey de Reyes". Trátase llanamente de una página que antecede a los dispersos prólogos elegidos…. Una suerte de prólogo, elevado a la segunda potencia…. Que yo sepa, nadie ha formulado hasta ahora una teoría del prólogo. La omisión no debe afligirnos, ya que todos sabemos de qué se trata. El prólogo, en la triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables, que la lectura incrédula acepta como convenciones del género..."

A su muerte, Borges se encontraba seleccionando una colección con criterio personal para una editorial. Los prólogos que escribió fueron reunidos en el volumen "Biblioteca Personal. Prólogos", con un prolegómeno de su mano que incluye la conocida reflexión sobre la lectura y la escritura:

Los profesores, que son quienes dispensan la fama, se interesan menos en la belleza que (...) en el prolijo análisis de libros que se han escrito para ese análisis, no para el goce del lector. La serie que prologo y que ya entreveo quiere dar ese goce (...) "Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer", dije alguna vez. No sé si soy un buen escritor; creo ser un excelente lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector.

Es justamente Borges quien introduce un libro de temática patagónica. Se trata de "El médico nuevo en la aldea", de Ernesto Serigos; un relato de las vivencias del autor como galeno en Bariloche, a principios del siglo XX. Así se inicia el introito: “El médico nuevo en la aldea” –tal el modesto y casi invisible título de este libro–, refiere con evidente sinceridad hechos verdaderos, que unen a su valor narrativo el de ser rasgos o atributos de un alma noble. Y lo finaliza: Me honra estampar mi nombre en esta página inicial, junto al de un argentino que en nuestro siglo XX se ha consagrado a mitigar o a sanar los males humanos y a la preciosa y denodada tarea de seguir explorando y descubriendo un confín de la patria.

Otra obra ambientada en el sur con prefacio de un escritor famoso, es "En el Mar Austral", de Fray Mocho (José Álvarez). La introduce Roberto Payró, con una epístola que dice siguiente:

Acabo de terminar un examen de su libro, necesario para formar juicio exacto acerca de él... Y no sé por qué me encuentro con la pluma en la mano, escribiéndole esta carta, yo que soy tan poco aficionado al género. Para tal resultado han debido mediar circunstancias especiales, y ser la obra sujestiva en grado sumo. Lo es por su misma objetividad, y médian esas circunstancias especiales, pues vuelvo de las regiones que Vd describe... Sus cuadros son completos, vivos, palpitantes de verdad, y están pintados con el arte instintivo é invisible en sus quilates del verdadero poeta y del escritor de raza. Todos sus lectores sentirán ante ellos la misma impresión que yo, y verán por intermedio suyo y tras los negros renglones del libro, aquella tierra extraña y aquellos hombres más extraños aún.

A su vez, el clásico texto de Payró, "La Australia Argentina", tiene prólogo de otro literato, aunque no fuera su faceta principal: Bartolomé Mitre. El célebre político y militar, introduce la crónica del periplo austral, también por medio de una carta, con las siguientes palabras:

He seguido día a día, con creciente interés, la lectura de las páginas que ha publicado Vd. en el folletín de La Nación, sobre, "La Australia Argentina"... Sus páginas sueltas, popularizadas por el diarismo, serán leídas y estudiadas con provecho por propios y extraños, cuando se presenten al público en la forma definitiva del libro, por cuanto satisfacen una necesidad vital. No basta ser dueño de un territorio rico, si el hombre no se identifica con él por la idea y lo fecunda por el trabajo, y sobre todo si el libro no le imprime el sello que constituye como un título de propiedad... Por esto su libro, como comentario de un mapa geográfico hasta hoy casi mudo, importará la toma de posesión, en nombre de la literatura, de un territorio casi ignorado, que forma parte integrante de la soberanía argentina...

Cabe recordar que Mitre tuvo contacto con la Patagonia en su niñez, pues vivió en Carmen de Patagones; donde su padre ejerció como tesorero del fuerte hasta 1827.

Los exordios citados hasta ahora, provienen de autores de fuste. Pero tal vez uno de los más enjundiosos de estos estudios preliminares, sea anónimo: el que el ignoto editor del "Diario del Viaje al estrecho de Magallanes" de Pedro Sarmiento de Gamboa, colocó en su publicación en 1768. La introducción, firmada tan sólo por "El Editor", incluye un sesudo comentario sobre la obra principal, una explicación de la inclusión en el volumen de otros textos relacionados; y un objetivo estudio sobre el mito de los gigantes patagones. Pero también en el párrafo inicial señala el motivo que lo lleva a publicar la obra:

Entre los Manuscritos de la Real Biblioteca existe un Exemplar original de la Relación y Derrotero del Viage y Descubrimiento del Estrecho de Magallanes por la Mar del Sur a la del Norte, que hizo y escribió el Capitán Pedro Sarmiento de Gamboa... Ya se halla el Público noticioso del aprecio que esta Obra merece, por el Extracto o Compendio que de ella sacó la diligencia del célebre Cronista y famoso Poeta Aragonés Bartolomé Leonardo de Argensola, en su Historia de las Islas Malucas, tan felizmente escrita: y si por una parte Testimonio tan autorizado acreditaba sobradamente la identidad de este Escrito; por otra la suma Exactitud con que Argensola nos dio la substancia de él, parecía suficiente para formar idea justa de su contenido, una copia exactísima de aquel Original, me ha determinado a sacar a luz este oculto tesoro, ya sea por lo recomendable que es en sí, ya por la utilidad y lustre que de su publicación resulta a la Nación Española, ya sea por el realce de la gloria que se debe a nuestros Navegantes y Descubridores, ya por la que tan justamente corresponde al mismo Pedro Sarmiento de Gamboa; o ya, en fin, por todas estas causas juntas.


El prólogo es el homenaje que un escritor rinde a otro; un tributo en el cual no todas son rosas, ya que a veces el homenajeado recibe alguna espina debido a la honestidad intelectual del prologuista. Este trabajo adquiere un tono especial cuando es el mismo autor del libro quien invita a un colega para que lo presente. Si un literato se aviene a integrar a su obra un texto firmado por otra pluma, es porque quiere que forme parte inseparable de ella. Por eso, quien se disponga a leer un libro de tal tenor, hará bien en comenzar por la lectura del prólogo... venciendo la usual tentación de saltearlo.