MONCHI Y EL CABALLO DE PLATA
Por Silvia Alejandra García (*)
Cuando los padres de Monchi se separaron, su mamá se fue con él a Bariloche. En la ciudad tenía una hermana, que les hizo lugar en su departamento mientras ella buscaba trabajo.
La tía Verónica también era separada y no se había vuelto a casar. Tenía dos nenas mucho más chicas que Monchi. El padre de las nenas vivía cerca y las iba a buscar seguido. Cuando las traía de vuelta y se despedía, siempre le decía a él que le encargaba a todas esas mujeres, porque era el hombre de la casa.
Eso a Monchi le gustaba. Pero más le gustaba cuando terminaban las clases y se iba al campo a visitar a su papá. Le ponían un aviso en la radio para comunicarle qué día viajaba, su mamá y su tía lo llevaban a la terminal de ómnibus y lo saludaban con la mano mientras el micro salía. Entonces sí, se sentía grande.
El colectivo se apartaba enseguida del asfalto y entraba en la ruta de ripio, dejaba atrás los últimos barrios y avanzaba entre los potreros sin alambrar y los cerros cada vez más bajos, rematados en paredones de roca labrada por el viento. Había que pasar un par de pueblos grandes hasta llegar al parador de la ruta donde su papá lo esperaba con caballos. Entonces se palmeaban las espaldas y se alegraban los dos medio en silencio, porque su padre era hombre de pocas palabras, sobre todo desde que se había quedado viviendo solo en el puesto.
Desde la ruta hasta la casa había sólo tres horas a caballo, pero esas tres horas le devolvían a Monchi una alegría que no sentía en ninguna otra parte ni al hacer ninguna otra cosa. No recordaba cuándo había aprendido a montar. En realidad, no imaginaba algún momento de su vida en que no lo hubiera hecho. Con el viento en la cara, entre las matas espinosas, recorría el campo sin pensar en nada, dejándose gozar.
La casa de su papá sí que era linda. Tenía el piso de cemento alisado y las paredes hechas con ladrillones de adobe. Junto a la cocina a leña estaba su cama de antes, que siempre lo esperaba. Cerca se hallaban el galpón, el corral de los caballos y las cuchas de los tres perros.
Estar allí era lo mejor que le podía pasar. Salía a la mañana, después del mate cocido, a cabalgar sin rumbo, sin límites, sin nadie más que su caballo y los tres perros, que siempre lo seguían. A veces asustaba a los guanacos, que se escapaban a velocidades increíbles. Otras veces se detenía a curiosear nidos de aves, el cadáver de algún animal o a juntar piedras. El tordillo y los perros siempre lo esperaban.
Una mañana el sol apretó desde temprano. Raro era que el viento no se hiciera sentir. Para colmo, Monchi había salido sin gorra y en el camino no habían cruzado ni un hilo de agua para hacer beber a los animales y refrescarse un poco. Se habían alejado demasiado. Llegaba el mediodía y estaban a mucha distancia de la casa. Entonces decidió pasar por una aguada a la que nunca antes se había acercado. A él no le daba miedo, porque se sabía cuidar solo. Quién iba a ser tan tonto de meterse al agua, sabiendo que de allí no se salía más. Quién se iba a dejar tentar por más maravillas que viera, si en el lugar todos sabían que aquello era un menuco y en el fondo estaba la salamanca. Pensaba en eso para darse ánimos, mientras torcía el rumbo hacia la aguada.
En poco tiempo empezó a divisarla. El agua resplandecía con furor. Era tanta la reverberación, que no se distinguía dónde acababa la superficie del bañado y dónde empezaba a ondular el aire. La visión era extrañamente poderosa. Más se acercaba a ella, más deseos sentía de avanzar. “Hasta la orilla” pensó “para que los animales tomen agua y me voy.” Siguió adelante.
Casi llegaba a la tierra húmeda del contorno cuando vio emerger de las profundidades un caballo blanco y brillante. Salía de las aguas con paso sereno, firme. Se detuvo en el borde de la aguada, exhibiendo su porte. Tenía las crines y la cola sin cortar. Seguro que no tenía dueño. Monchi desmontó sin pensar en lo que hacía. Quiso tocarlo. Por algún motivo, contra toda razón, intuyó que el caballo lo esperaba y que él podría montarlo. Se fue acercando. ¿Y si no era manso? Él lo amansaba. Ese caballo reluciente, ese caballo de plata sería suyo. Y él sería domador. Se acercó más. Aunque sus perros ladraban, el caballo de plata permanecía inmóvil, a la espera. Se lo quedaría para siempre. De pronto el animal echó a andar. Lentamente se adentraba en el agua. Monchi se apresuró a seguirlo. No quería perderlo.
A sus espaldas, alguno de los perros empezó a aullar. Escuchó los cascos del tordillo, que escapaba. Él mantenía la vista fija en el caballo de plata y avanzaba con paso firme y sereno hacia el agua.
Un resbalón, un pie atorado en el barro, la caída y el no poder levantarse fueron todo en un segundo. Dejó de prestar atención al animal cuando entendió que se hundía. Trató de levantarse pero, al desenterrar un pie, se le atascaba el otro. Trastabilló y cayó de bruces. Cada vez le resultaba más difícil poder salir del mallín. Los perros aullaban y ladraban, nerviosos, hasta que uno se animó a acercarse y lo agarró de un brazo. Lo lastimaba, es cierto, pero apenas logró arrastrarlo un poco, los otros dos se le sumaron.
Algo mordido, sucio, transpirado y con la remera rota, Monchi llegó a la tierra firme arrastrado por los perros, que, ni bien comprendieron que el chico estaba a salvo, le hicieron fiestas por un rato largo. Cuando se calmaron, Monchi miró hacia el agua. No había ni rastros del caballo albino, ni siquiera otras huellas que las suyas y las de sus perros, en la orilla. Su tordillo no estaba demasiado lejos. Lo alcanzó a pie y, todos juntos, regresaron a la casa.
—¡Pero mirá que sos...! —le dijo el padre—. ¡¿Cómo se te ocurrió seguir al caballo de plata?! ¿No sabés que es un peligro?
Cuando volvió a Bariloche, les contó a su madre y a sus tíos lo que le había pasado. Lo contaba a borbotones, volvía a sentir fascinación y miedo, no podía parar de hablar.
—¡Monchi! —exclamó Verónica—. ¡Mirá si te hundías en el menuco!
—Parece mentira, ya sos grande...— le dijo el tío.
—¡El caballo de plata!— murmuró la mamá. Cerró los ojos y lo abrazó muy fuerte, durante mucho rato, como cuando era chico.
(*) Silvia Alejandra García nació en Lomas de Zamora, provincia de Buenos Aires. Desde muy joven reside en San Carlos de Bariloche. Se graduó como Profesora y Licenciada en Letras en la Universidad Nacional del Comahue y cursó la Maestría en Teoría y Metodología de la Investigación Literaria en la Universidad Nacional de Rosario.
Publicó los libros para niños Cuentos de Agua (2003), Si me patas paro arriba para (2004), editados por el Grupo de Amigos del Libro Patagónico y ¿Quién dijo que estás a salvo? (2011) de edición independiente. Uno de sus cuentos para chicos figura en la Primera Antología de escritores Rionegrinos del Plan Nacional de Lectura (2010). Publicó también un libro de microrrelatos dirigido a público adulto, En pocas palabras (1° edición 2008, Ediciones de las Tres Lagunas y 2° edición 2012, Editorial de los Cuatro Vientos). Participó del libro de poesía Huellas (2008) del Grupo Umbrales y de la antología infantil de escritores patagónicos Cuentos para chicos curiosos (2012, Jornada) y en la Antología ¡Basta! Cien mujeres contra la violencia de género (2013), Macedonia Ediciones. Fue Jurado en concursos de Narrativa a nivel Municipal, Provincial, Nacional e Internacional. Ha colaborado con medios periodísticos de la región y el país. Durante cinco años fue coordinadora de Promoción de la Lectura en la Biblioteca Pública Municipal de San Carlos de Bariloche “Presidente Raúl Alfonsín”.