El grito
Por Olga Starzak
G. de la Paola había sido diseñado para el espionaje. Un magnate de elevado status porteño lo había traído de Japón para seguir los pasos de su socio que –comprometido como él en el mal habido negocio proveniente de buques pesqueros extranjeros- estaba sospechado de traicionar las reglas. Montenegro se encargó de hacerle creer a su compañero que, por razones de estricta seguridad, la criatura artificial cumpliría la función de protector. Después de todo no era poca la responsabilidad que le competía: tenía a su cargo “el trato comercial” con los hombres del norte del continente; por supuesto, Detiallo aceptó. Agradeció que el socio capitalista en esta empresa bregara por su seguridad.
La realidad era que G. de la Paola estaba preparado para atacar mediante un sistema de captación de adrenalina y otras sustancias químicas similares. Era imprescindible que éstas provinieran del sistema endocrino del hombre que debía acompañar. Estudios científicos de avanzada habían sometido la sangre del hombre en cuestión a rigurosos análisis de laboratorio. Estos determinaron la especificidad de los compuestos eludidos que -ante una situación imprevista- sufrirían inevitablemente desequilibrios que serían detectados. Nadie tenía por qué sospechar que el aparato biotécnico incluía un sistema de inusuales posibilidades destinado, no sólo a percibir el olor de sustancias emanadas de ese cuerpo, sino a registrar las actitudes mentales derivadas de sus intenciones. Podía discernir entre las acciones positivas y las negativas, mapeando estas últimas y almacenándolas, aún antes de que sucediesen.
En caso de traición, el costo para Detiallo, no sería otro que la muerte. La muerte en manos de alguien que jamás podría ser juzgado.
La transformación de papeles significaba sumas siderales que justificaban el gasto que Montenegro había hecho en el hombre de metal. Aquellas mismas sumas eran las que Detiallo depositaba mensualmente, en diferentes Bancos, en proporciones similares.
Claro era que un porcentaje más alto le correspondía a Montenegro, uno de los pocos que en la Argentina podía adquirir un artilugio de las características de las que se habla. Además, sus contactos con la Aduana, eran directos.
Montenegro bajó del avión con G. De la Paola caminando a su lado. Nadie que no se preciara de experto en ingeniería cibernética podía ni siquiera imaginar que el sujeto de tez amarillenta y ojos negros no era un ser humano.
G. de la Paola tenía la apariencia de un hombre oriental; uno más de los tantos que por estos días recorrían las calles argentinas. Era de una estatura mediana y porte pequeño. Iba vestido siempre de negro, con prendas gruesas y holgadas. Sólo quedaba al descubierto la cabeza de duro tejido sintético y sus manos que parecían enguantadas en piel. Una persona observadora podría haber dicho que los ojos de G. de la Paola no tenían demasiado que ver con los de su etnia; es que allí se ocultaban los dispositivos que detenían cada imagen deseada, o filmaba la escena de sus objetivos. También podría haberse dicho que era mudo, ya que sus labios no esbozaban más que movimientos sutiles. Desde ese sitio se captaría cada una de las ondas energéticas que emanaban de Detiallo, denunciando hasta las más mininas sensaciones.
Los socios se habían conocido en épocas en que los sobresueldos no alcanzaban a cubrir las necesidades que ellos consideraban vitales: los continuos viajes de placer, los juegos clandestinos, las mujeres exuberantes, los buenos vinos y los habanos importados. Sus edades, entre los dos, no sumaban un siglo.
Montenegro siempre se había destacado por su personalidad segura y audaz; era ejecutor de las estrategias más innovadoras en el plano de las acciones políticas, pero tenía especial desagrado por las ciencias exactas. Y eso era precisamente lo que sobresalía en Detiallo. Este era un hombre introvertido pero secuaz con sus ideales. Los que los conocían pensaban que este último era el más inteligente.
Vaya a saber por qué cuestiones del destino ninguno de los dos había formado una familia. Tanto andar juntos por la vida los había mimetizado; frecuentaban los mismos lugares, se vestían con los mismos diseñadores, adoraban las mismas exquisiteces.
Siempre habían confiado en el otro, desde la época de sus años jóvenes, donde ambos iniciaron carreras universitarias y ambos las abandonaron tentados por ofrecimientos de la política de turno.
Había sido hace unos pocos meses cuando Montenegro supo que su amigo y hombre de confianza se acostaba con la misma mujer que él; la única que le había despertado un sentimiento parecido a lo que muchos llamaban amor. La discusión llegó a las manos y la mujer, aterrada por las consecuencias, desapareció.
Se produjo una fractura difícil de recomponer; se autoconvencieron de que la joven no valía la pena. Renovaron sus votos de confianza y se juraron fidelidad.
Ninguno de los dos creyó en ese juramento.
Cuando se retiraron de sus funciones públicas se asociaron con fines más o menos honestos. Conformaron un broker para el mercado financiero del Mercosur pero pronto lo abandonaron utilizándolo sólo de pantalla para las actividades que ahora desarrollaban: hacía varios años que eran intermediarios en la venta ilegal de armas.
Un cuarto, en la mismísima quinta que compartían los hombres de negocio, había sido acondicionado para albergar a G. de la Paola. Para no generar sospechas entre los vecinos del country, un ventanal vestido con un cortinado de satén de bellísimo gusto, se abría con la luz del día y se cerraba al atardecer. Un nuevo nombre había sido registrado entre los habitantes de ese paraje cerrado de Pilar: el de un hombre de paso firme y actitud erecta, de buenos modales y movimientos armónicos.
Durante el día acompañaba a Detiallo; durante la noche era depositado en su habitación. Una máquina se encargaba de monitorear su funcionamiento, el que era interpretado sólo por Montenegro que había pasado tres largos meses inmiscuido en el hacinamiento japonés para conocer cada uno de los signos que le mostraban las pantallas de recepción.
En la oscuridad de esa pieza sin cama, despojado de testigos, una noche de invierno G. de la Paola bostezó.
Al otro día, las imágenes revelaban la necesidad de mantener al hombre de acero, durante sus horas inactivas, en posición horizontal. Una cama de ancho colchón fue la elección de Montenegro. ¿Qué más daba? En el cuarto de huésped siempre quedaría mejor que una tabla de madera o una base de mármol.
Una noche más tarde el cuerpo de rostro frío bajó los párpados voluntariamente.
Los barcos extranjeros llegaron al puerto al amanecer. Dos hombres firmaron papeles bajo la atenta mirada de Detiallo que –escoltado de G. de la Paola- hizo un gesto de asentimiento. El primer contenedor fue subido a un camión y transportado quién sabe adónde. Poco después, muchos otros con pescado fueron desembarcados. Detiallo y su guardaespaldas ya no estaban allí. A aquél, el olor de los productos del mar le producía náuseas.
Esta operación era realizada con frecuencia; el encargado de manejar los números de la empresa concurría a las oficinas del micro centro bonaerense y –deliberaciones mediante- resolvía los asuntos monetarios.
La posibilidad de ingresar armas ilegales era una tarea peligrosa; cada vez el soborno de Detiallo era más exigente. El negocio corría el riesgo de interrumpirse y antes de que eso ocurriera, él tenía que forjar su porvenir. El de sus sobrinos y los hijos de estos.
El arreglo con Montenegro no le parecía suficiente.
Después de ser acomodado sobre el edredón, el hombre de acero doblegó sus piernas. Al amanecer, algo parecido a la ansiedad recorría su estructura biónica. Era el momento en que Montenegro lo ponía en marcha para su tarea diaria. Esto le provocaba una sensación que si hubiese podido definir, hubiese calificado como una actitud afectuosa.
Si Detiallo no hubiese estado tan ocupado en encontrar la manera más adecuada de sacar una ventaja económica que no alertara a su socio, tal vez se hubiese dado cuenta de que al reunirse con G. de la Paola, su rostro dibujaba una mueca de disgusto. Lo más parecido a una sonrisa falsa.
El tráfico náutico se vio visiblemente disminuido como consecuencia de tareas de guardia llevadas a cabo en todo lo largo del puerto. Paros de los gremios pesqueros contribuyeron a calmar las aguas del Río de la Plata.
G. de la Paola, por primera vez, sintió que sus servomotores se endurecían tal como los músculos se entumecen ante la inmovilidad.
Montenegro debió advertirlo porque esa mañana, después de muchos días, lo llevó a caminar por el parque privado. Retornaron cuando se lentificaron los pasos de la criatura artificial; un frío helado se había metido por su espalda.
El próximo arribo de los buques sucedió de improviso. Fue Montenegro quien, esta vez, acudió a la cita en busca de los documentos de pago. G. de la Paola caminaba un paso atrás. Lo había llevado con él obligado a mantener las apariencias de hombre de seguridad. Se sorprendió al comprobar que las sumas cobradas habían aumentado en forma considerable; antes de indagar, su interrogante fue dilucidado: los traficantes habían creído conveniente -debido a las implícitas manifestaciones de disconformidad de su socio- reconsiderar la oferta.
En ese mismo momento el esqueleto de G. de la Paola derivó en imperceptibles movimientos que bien podrían haberse confundido con un temblor. Se hicieron más persistentes cuando en las ventanillas de las entidades financieras, Montenegro, con la boca seca y el corazón latiendo al ritmo de la traición, transfería a la cuenta de su socio valores que estaban lejos de los porcentajes pactados.
En escasos segundos se suscitaron los hechos. G. de la Paola actuó según las pautas programadas, no podía evitarlas: una punzada en la nuca terminó con la vida de su dueño. Este ni siquiera alcanzó a escuchar el grito de dolor que el hombre de acero emitió.
Su autodestrucción estaba prevista.
A Detiallo no lo sorprendió la noticia. No había sido difícil conseguir la sangre de Montenegro. Bastaron pocos minutos; fue mientras dormía y víctima de una droga inocua. Para que dispusieran del minucioso análisis llevó la muestra al laboratorio y la identificó con el nombre de su socio.
Lo demás... ya lo conocen.