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viernes, 9 de octubre de 2009

LA NOTA DE HOY



UN GAUCHO PATAGÓNICO EN LOS TIEMPOS DEL FORD T

Por Jorge Gabriel Robert

El Ford T modelo 21 zigzagueaba por la actual ruta 1 con destino a Camarones. Por el costado izquierdo, las Islas Blancas bordeadas de espumante blanco sus riberas, muestran las primeras aves migratorias marinas, en una algarabía de gritos, intercambiando picotones a diestra y siniestra con las amas de casa, las gaviotas. Buscan un lugar para su nido y sus pichones.

En la costa, las aves más pequeñas, pájaros de tierra llegados de un largo viaje; el chorlo, la corralera, preparan sus nidos en la parte alta donde el color de sus huevitos se confunde con el fino canto rodado, haciéndose invisible para el hombre y quizás otros predadores que gustan ese manjar. Sin embargo algunos polluelos ya han roto su casita y, confundidos en el incipiente prado verde con flores a la vera del camino, corren por el sendero sinuoso hecho por los carros de entonces. El Ford T modelo 21, detiene su marcha a cada instante, preocupado el conductor, evitando pisar alguno de los inocentes y casi invisibles nuevos habitantes que, una vez en condiciones su plumado cuerpecito, regresarán con sus progenitores a su lugar de origen.


Un sol de primavera va proyectando sombras sobre el mar que parece de aceite por la quietud, mientras se va tiñendo de azul oscuro; las aves de la Isla continúan con sus gritos, activando la pesca en el cardumen de pejerrey que se acerca. En el camino, el Ford T se ha detenido; un hombre de mal aspecto solicita ser transportado hasta el pueblo donde se ven brillar las primeras luces. A juzgar por los atuendos que lleva en su hombro, no hay duda, es un linyera.
El chofer, que no va solo, hace subir en la cajita de atrás a su compañera, su esposa que se sienta junto a sus dos hijos, una nena y un varón menor. El inoportuno personaje es invitado a subir junto al chofer, quien una vez en el poblado, se dirige a la comisaría, habla con el comisario para que esa noche hospede por ahí a su improvisado pasajero, ofreciendo a la vez algún dinero para el gasto de comida. Al día siguiente cambia un neumático pinchado, carga en el comercio un cajón de nafta (2 latas de 18 litros), con letras grabadas a fuego que dicen: MADE IN UNITED STATES OF AMERICA, algunos víveres y con su familia vuelve al hogar por el mismo camino, hacia un establecimiento ganadero que fundaron sus padres en puerto Santa Elena. Pero, ¿quién era el atribulado personaje que evitó pisar un pichón de pájaro y que en su coche, lleno de familia permitió subir a un vagabundo tan solo por tratarse de un ser humano? Era tan solo un gaucho. Un gaucho de bombacha, botas y cuchillo en la cintura, pero no hijo de aborigen y español como se solía reconocer al gaucho, sino hijo de inmigrantes franceses que llegaron muy jóvenes a Argentina y se casaron. Él era el primer hijo de seis que completaron la familia. Y además, era mi padre. Yo, el más pequeño que iba en la cajita del Ford T con mamá y hermanita.


El regreso no es igual porque debe cortar campo, o campo traviesa lejos de la ribera, donde pululan los pichones de aquellas pequeñas aves migratorias a que aludimos y que arrastran sus alitas contra el piso en actitud amenazante, enfrentando esa mole ruidosa que para ellas sería el Ford T mod. 21, con su poderoso motor.
En la estancia, varios vecinos festejan alborozados la llegada del único vehículo a motor que les ayudará a distribuir rollos de alambre, entre los campos recién poblados y en plena colonización.
El cuidado de hacienda lanar en campo abierto significa un esfuerzo sobrehumano y es necesario alambrar. Nuestro gaucho, a quien los vecinos llaman “el maragato” por haber nacido en Carmen
de Patagones, les sonríe mientras rodea el fogón y el asado de capón con que lo esperan. Cuenta el viajero que debió destrampar un gato montés que alguien cazó por su piel.


El Ford T mod. 21 ya está listo para llevar a la ruta a varios “buscadores de oro”, no de las minas, sino de la ribera del mar, pues suponen que de acuerdo a los vetustos mapas que poseen, hay un tesoro enterrado por piratas perseguidos y es necesario encontrarlo. El gaucho, o el maragato como quisieran llamarlo, o el matemático, cuando cubica el bañadero de todos los vecinos a efectos de aplicar el antisárnico adecuado en el agua, o el filántropo, cuando acepta en la mesa familiar a los buscadores de oro, hombres de baja catadura; muchos, escorias de las cárceles chilenas que fueron librados a combatir en la guerra del pacífico en 1876, siempre prontos a desenvainar la navaja, pero hambrientos y atentos a la hospitalidad bíblica del gaucho en su morada.
La dignidad, la hospitalidad y el apoyo moral hacia su coterráneo, fueron valores que el gaucho brindó como aporte a la civilización rápida de esta Patagonia que elegimos para vivir.








miércoles, 7 de octubre de 2009

CARTELERA CULTURAL



Carmen Larraburu expone en Alto Río Senguer

En el marco de la III Feria del Libro organizada por la Biblioteca Popular “Dr. Enrique Perea” y la Escuela Nº 106 del Senguer (Chubut) cuyo lema es diversidad cultural.

Sábado 10 de octubre a las 15, 00 hs:

Apertura del Aula 1: Muestra de Pinturas

Serie: “Ecos de los Centauros " / Serie:”Desde el Puerto de Rawson" /Serie Ilustrada: "Sueño de Tomón" Charla con los asistentes sobre el origen del trabajo artístico: El caballo y el sueño criollo - El Puerto y su paisaje - El Mudai y la poción de los pueblos. (Sueño de Tomón ) - Se aceptan preguntas.



Expositora de Playa Unión en la ciudad de Mar del Plata

En el marco del 5to. Encuentro Cultural de Mar del Plata 2009 inaugura muestra pictórica el 14 de octubre a las 20 horas la pintora Carmen Larraburu, en la sede de la Asociación de Empleados de Casinos Provinciales en la ciudad de Mar del Plata.

El evento cultural se llevará a cabo entre los días 14 de octubre hasta el 1º de noviembre. Los padrinos culturales son la Sra. L. Peretz y Sr. Carlos Rottemberg .

Las exposiciones y espectáculos artísticos se realizarán en las salas de exposiciones. Cuentan con 10 sedes culturales, entrada libre y gratuita.

Participan artistas de varias latitudes, nacionales e internacionales. Son varias las disciplinas que conjugan esta fiesta cultural.




domingo, 4 de octubre de 2009

EL CUENTO DE HOY


“UNA MONEDA ROMANA EN LA CORDILLERA PATAGÓNICA”


Por ANA MARÍA MANCEDA





-¡ Escuchá...escuchá! En estos momentos se está muriendo, es impresionante ¿ No te parece?
Bárbara sintió una opresión en el pecho, es cierto, podía sentir en las notas la última respiración de Isolda. Miró a Federico, su cara arrugada expresaba toda la emoción que le producía la música, sus ojos celestes brillaban, mientras apretaba en su mano la moneda romana, nunca se separaba de ella, según él, era su amuleto. Las notas de “ Tristán e Isolda” se expandían moribundas por cada rincón de la cabaña. ¡ Por fin terminó! Sintió deseos de llorar, este hombre tenía el poder de hacerla viajar por sus aventuras, su música, tenía que irse, refugiarse en su hogar, era la hora que Julio regresaba de la escuela, extenuado por su doble turno de maestro. Se despidieron, pronto se encontrarían. Federico había aparecido en sus vidas de la única manera posible, omnipresente. Arribó a esa zona de lagos patagónicos interesado en estudiar las huellas de culturas antiguas. De origen germano, recorría el mundo tras los pasos ancestrales del hombre, antropólogo, había dictado clases en famosas universidades, una vez retirado se dedicaba a lo que le apasionaba. Julio, su marido, lo admiraba pero no dejaba de rebelarse, el viejo se abusaba de cierto dominio sobre ellos. En el trayecto observó el crepúsculo cayendo sobre los bosques ocres y rojos, este lugar de la Patagonia regala chispas de magia que preceden al largo invierno, había que aprovechar cada momento ¡Temporada larga la de las lluvias! Y luego las nevadas. El ruido constante de las gotas sobre los techos de chapa pulía las ilusiones y los proyectos. Cuando las actividades cotidianas se estaban haciendo rutinarias como hachar leña, reparar la salamandra, separar y clasificar hongos recolectados en el bosque, hacer dulces, Federico los invitó a cenar, los esperaba en su cabaña el viernes por la noche.
Ubicados en la mesa de piedra redonda apoyada en la pared del patio, al lado de la parrilla, arropados, disfrutaban del olor de la carne asada y el vino que reflejaba chispas rojas desde su color violeta. Esta vez Wagner no, por favor ¿Quizás algo de jazz? La charla placentera transcurrió por las anécdotas pueblerinas, por las visitas de Federico a las cuevas pintadas de la zona y la acción lamentable del hombre en ellas. De pronto el viejo quedó callado, era un momento especial para él, debía proponerles una aventura, dependía de ellos, el resultado cambiaría sus vidas, quería ayudarlos. Por un rato quedaron en silencio, se dejaron seducir por los olores, los sabores y la vista de la luna llena que jugaba a espiarlos entre las hojas amarillentas de los álamos.
-Ya está muy fresco ¿Tomamos el café adentro? Julio encendió el hogar, Bárbara preparó el café mientras Federico disponía unos mapas en la mesa ratona. Se sentaron en cuclillas alrededor de la mesa. Con marcadores de distintos colores Federico les explicaba su secreto; hace mucho tiempo él sabía de un tesoro escondido, de la época de la conquista, en un árbol hueco, fosilizado, tapado por un tapiz musgoso y parte del sotobosque.
-Queda en las cercanías del pueblo, podríamos buscarlo juntos, es de un valor incalculable, yo sé donde venderlo en Europa.
El tiempo parecía haberse entretenido jugando a la búsqueda de la realidad, los jóvenes mudos no pudieron responder a la propuesta, quedaban muchos interrogantes y la situación lindaba con fronteras surrealistas. Hicieron preguntas, dudaron de la veracidad de la historia, cuestionaron la ética de la aventura, de todas maneras se despidieron con la promesa de pensarlo, aunque la respuesta se leía en sus ojos. Luego de despedirse de sus amigos Federico tiró una colchoneta al lado del hogar, apagó las luces, puso su música favorita y se acostó. Sus ojos celestes parecían pertenecer al universo, no a un solo individuo. Levantó la moneda, la cara del emperador romano brilló rojiza ante el resplandor de las llamas, una profunda tristeza lo fue invadiendo ante la certeza del rechazo; ellos eran la última esperanza que le quedaba. A través de la ventana se veía la luna llena ¡Ese poder fascinante que tenía de hacer suya la energía prestada! Dolía ver tanta belleza. De pronto, una figura agigantada provocada por el fuego del hogar apareció. Destino. ¿Venganza? Cuchillo, odio. El pecho del hombre emitió un sonido que escapando de sus labios, huyó decidido a acariciar la plateada luz de la luna. La música del disco llegaba a su fin, Isolda ya no respiraba.
La desaparición de Federico fue tan misteriosa como la aparición en sus vidas. Fueron a la cabaña y no encontraron ningún rastro de él, solo sus discos, algún libro y muchas cenizas en el hogar, al costado de éste Bárbara encontró una libreta, como si hubiera escapado de las llamas, la guardó en secreto. Concordaron que Federico algo habría encontrado respecto al tesoro y al no tener apoyo de la pareja decidió irse sin enfrentar una despedida. Los habitantes del pueblo que casi no tenían trato con el hombre creyeron que dio por finalizada su estadía en un pueblo exótico para él. Bárbara sintió el vacío dejado por el viejo antropólogo. Julio se volvió más taciturno. La joven justificó la conducta de su marido como algo natural, al ser oriundo de esa región había heredado la actitud reservada de su pueblo, quizás estuviera aliviado por la desaparición de Federico, incluso llegó a pensar que tenía celos del viejo, pero los meses subsiguientes la actitud agresiva de Julio hizo insoportable la convivencia. En sus momentos de soledad Bárbara pensó en la posibilidad de una separación, no soportaba más vivir de esa manera, hasta sentía temor por la mirada huidiza y fiera de su esposo.
Durante el verano, cuando los días son tan largos que el sol evapora hasta los íntimos pensamientos Julio fue de pesca. El río, con sus pozos y su relieve obstinado de seguir su apariencia externa lo arrastró hasta la nada; nunca se pudo encontrar su cuerpo. Pasó el tiempo, Bárbara, con la fuerza de su juventud se fue reponiendo de la tragedia. Un día encontró la libreta de Federico, decidió afrontar los recuerdos de ese extraño hombre que existió en su pasado. Escrita de manera legible y prolija leyó una narración realizada por el antropólogo.
Don Alonso González, oriundo de las Tierras de Castilla y en tránsito por tierras patagónicas, se dedicaba al estudio topográfico y preparación de herbarios. Entre sus ropas pardas portaba, en bandolera, una bolsa de cuero de puma en cuyo fondo escondía monedas de oro y joyas heredadas de su familia española. Por encima de éstas un pedazo de cuero tapaba el tesoro, encima de él llevaba los utensilios que usaba para realizar sus estudios. De las monedas que escondía había una que le quitaba el sueño, era de bronce, le fue donada por un tío sin hijos, quería que él la herede, nunca supo como llegó a las manos de su pariente. Era acuñada en Calagurris entre los 31 y 27 antes de Cristo. En el anverso figuraba la cabeza desnuda del emperador Octavio y en el reverso la figura de un Toro grueso de patas cortas, parado y mirando a la derecha, arriba una leyenda en latín CALAGVRRI. Solo al recordar la antigüedad hacia transpirar a Don Alonso. Él tenía un plan que había elaborado en años, de ahí su decisión de viajar a las Nuevas Tierras. Hasta que decidió que había llegado la hora de esconderlos. Luego de la cena Don Alonso durmió de manera profunda a sus compañeros de expedición con unos brebajes de hierbas de la región, excepto a su esclavo traído desde el norte de los lagos. Éste debía ayudarlo en una expedición secreta, ya había localizado el lugar donde escondería su tesoro. Había trabajado la conciencia del indígena con raras historias que el pobre no entendía, solo sabía que debía seguir a su amo. Cuando la luna transitaba por el novilunio, amo y esclavo desaparecieron en la oscuridad del bosque. En el trayecto hacia el escondite, Don Alonso recordaba los meses de difícil derrotero por esos paisajes imponentes, bellos y tan extraños a su Castilla natal. Llegado a las costas del Pacífico Sur, se había puesto a las órdenes de Don Pedro de Valdivia, Gobernador de Chile. La orden del Gobernador fue que encontraran los caminos hacia “El Mar del Norte”, pero la mayoría de los expedicionarios ansiaba llegar a la “Ciudad de los Césares” erigida sobre piedras preciosas y oro, la mítica ciudad obsesionaba a los conquistadores. Los peligros no eran pocos, el clima brutal, el paisaje montañoso, la vegetación boscosa cerrada, los indígenas al acecho y las distancias enormes. Luego de cruzar la cordillera tomaron de esclavos a un grupo de pehuenches, es cuando solicitó a su comandante que le ceda uno de ellos para que lo ayude en sus tareas. Se dirigieron tras meses de travesía hacia la Vega del Cerro Chapelco, en esa belleza imponente acamparon a orillas del lago Lácar. Ahí es donde decidió llevar a cabo su plan, el indígena imperturbable hizo todo lo que se le ordenaba, antes de guardar el tesoro buscó la moneda romana que su amo le exigió, éste la tomó y la apretó entre sus manos. La oscuridad era absoluta, solo algunos ruidos lejanos de algún animal nocturno rompía el silencio. El topógrafo sabía que ahora vendría lo peor, ordenó a su esclavo que levante unos utensilios que habían quedado en el suelo, cuando éste se agachó le dio un justo golpe en la cabeza y lo mató, luego de atarle unas piedras en el cuello lo arrastró hasta un arroyo cercano, de aguas impetuosas, que arrastraría el cadáver hasta el lago y de ahí al océano. Don Alonso llegó extenuado al campamento pero por la mañana se levantó con la energía de siempre a realizar su trabajo, el revuelo se armó cuando se cayó en la cuenta de la falta del esclavo. Se concluyó que quizás se hubiera emborrachado con la bebida de manzanas silvestres que ellos mismos elaboraban y se hubiera despeñado por algún cerro. Sin embargo, en los días siguientes él sentía la mirada penetrante de los otros esclavos, comenzó a sentirse intranquilo, lo único que deseaba era que la expedición termine, sabía que en no muy lejano tiempo volvería por su tesoro. Las fuerzas de los expedicionarios se iban agotando, habían fracasado en encontrar la“ Ciudad de los Césares” . A manera de despedida, en la noche de plenilunio, los esclavos, luego de atender a sus amos, prepararon una ceremonia para sus Dioses, los brebajes alcohólicos fueron compartidos por los expedicionarios. El topógrafo fingió que bebía, no soportaba el alcohol. A La madrugada todos dormían, la luna gigante iluminaba una de las noches más frías y bellas de ese final de verano. Arropado hasta la cabeza, Don Alonso aún despierto, como en alerta, sintió murmullos y movimientos ligeros, al destaparse solo pudo percibir el último destello de la luna que rozaba su profunda mirada celeste y aterrorizada. Su pecho herido exhaló un silbido que viajó por el bosque huyendo hacia la luz. Luego el silencio.
Bárbara quedó impresionada con la historia, debajo de la narración había unos bosquejos que parecían indicaciones de terreno y el dibujo de la moneda que detallaba la historia, sin duda la misma moneda que Federico usaba de amuleto. ¿Qué relación habría entre las vicisitudes del tal Don Alonso González y la vida del desaparecido Federico? Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Acaso no había cierta analogía entre el destino del esclavo y Julio, su marido? Pero el tiempo todo lo puede. Al pasar los años la joven formó un nuevo hogar, los hijos dieron luz a un pasado oscuro que reflejaba su tristeza sobre todo en las noches de otoño.
Un domingo, Bárbara y su familia, fueron de excursión al bosque, iban a la tradicional cosecha de hongos para su posterior secado, los chicos entusiasmados corrían junto a su padre por los senderos. Al atardecer luego de merendar resolvieron regresar, era principios de otoño y el frío comenzaba a sentirse, por las ramas desnudas de algunos árboles se esbozaba imponente la luna llena. Mientras guardaban sus cosas Bárbara sintió un silbido; miró asombrada, su marido emitía los sonidos de “Tristán e Isolda”, cosa rara en él; quedó pensativa, recordó la mirada celeste de Federico cuando escuchaba esa música, de pronto observó un objeto extraño entre los pastos del suelo, lo tomó, parecía de metal, lo frotó en su vaquero y lo elevó para mirarlo mejor. Su marido dejó de silbar; su mujer daba vueltas al objeto en el aire, jugando con él como posesa, los últimos reflejos del sol iluminaban una moneda de bronce, en su reverso se divisaba la figura de un toro grueso de patas cortas y en su anverso la cabeza desnuda de un imponente emperador romano. Desesperada buscó refugio en la presencia de su marido; éste, sonriente, la miró amoroso desde sus intensos ojos celestes.


Publicado en la Antología “EL COLOR DE LAS PALABRAS”, presentada en Feria del Libro de San Martín De Los Andes. Junio 2009.








domingo, 27 de septiembre de 2009

EL CUENTO DE HOY


EL REVÓLVER

Jorge Eduardo Lenard VIVES



En una vitrina del museo de historia regional de ..., localidad situada en el valle inferior del río Chubut, en la provincia epónima, se exhibe un revólver de seis tiros Colt Navy modelo 1851. El cartel que describe la pieza dice: “Arma que perteneció al capitán Artemio Cruz, expedicionario al desierto. Circa 1884”. Sin embargo nunca existió un oficial con tal nombre. En realidad, Artemio Cruz fue un poblador de la zona que encontró el revólver en cercanías de Corral Charmata. Unos años después de su muerte, un familiar que conocía de oídas la historia lo donó al museo. La proximidad del hallazgo al lugar donde el sargento mayor Martín Laciar fundara el Fortín Villegas provocó una confusión que nadie se interesó en corregir. El cartel original de cartulina fue reemplazado por otro de madera; y éste a su vez por una prolija placa de acrílico transparente con letras doradas; pero ya se sabe que la forma no hace al fondo y la inscripción actual es tan errónea como la primera.
El verdadero propietario del revólver, al menos en lo que interesa a este relato, fue un soldado de la Guardia Nacional de la provincia de Buenos Aires de apellido Gauna, quien fuera dado por muerto en el combate de San Antonio de Iraola el 13 de septiembre de 1855. Y si los lectores se preguntan como lo sé, debo decirles que como autor de este cuento me reservo el derecho de mantener en secreto mis fuentes de información; y si aún así se me acusa de inventar al propietario como inventé la misma existencia del arma, recurriré a parafrasear un conocido refrán diciendo que “invención que menta a invención tiene cien años de perdón”.
Al término de la lucha y cuando los indígenas se habían retirado del lugar de la pelea, Gauna salió del escondite que había encontrado en un pozo oculto entre un frondoso matorral. Era de noche. Los cuerpos de los muertos en la sangrienta jornada yacían a la luz de la luna. En la claridad lóbrega y fría, el sobreviviente se preparó para abandonar rápidamente el lugar, reuniendo algunos pertrechos que le servirían para continuar el milagro de mantenerse con vida. Entre otras cosas alzó el revólver Colt, seguramente perteneciente a un oficial caído en la contienda, para el cual reunió unas cuantas balas que colocó en un municionero de cuero. Luego emprendió la fuga, rumbo al sur.
Gauna tenía en ese momento unos veinticinco años. Era oriundo de Entre Ríos y había llegado a Buenos Aires con el Ejército de Urquiza. Después de combatir en Caseros se enroló en la Guardia Nacional que resguardaba la frontera sur de la maloqueada. Y en esa situación lo había sorprendido la encerrona del Corral de Iraola.
Como es lógico, dado su poco tiempo de residencia en la zona, no era baqueano de esos andurriales. Pero era un hombre instruido –le habían enseñado a leer y escribir en una de las numerosas escuelas que Urquiza fundara en su provincia–; y era además curioso e inteligente. Había aprendido a ubicar los puntos cardinales por las estrellas; sobre todo por la Cruz del Sur. Sabía que en esa dirección, aunque no a qué distancia, existía una población llamada Bahía Blanca. Colegía que hacia el norte volvería a toparse con los atacantes que diezmaran su escuadrón; quienes seguramente seguirían su malón hacia Azul. Y además como ni al norte ni al sur tenía quien lo esperase, su salvación le abría inesperadamente la puerta a una nueva vida; y puesto en la encrucijada pensó que ese rumbo era tan bueno como cualquier otro.
Si en un mapa moderno siguiésemos el derrotero de nuestro héroe, podríamos suponer que su camino tocó el sur de la sierra de Pillahuinco y que pasó por el lugar donde actualmente se alza la localidad de Cabildo. Debe haber obtenido agua de los ríos y arroyos de la zona, como el Quequén Salado y el Sauce Grande. Comía de lo que cazaba, la mayoría de las veces piches y peludos. Marchaba de noche para evitar ser observado por algún eventual merodeador de la pampa; aunque cuando estaba muy seguro de su soledad se animaba a caminar bajo la luz del sol. No cabe duda que lo ayudó a mantenerse con vida el hecho de encontrarse en primavera; la tibia temperatura le permitía dormir sin cobijas, a la intemperie, acurrucado y oculto entre los pajonales.
Al cabo de varios días de marcha -¿una semana, quizás?-, vislumbró a lo lejos un rancho de adobe con techo de paja. En un corral de palo a pique dos matungos cinchones; y una nube de galgos famélicos que salió a chumbarlo. Detrás de los perros apareció el dueño, un gringo grandote y con una cara de pocos amigos tapada parcialmente por la carabina con la que, apoyada en el hombro, le apuntaba. El hombre desconfió de Gauna, creyéndolo un renegado puesto a bombero; sin embargo el entrerriano, hábil para la lengua, lo convenció de su error. Esa noche Gauna pudo matear y comer un buen pedazo de asado; y durmió al reparo del alero del rancho. Pero al día siguiente lo despertó el ruido de unos cascos que se alejaban. Temeroso de una entrega por parte del poblador el fugitivo tomó el otro caballo que, alejado del corral por su dueño, había vuelto amadrinado a las cercanías del rancho; y con unos cueros viejos y un coscojero que había por ahí, mal que mal lo equipó. Y presuroso, luego de ubicar donde estaba el sol, partió en la dirección contraria.
E hizo bien; porque su ocasional hospedador, luego de abandonar la creencia en un espía de los indios, lo había sospechado un desertor del Ejército y había ido efectivamente a entregarlo a la autoridad. Cuando llegó con la partida –dos milicos adustos– no quedaban ni las huellas de Gauna. Pese a los ruegos y amenazas del poblador, los dos uniformados decidieron no salir en persecución del ladrón de ganado: se rumoreaba de un ataque pampa a Bahía Blanca y no era cuestión de descuidar la Guarnición. Además, en su interior, los dos hombres pensaban que era una buena lección para ese gringo delator que había pretendido traicionar a quien primero había dado asilo.
Gauna ahora estaba peor que antes: huido de la policía, cuatrero, sin una tapera donde cobijarse. En el momento de partir decidió seguir hacia el sur. Había escuchado hablar de otro poblado, el último bastión de la civilización, llamado Carmen de Patagones; y hacia allí enfiló su cabalgadura. Por un momento pensó que, por lo que había oído decir, unos años antes no hubiera tenido éxito su fuga. En los tiempos de Don Juan Manuel la campiña bonaerense no era un lugar amable para los fuera de la ley, cuyas correrías y filiación se transmitían por adelantado de pueblo en pueblo; hasta que en alguno de ellos un juez los esperaba y caían presos. Y a veces no los aguardaba sólo la prisión, sino también la muerte.
Luego de una travesía más corta que la anterior, pero más difícil por la escasez de agua, llegó a un gran río de cuya presencia había sido advertido. No dudó en quitarse la ropa e internarse con el caballo en la corriente: poco obstáculo era el río Colorado para el entrerriano, nacido en una mesopotamia rodeada de cauces caudalosos y bravíos. Además había cruzado el Paraná en Diamante con las tropas del Supremo Entrerriano; una larga columna de hormigas metiéndose en el agua y peleando trabajosamente con la corriente, hasta llegar al otro lado. Algunos no lo habían logrado; pero Gauna era un hábil nadador. Y ahora lo volvió a demostrar, cruzando en un santiamén el cauce prendido a las crines del caballo y con sus pocos avíos liados en un bulto sobre el lomo.
Ya del otro lado siguió corriente abajo, en dirección al mar. El chapuzón, trayéndole recuerdos de sus años mozos y de la patriada que lo había llevado a los campos porteños en los cuales por poco dejara su osamenta, lo había vivificado. La segunda noche de marcha estaba por detenerse a vivaquear cuando a lo lejos percibió el reflejo ambarino de una fogata. Se acercó en silencio; a cierta distancia vio que eran tres hombres que mateaban alrededor de unos troncos ardiendo. En una cruz de hierro se asaba un costillar de capón que le hizo agua la boca. Simultáneamente los hombres advirtieron su presencia y uno de ellos tomó un fusil. Gauna saludó con voz estentórea y se acercó con los brazos en alto, mostrándolos libre de armas. El del fusil siguió apuntándolo unos metros y luego lo bajó. Los otros también se distendieron y continuaron tomando mate mientras lo miraban.
–Acérquese, paisano– dijo el del rifle y se unió al corro, en tanto el recién llegado se aproximaba.
Confiando más en estos hombres que en quien lo había alojado unas noches atrás les contó con detalle su historia; aunque obvió comentar el robo del caballo. En esos lugares a nadie le gustaba el abigeato; pero de todas maneras tampoco los hombres inquirieron mucho sobre el particular; ya que era impensable andar por allí sin caballo. Los otros hablaron de su trabajo: iban al valle del río Chubut, donde un inglés, o algo así, de apellido Jones había montado una empresa para faenar las vacas ariscas que pacían en aquel lugar. No tuvieron éxito y se volvieron al norte en barco. Ellos estaban encargados de ir por tierra a recuperar la caballada; dejada al cuidado de un par de peones. Gauna nunca había escuchado hablar de ese valle ni de ese río, pero vio la posibilidad de obtener allí su sustento. Además le convenía desaparecer de la zona por un tiempo, hasta que el asunto del caballo fuera olvidado. Los arrieros aceptaron incluirlo en el grupo: tenían comida de sobra y un par de brazos más iban a ser de ayuda. Pronto esto último quedó demostrado porque debieron cruzar otro río ancho y caudaloso; y la veteranía de Gauna para el agua les fue de gran utilidad.
Luego de algunas peripecias la cuadrilla llegó al valle. El ex soldado observó con deleite el lugar. Era una tarde templada de octubre, el cielo despejado y una brisa tenue que venía de la costa y apenas rizaba las aguas del río que corría cerca de los ranchos de adobe rodeados de un parapeto, daban al paisaje una beatífica imagen. Los dos hombre dejados por Jones salieron a recibirlos. Les explicaron el fin de la empresa: no habían logrado atrapar ni una vaca de las que se suponía pastaban en la vasta extensión del valle. Todos le echaban la culpa a los indios que les habrían precedido; aunque otros dudaban si realmente alguna vez había existido ganado en ese lugar. De todas maneras Jones no prestaba mucha atención a la cacería. Más bien se dedicó a estudiar la zona; a veces emprendía excursiones de dos o tres días de las cuales volvía cansado y silencioso. Finalmente el patrón decidió irse. Los hombres se dividieron: los que se iban en el barco y ellos dos que se quedaron a esperar los arrieros que llevarían la numerosa caballada al norte.
Pero los planes de retornar de inmediato se alteraron cuando los recién llegados se enteraron que a falta de vacas podían tener algunos dividendos cazando avestruces y guanacos para obtener plumas y cueros. Durante unos diez días se dedicaron a la caza, logrando abundante botín. Al cabo de ese tiempo de dispusieron a partir. Pero el entrerriano, súbitamente enamorado del paisaje desolado y el clima áspero y, tal vez temeroso de que aun su delito no hubiese sido olvidado, decidió quedarse.
Desde una casucha que había elegido como residencia entre las chozas del fuerte, Gauna vio como el arreo se perdía en la lejanía, en dirección a las bardas blancas que encajonaban el valle. Acompañado sólo por unos perros aquerenciados al fortín, tenía lo elemental para subsistir un tiempo. Después se las arreglaría: dominaba el arte de la pesca y tanto el río como el mar cercano podrían proveerle de alimento; además de su revólver contaba con un fusil Remington, canjeado por plumas y cueros a los arrieros, para cazar los guanacos que ramoneaban continuamente en las lomas cercanas. Y ahora era dueño de un par de caballos más: si aquello no andaba, podría volver al norte. Pero él intuía que no sería necesario; que iba a encontrar la forma de sobrevivir en esas latitudes.
Como era pleno verano decidió aprovechar el clima para recorrer un poco el valle, que ya había conocido un poco durante los días de cacería. Sabía de un lugar aguas arriba donde el río se acercaba a las lomas y hacia allí se dirigió. Viendo el lugar reparado y acogedor, decidió trasladar su alojamiento hacia ese paraje donde además los frondosos sauces criollos de la ribera le aseguraban leña y eventual refugio. Construyó una precaria choza de adobe; conociendo que las crecientes del río eran traicioneras la levantó sobre la pendiente de una loma. Y allí se dispuso a pasar el invierno.
El tiempo transcurría morosamente. Gauna se sorprendió un día preguntándose que estaba haciendo allí; y comenzó a rumiar la idea de volver a la civilización. Pero un hecho cambió completamente la situación. Una mañana pescaba percas en el río cuando se sintió observado. Al volverse vio un grupo de cinco o seis indios que lo miraban en silencio. Instintivamente se arrojó sobre el revólver que había dejado en la orilla para evitar que se mojase; pero uno de aborígenes, hablándole en castellano, le aclaró que no traían ánimos de pelea.
El entrerriano reconoció que los recién llegados eran de una etnia distinta a quienes había combatido en las llanuras de Buenos Aires. Eran más altos y robustos. Volvieron juntos a la choza de Gauna, quien vio que el resto de la tribu estaba levantando sus toldos de cuero en las inmediaciones. No eran más de treinta personas, que permanecieron en el lugar unos pocos días. Le habían explicado que luego seguirían viaje hacia Carmen de Patagones, donde comerciaban sus plumas de avestruz y cueros de guanaco. Durante esos días Gauna acompañó en las cacerías a los hombres, lo que le permitió una provisión de carne que saló y preservó para más adelante. Mientras tanto las mujeres en la toldería hacían varias tareas; entre ellas buscaban en las lomas trozos de roca áspera que usaban para afilar los utensilios cortantes.
Como siempre sucede cuando hay seres humanos de los dos sexos, se produjo la atracción propia de la especie. A los pocos días Gauna comenzó a echarle el ojo a una joven bonita y pizpireta, quien también se había fijado en él. Al padre de la joven, que era el cacique de la tribu, no parecía molestarle aquel flirteo; sino que, por el contrario, lo aceptaba. Quería mucho a sus hijas, tenía varias, y no vacilaba en darles todos los gustos. Pero la joven también tenía un pretendiente en la tribu. Cuando los indígenas se fueron siguiendo su camino hacia el norte, la mujer se quedó con Gauna; lo que originó en el despechado novio un odio cerval.
La compañía de Ariskaiken dio nuevos ánimos al aventurero. Trazó proyectos más firmes para su futuro. Viendo la posibilidad de aprovechar el río para regar alguna plantación como había visto hacer en su Entre Ríos natal, había pedido a su nueva familia que al regreso de Carmen de Patagones le trajeran algunas semillas; y además municiones y otros enseres necesarios para aliviar la vida en el perdido rincón que habitaba. En tanto se dio a la caza del guanaco y el avestruz, para hacer acopio de cueros y plumas con los que pensaba pagar la mercadería. Recorrió de punta a punta el valle y la meseta cercana.
Un día tuvo un encuentro que algún tiempo después creyó imaginado porque no se volvió a repetir; aunque le quedaron unos magullones para recordarle lo real del episodio. Se había adentrado río arriba, donde los pajonales y el bosque de sauces que lo bordeaban eran más tupidos. Su caballo se movía cuidadosamente entre las cortaderas, cuando un súbito bufido lo alertó. Frente a él, a unos cuarenta o cincuenta metros, vio a un toro alto y nervudo, con enormes cuernos de punta aguzada. Tan sorprendido como él, el animal lo contemplaba inmóvil. Y de repente cargó. El caballo huyó espantado, esquivando el fiero ataque; y arrojó a Gauna al suelo. Enceguecido, el toro no se detuvo; y con un estrépito de bramidos, golpear de pezuñas y ramas rotas, se perdió en el monte. Gauna se paró trabajosamente; pronto pudo recuperar su caballo que se había quedado cerca y regresó, dolorido, a su rancho. Nunca más volvió a ver una res en el valle.
En otra oportunidad descansaba a orillas del río, en un promontorio de rocas bermejas que las aguas rozaban con un zureo adormecedor, cuando escuchó el relincho de su caballo. Miró a su alrededor hasta que vio al puma, agazapado unos metros más allá, en amenazante actitud. El animal rugió y encogió el cuerpo, pronto a saltar. El Remington colgaba inútil del recado del caballo, que tiraba espantado de sus riendas a punto de romperlas; pero Gauna siempre llevaba el Colt a la cintura. En el momento en que el animal iniciaba una veloz carrera hacia el, disparó. El puma cayó, retorciéndose en un torbellino gris de garras y colmillos. Gauna disparó de nuevo. Esa noche apareció en su rancho llevando la piel gris perla y unos trozos de carne oscura, que al probarla tuvo un sabor dulzón que no le agradó.
Llegó la primavera. La panza de Ariskaiken comenzaba a abultarse con el fruto del amor de la solitaria pareja, cosa que enorgullecía profundamente a Gauna, cuando un día vieron aparecer a lo lejos unas siluetas que se fueron agrandando lentamente. Pronto reconocieron a la tribu de la futura madre. El reencuentro fue efusivo. Al enterarse el cacique de la noticia organizó esa noche una fiesta; a la cual sólo permaneció ajeno, mirando torvamente desde la oscuridad, el galán despechado.
La tribu no permaneció mucho tiempo en el lugar. Luego de dejar algunos elementos que habían traído para el matrimonio y pactar lo relativo al comercio de las pieles y plumas con Gauna, se despidieron para continuar su marcha. También quedó en el rancho una anciana de la tribu para ayudar a Ariskaiken en su parto; lo que obligó al marido a ampliar las comodidades de su modesto campamento. Una mañana ya cerca del verano, cuando los matorrales del valle mostraban una pobre policromía que allí cobraba la importancia del jardín más imponente, Gauna, su mujer y la comadrona, los vieron cruzar el río, esta vez rumbo al sur.
Al día siguiente Gauna salió temprano con su caballo y un pilchero de tiro. Ahora que su mujer estaba acompañada, había decidido ir río arriba más lejos de lo habitual para guanaquear en una zona de la meseta de la que le había hablado la familia de Ariskaiken. Cabalgó todo el día. A la noche vivaqueó cerca de las rocas coloradas donde había matado el puma; y el recuerdo del ataque del animal lo llevó a adoptar la previsión de encender un gran fuego. Se levantó al alba, ensilló y reinició la marcha. Pasado el mediodía estaba ya sobre la meseta, donde a la sombra de un matorral se apeó del caballo para comer un poco de charqui con un trago del vino que le habían traído de Carmen de Patagones. En eso, a lo lejos, vio un jinete. Era un espectáculo insólito en ese lugar. Por precaución, montó su caballo y se dirigió hacia el recién llegado, cuya silueta se iba agrandando. Pronto vio que era un indio. Se detuvo a esperarlo.
Cuando estaba a tiro de fusil, el otro también se paró. Entonces Gauna lo reconoció: era el antiguo festejante de su mujer. Entendió que se había separado de la tribu para seguirlo y vengar la afrenta del único modo que conocía: matándolo. Presto, sacó el Colt Navy su cintura. Pero era tarde: el otro echó su rifle al hombro, apuntó y disparó. El tiro impactó en el pecho del entrerriano y lo hizo sacudir. El agresor quedó unos instantes mirándolo; pareció satisfecho del resultado de su disparo y dando media vuelta a su cabalgadura, salió al galope hacia el valle.
Herido de muerte sobre su caballo Gauna soltó el revólver; que cayó entre unas piedras donde quedaría oculto, cubierto de arena, hasta que Artemio Cruz recorriendo su campo cincuenta años después lo iba a encontrar. Mientras su homicida huía a galope tendido empuñando el arma asesina, trataba de aferrarse a la vida y a su cabalgadura. Pero se desangraba de a poco. Anduvo así más de una legua hasta llegar a una punta de la meseta. Desde allí pudo ver el valle donde había morado, tan lejos de su hogar natal. Y no podemos asegurarlo, pero tal vez en ese momento, mientras la vida lo abandonaba y se dejaba caer del caballo para reposar de su mortal cansancio sobre el pedregoso suelo, nuestro héroe sintió nostalgia por los verdes pagos entrerrianos donde cantan las calandrias en las siestas de verano; y el río Paraná, deslizándose majestuoso, baña vivificante las feraces tierras.







miércoles, 23 de septiembre de 2009

EL POEMA DE HOY



SECUENCIA



Sutilmente asomó el génesis, corrió los escombros, se esfumaron
las tinieblas, los abismos, surgió la claridad, el cielo se engalanó
con los matices del amanecer, movilizó la Creación y nació el hombre
caminó sin explicaciones, abrió espacios, exploró, descubrió el fuego
¿Prodigio?

Comenzó la historia de las tribus hebreas, de Abraham, Isaac, Jacob,
por designios del Creador se multiplicaron...
y fueron los llamados pueblos de Dios.

Entonces...se perfiló el universo con sus lenguas, culturas, el ser se nutrió
de sabiduría y la tierra con el mismo lenguaje le ofreció a los ojos de la humanidad
toda la maravilla de su producción.

Después entre el vaivén de las mareas y esplendores de frescas lunas,
el hombre acopió bienes y avanzó por la pugna del poder, hasta que se desnudó
la crisis actual, con más conflictos, desesperación y la impactante desigualdad.

Así, los pueblos poderosos se volvieron ciegos al dolor, la indiferencia a más acumulación
sobre las poblaciones más pobres del planeta, y la ostentación de riqueza
predomina en detrimento de la solidaridad, el amor al prójimo

Ante el marcado individualismo, pensemos en los jóvenes, en los derechos del niño,
para tomar nuevos rumbos que puedan contener los sueños de la niña palestina,
la niña afgana, el hambre de los niños del África y de América Latina que palpita...
con las venas abiertas.
En la actualidad hay señales de Dios, de la madre tierra que respira
hostigada,
¡basta de guerras y de industrias bélicas!

Y el llamado que proviene de los pueblos nativos, milenarios,
cuidar la tierra, preservar la vida,
¡ese don precioso!

Hoy como nunca, la historia universal nos convoca a la búsqueda de un nuevo comienzo,
con la mirada enriquecida por la diversidad y belleza...
que nos brinda la Creación.

Y es nuestro deber Sagrado construir mejores paradigmas,
donde tenga un lugar la esperanza,
y retorne el vuelo de la utopía.


Alicia Cabral Colman