google5b980c9aeebc919d.html

lunes, 11 de enero de 2010

EL CUENTO DE HOY


LA VIDA SIN ANA

de Carlos Dante Ferrari


Llegó hasta el aljibe con paso presuroso y allí se detuvo, justo al pie de la cuesta. El crepúsculo teñía la escena de un tenue tono encarnado. Atravesando el silencio de las casas, una calle estrecha y solitaria trepaba el faldeo hasta desdibujarse entre los muros lejanos.
En la quietud sepulcral de la tarde, el fondo de esa calleja era el centro de toda su atención.
Una notoria rigidez tensaba sus mejillas. La camisa entreabierta mostraba las contracciones rítmicas del abdomen.
Creyó necesario disimular su actitud. Con estudiado desgano tomó el cubo que colgaba junto al brocal, lo arrojó al interior de pozo y lo recogió enseguida. El frescor chispeante del agua avivó la conciencia de su sed. Bebió con avidez, salpicándose el cuello y el pecho;se secó la boca con el reverso de la mano derecha y completó el simulacro restregándose la palma húmeda por la frente sudorosa.
Pese a lo avanzado del día la aldea prolongaba el sosiego de la siesta. En las calles desiertas, el silencio parecía responder al insondable recogimiento de los inescrutables pobladores. La única señal de actividad humana se reducía a aquel hombre parado junto a la alberca. Era el retrato vivo de una espera frenética; el preanuncio de un encuentro inminente.
Inquieto, decidió sentarse sobre el borde de la balaustrada. La relumbre del sol proyectaba un juego reverberante de resplandores sobre el suelo caldeado, encendiendo los brillos efímeros de los cristales de sílice. En un impulso casi infantil dejó caer la sandalia que colgaba al descuido del pie derecho. Con el dedo gordo comenzó a trazar líneas trémulas y círculos imperfectos en el suelo, mientras disfrutaba del cosquilleo que le provocaban los roces de su yema desnuda sobre la arena frágil y sumisa. Durante unos momentos se mantuvo en esa postura. La sombra de su pierna extendida sobre el semicírculo de la plataforma sugería una forma curiosa, semejante a una ballesta tensa, pronta a disparar la saeta. Luego volvió a calzarse.
La demora empezaba a ser insoportable. Cualquier rumor (esos ecos perdidos que suelen acompañar la agonía de la tarde) era un toque de alerta para su oído atento.
Dos o tres gallos iniciaron el desafío canoro de todos los crepúsculos. Sus clarines insinuaban presagios sombríos. Casi enseguida los pájaros parecieron despertar de su mutismo. En la higuera cercana se oyó de pronto el jolgorio (o tal vez la disputa; sabe Dios el lenguaje de las aves) de la bandada. De pronto se acallaron y partieron en vuelo fugaz,como si un peligro invisible los hubiera espantado.
De algún lugar venía flotando un perfume ahumado, semejante al que desprende la escamondadura de los eucaliptos al ser quemada en las tardes de otoño. Con gesto nervioso abrió el morral; tanteó el contenido para cerciorarse de tener a mano la daga oculta y de inmediato dejó el saco a un costado.
Las últimas luces ya fulguraban sobre las cumbreras de los techos. Otros sonidos habían empezado a sumarse en el ambiente, atizando su desasosiego. De pronto la silueta de un viejo mercader profanó la quietud del sitio con su paso cansino. El caminante cargaba un cesto con esfuerzo ostensible; al minuto se perdió detrás de un cerco, indiferente y fantasmal, como una ilusión pasajera.
Aunque efímera, la súbita aparición lo había sobresaltado; tuvo la rara impresión de haber vivido ya esa experiencia alguna vez. Vagos, difusos, apenas perceptibles, esos momentos parecían reavivarse en los estratos de su memoria. También sintió que podía adivinar lo que sobrevendría, como si se tratara de una experiencia repetida en el pasado.
Cuando volvió a dirigir la vista hacia la calle una imagen lejana lo estremeció: se le contrajo el estómago, le zumbaron los oídos y ya no se ocupó más en disimular su agitación. Se puso de pie casi en un salto, observando la silueta que se aproximaba.
Ella también lucía desencajada. Detrás del velo que le cubría la cabeza gran parte del rostro, sobresalían unos ojos vivaces. Fadris no se movió. Pétreo, sólo su pecho delataba la respiración profunda bajo la camisa mojada.
Cuando estuvo a tres pasos la mujer se detuvo y le habló:
–Debes ir a matarlo –le dijo. Su mirada parecía calma, pero un brillo de intensa premura chispeaba en las pupilas–. Debes hacerlo ahora mismo.
Él levantó la vista por encima de su cabeza, y los últimos fulgores sobre el horizonte sugirieron la imagen de un lienzo ensangrentado. Sintió miedo, un miedo antiguo, grabado en sus retinas; el mismo que se repetía en cada atardecer.
–Después nos iremos –agregó la voz urgente, imperativa–. Te estaré esperando junto al molino, donde dejé mi atado de ropa.
La mujer pareció intentar una aproximación para abrazarlo y darle estímulo, pero fue apenas un gesto fallido. El impulso se convirtió en un giro repentino de su cuerpo y enseguida se alejó en silencio, casi corriendo, sin que él atinara a responderle.
Fadris sintió un dolor insoportable en la garganta al retener el grito que pugnaba por pronunciar aquel nombre tan amado: ¡Ana, Ana! El sonido mágico que percutía sobre sus pensamientos, día y noche. Ana amor, fiebre, dolor, espera. Ana fuego, secreto, insomnio.
Ana fuga, misterio. Ana puñal, Ana Muerte. Inmemorial, atemporal, trágica. Ana. Una eterna prueba.
Se agachó para hurgar otra vez en el morral. Tanteó la hoja afilada y decidió ponerla justo sobre la boca de la bolsa. Luego se irguió, pareció estirarse como un elástico y emprendió una tosca carrera hacia la aldea.
Iba jadeando. Una transpiración profusa bañaba todo su cuerpo. Al exhalar el aliento, su garganta gemía con el sonido inconfundible de un niño aterrorizado.
Atravesó las callejas polvorientas cruzándose con algunos peatones que no parecían reparar en él. Al llegar a una encrucijada se abrió ante sus ojos un patio rústico, donde pacían dos mulas y merodeaban unas cuantas gallinas. Hacia la izquierda, detrás de una cortina harapienta, se veía la figura de un hombre sentado de espaldas a la entrada, en actitud de trabajo. Inclinado sobre unas tablas desvencijadas, estaba reparando el piso de un carromato.
El viejo escuchó los pasos y miró al recién llegado de reojo, con deliberada lentitud.
Luego prosiguió su tarea. El joven se sintió desorientado ante la indiferencia del herrero y permaneció parado a escasos centímetros de él, en actitud un tanto ridícula. La espalda curvada se ofrecía al alcance de su mano.
–Te esperaba, Fadris –le escuchó decir, y esa voz ronca lo hizo sobresaltar aún más. Él no le contestó. Metió la diestra en el morral. Los dedos se crisparon en torno a la empuñadura, como si se aferraran a una rama para no caer al vacío.
–Ella es tan hermosa, ¿no es cierto? –el hombre modulaba su voz y medía sus gestos con toda calma. Parecía estar repitiendo una secuencia largamente ensayada.
Fadris percibió un molesto temblor en sus piernas. ¡Sin embargo todo sería tan fácil, tan rápido...! Sólo debía asegurarse de que la hoja penetrara sin obstáculos. Al medir visualmente la distancia que lo separaba de su brazo, advirtió que no tenía en claro dónde debía estampar la puñalada para asegurarse el colapso inmediato de aquel individuo tan vigoroso. Le parecía insólito poder elegir el ángulo a su antojo, mientras el destinatario no mostraba ninguna intención de resistencia.
–¿Por qué te demoras, muchacho? Lo hagas o no, ella no volverá de todos modos –la voz parecía subyugarlo–. Se ha ido, y debieras saber que no hay manera de retenerla. Nada ni nadie podrán adueñarse totalmente de Ana, ¿no te das cuenta? Nunca jamás.
Un estornino acababa de posarse a trinar sobre el tinglado. Los gorjeos tenían connotaciones dramáticas, como si estuvieran destinados a epilogar aquel día a la vez trágico y glorioso.
Un cansancio de siglos adormeció los brazos del muchacho que colgaban a ambos costados de la cintura, reflejando su determinación frustrada.
Empezaba a oscurecer. Después de un largo minuto se retiró sin haber pronunciado una sola palabra. El miedo ya se había esfumado. La cíclica condena se cumplía con resultado idéntico: era la escena que en cada existencia se venía interrumpiendo justo allí, en el instante de la confrontación final entre todo y nada.
Las primeras sombras de la noche ocultaron sus pasos avergonzados y silenciosos. Pasajero del tiempo, debía reanudar una vez más el sendero repetido, avanzando hacia una fuga cíclica, solitaria, sin muertes.
Andando lentamente, hacia otra vida sin Ana.




votar








sábado, 9 de enero de 2010

EL POEMA DE HOY



EL VUELO DE ÁGUILA

El sonido del viento despierta raíces
y el hechizo de un nombre indio
enciende antorchas en los trigales.
Alumbran las espigas de una época
mezcla de tierra virgen, cielo, agua...

Iris de plata
baja serpenteando del cerro,
embrujo de luna, piel, misterio de mujer
que aún sigue rondando los fogones
del paisaje arisco.

Resucita sobre el grial de los luceros,
crece en la geografía de los pueblos, las lenguas,
como racimo maduro en primavera
de siembra y cosecha.

Y se extiende por el verdor espejado
de sus aguadas
antiguo refugio en el invierno, de una estirpe altiva.
Y símbolo tehuelche
en sus dominios.

¡Grávida en sueños!
la tierra siente latidos...
Del Rey, señor de la meseta,
bebe la noche, danza con fuegos del alma
¡y escucha al corazón!

Se dilata por la huella...
en encorvados silencios,
meridianos clarísimos
se deshojan entre horizontes y memoria.

De ese vuelo viene la herencia, chispa cultural,
la perciben los matices
acariciando las etnias del Bicentenario.

Más allá, el despliegue del águila cincela señales
en tiempos de retos
y roza las voces frescas de la América india,
las manos se unen en un solo himno
libertad, esperanza...

la sangre bulle...
y en el vientre, la vida.


Alicia Cabral Colman


votar




miércoles, 6 de enero de 2010

EL CUENTO DE HOY


Una pasión ciertamente inexplicable

de Alejandro Javier PANIZZI



Siempre, siempre, ha tenido una obsesión con el fútbol.
Caminaba despacio por San Martín. A esa hora ya no hay nadie en Sarmiento. Bueno, nadie no, están las putas. Y nosotros, claro. Y los muertos también, como dice el Indio Berón. Acaso lo diga porque no se resigna a estar sin el viejo.

Siempre, siempre, ha tenido esa obsesión con los muertos. La idea por los difuntos que, con tenaz persistencia asaltaba la mente de Berón, volvía a aparecer una y otra vez, especialmente, después de un intervalo de angustia.

Cuando llegué al bar, tres locas miraban aburridas cómo él jugaba al billar. Nunca les daba pelota, a menos que no tuviera con quién jugar. A veces, les pagaba la copa para que trataran de hacer alguna carambola, para que lo miraran cómo jugaba solo o por mera solidaridad.
Me acerqué a la barra y pedí un Gancia. Un hombre grandote, acodado en el mostrador, a quien la banqueta le quedaba chica, fumaba un cigarrito hediondo. Menos porque estuviera solo que por su aspecto, me impresionó como un ser retirado, que ama la soledad. O que vive en ella.
Berón luchaba contra sí mismo en un duelo de billar que parecía grave. Me paré a un costado de la mesa para no importunarlo.
–¿Sabés quién es ese gordo? –me preguntó de pronto, como quien recuerda un secreto remoto.
En la barra, arrellanado arduamente en su banqueta, el grandote notó que lo mirábamos y nos saludó alzando el vaso.
–Me pareció que lo conozco de algún lado pero no me acuerdo de dónde.
–Soriano –dijo con el cigarro en la boca, mientras le pasaba tiza al taco.
–¿Qué Soriano?

–Soriano, el Gordo Soriano, el escritor.

–Tenés razón, se parece muchísimo.

–No, no se parece, es Soriano.

–¿Osvaldo Soriano? ¡Si se murió, boludo! Se murió hace más de diez años.

–Entonces es. Yo de muertos conozco.
Ambas cosas parecían ciertas. El Indio sabe, tiene ese desvelo permanente por los muertos y el gordo se parecía demasiado a Soriano. Más aún, el grandote aparentaba unos diez años más que el Gordo cuando se murió. Pero el Gordo estaba muerto y el gordo, no.

Entre sus infinitas aporías camperas, la más frecuente era “Lo que es, es; y lo que no, no”.

Pese a las irrefutables objeciones que pueden hacérsele hay, en esa teoría, algo de razonable. Su éxito confirma que este mundo es absurdo.

Acaso con menos avidez por conocerlo que curiosidad por lo que decía el Indio, abandoné la mesa de billar y me fui hasta la barra. Me acomodé en la banqueta que estaba junto a la suya y le pregunté.

–¿Usted no es de Sarmiento, no?

–No –dijo amablemente–, soy de Mar del Plata.

–¿Nunca le dijeron que se parece a un escritor?

–Cuando era flaco, hace años, me decían que me parecía a Horacio Ferrer. ¿Quiere tomar algo?
Le acepté una cerveza con el único propósito de intentar reconocer su voz, ya que mi vaso lo había dejado lleno, al lado de la mesa de billar. De pronto caí en la cuenta de que yo nunca había escuchado la voz de Soriano. Y de no ser así, seguramente la habría olvidado.
–¿Está de paseo?

–No, yo soy técnico de fútbol, ¿Sabe? Hoy a la tarde jugamos con el Deportivo Sarmiento, por el Argentino. ¿Usted es hincha? –me preguntó el gordo, como disculpándose.

–Bueno, acá todos somos hinchas del Depo.

–¡Les rompimos bien el orto! –profirió esa exclamación tímidamente, pero no pudo contenerla.
–Sí, pero nosotros los cagamos a palos –gritó Berón desde la mesa de billar mientras apuntaba con el taco.
De inmediato, el hombre me ofreció su vaso para que brindáramos y se lo alzó al Indio, en son de paz.

–Por el Depo –dijo.
–Bueno, yo no sé nada de fútbol –asentí mientras chocábamos los vasos– ¿Contra quién jugamos hoy?

–Perdieron contra Cipolletti.

–Usted es Soriano.

El Gordo se acodó en el mostrador y se tomó la frente con ambas manos. Sacó del bolsillo de la camisa otro de esos cigarros que fuma él, me ofreció otro a mí mientras lo prendía con el que estaba por terminar.
–Estoy fumando, gracias –no podía sacarle la vista de encima– ¿Usted es un espíritu?
–¡No sea pelotudo!, ¿Le parezco un fantasma?

–No, se parece a Soriano.

–Entonces debo ser Soriano, mi amigo.

Lo que es, es; y lo que no, no.

El Gordo se armó de paciencia para explicarme, con el único propósito de concederme la gentileza de que yo pudiera encubrir mi asombro.

–Mire, desde que fingí mi muerte usted es la primera persona que me reconoce. Me mudé con mi mujer a Cipolletti. Aun así, allá nadie me conoce como Soriano. ¡Y eso que viví años allá! Ni siquiera me reconocerían si no me hubiera cambiado el nombre.
El Gordo pareció ponerse triste.

–Todavía me duermo pensando porqué no habré hecho tal o cual gambeta cuando jugaba. Aún me despierto recordando a mi padre que me decía: “¿Porqué no se la cambiaste de palo?”. Escribía todas las noches y todas las madrugadas de mi vida, pero un día admití que lo que más me importaba en la vida era sacar campeón a Cipolletti.
Pero mi razón y mi habla aún estaban como en suspenso.

–¿De qué se asombra? ¿Usted nunca cambió una pasión por otra, nunca cambió de mujer o de trabajo?
Me puse a recordar las veces que había cambiado de mujer.

–¿Y no probó con hacer terapia? –le pregunté.

–¿Está loco usted? –protestó Soriano– No necesito que nadie me confirme que soy un canalla. O peor, un impostor.

–Ahora entiendo porqué ha escrito tantos cuentos sobre fútbol.
Poco a poco mi conciencia volvía a encenderse.

–Fontanarrosa también escribió muchos cuentos de fútbol –dije sin pensar– Una pena que se haya muerto tan joven.

–¡No, no! –interrumpió Soriano– El Negro montó un circo. Se hizo pasar por hemipléjico durante dos años con el propósito de dirigir. Pero bueno... Central es un equipo grande y ahora entrena a un club del norte, Atlético Tucumán.

El Gordo se rascó la pelada y bajó la vista. Tenía un gesto triste, solitario y final.
–No le va mal... –dijo pensando en su propia suerte– Nada mal.


votar








domingo, 3 de enero de 2010

EL POEMA DE HOY





Cuando venga el sol de primavera


Cuando salga el sol de primavera
renacerá la vida en las acequias,
corolas tímidas de flores tempraneras
sucumbirán al beso “zumbón”de las abejas.
Vendrán los firmamentos tachonados de estrellas
y un suave colorido aromará las sementeras.
Rojiza el alba iluminará una huella
en la perspectiva desigual de la alameda,
y con su luz vendrán los sueños
de paz, calor y amor en las cosechas.
Late ululante la sangre en mis arterias.
Cuaja el vino embriagador y denso
en mi trémula diestra.
Hay un horizonte de soledad sobre las eras...
Pienso...
¿No vendrá a mí ¡falaz quimera!
con la brisa juguetona y bullanguera
un halo misterioso y sabio
que mitigue mi angustiosa espera?

¡Ah!... ¡Cuando salga el sol de primavera!



Camwy Paynter JONES*

*Poeta y escritor chubutense. Autor de "Entre paisajes y nostalgias". Este poema obtuvo el Premio "Mimosa" en el Eisteddfod de Madryn - año 2.007




votar












lunes, 28 de diciembre de 2009

LA NOTA DE HOY



SERRAT


Es un enorme vestíbulo. Figuras y sombras lo caminan con prisa. Aprieta el frío. Es extraño, estamos en noviembre. Noviembre ventoso, y eso sí es normal.

La noche llega sin timonel ni brújulas. Tal vez los aceitunados ojos del níspero puedan indicarle una ruta.

Tierra, arenilla, polvo, lluvia… tierra, arenilla, polvo, granizo… tierra, y otra vez arenilla. A pesar de todo, los párpados aterciopelados bailan alocados y se dejan robar el perfume.

La gente extrañada se pregunta dónde está la primavera, qué la demora, que acaso no se da cuenta que es un desaire? Todos la estamos esperando ilusionados.

Se cuelan entre los estornudos alérgicos y las voces acatarradas, preocupantes argumentos: el cambio climático, el efecto invernadero… Será entonces que el verano llegará allá por marzo? Y las vacaciones? Y los chicos? Esto es injusto! – Reprochan.

Mi sitio es pequeño, un privilegiado portal en tan amplio salón. Así lo he construido, así me esfuerzo por mantenerlo. Hasta aquí el aire parece llegar más limpio: el jardín, las bardas, la avenida, la remozada laguna Cacique Chiquichano, en ciertas oportunidades el valle y el océano, el canal y la vieja estación, el campo acordonando la extensísima ruta, me llevan de paseo.

Los perfiles humanos transportan su propia perspectiva. Soy una más. Disfruto de mi unidad y los observo.

Sobre el amplio salón un derrumbe de penumbras. Objetos, personas, han desaparecido, tal vez definitivamente, tal vez nadan en pos de una luz que no diviso. Yo juego a permanecer, pero…

Entonces, una idea o para mejor decirlo, una representación cuasi infantil se aparece en mi cabeza:

Nuestra tierra, sin elefantes superpoderosos que la sostengan o seguros alfileres que la sujeten al paño del espacio, está sufriendo el empuje de nuestra fuerza. Imagina a cientos, a millones de personas moviéndose presas del vértigo por llegar, por lograr, por tener, por mostrar…

A esta fuerza que llamaremos mayúscula (Fm) y que se desplaza sobre la superficie de nuestro hogar azul de manera constante desde hace unos cuantos años, le corresponde una reacción equivalente pero contraria.

Por el afán de ganar hemos perdido. Los días son demasiado cortos, las semanas más se parecen a estrellas fugaces, las estaciones se han desbordado, el calendario llega al final de su vida útil cargando todavía los adornos de la navidad pasada. Y nos sorprendemos!

Hay más. No quiero pensar en ello.

Ronca el viento. Frío, arenisca, algo de lluvia…

Los faroles profanan la oscuridad que también viaja con prisa.

El vestíbulo deja colgado su ropaje reciclable de lunes.

Prefiero acurrucarme en mi rincón y acomodar lentamente las piezas imaginarias de un larguísimo puente que me lleva desde el Atlántico océano hasta el Mediterráneo de Serrat.


OLGA E. CUENCA


votar