google5b980c9aeebc919d.html

martes, 2 de agosto de 2011

EL CUENTO DE HOY



“El rictus II”
Por Olga Starzak
Tomó el último mate y dirigió sus pasos hasta el cuarto donde dormían sus dos hijos; sólo los miró con ternura. Ni siquiera se acercó a sus camas. Un beso a esa hora de la mañana hubiese podido alterar su descanso y no tenía esa intención. Después de todo en apenas cuatro o cinco días los volvería a ver. No sería para ellos más que una de las tantas ausencias. Martha se levantó para despedirlo, rompiendo con la costumbre habitual de saludarlo desde el lecho matrimonial.
-¿Qué hacés levantada? –le preguntó. -Andá a dormir. ¡Son las cinco de la mañana!
-Me desvelé. Te acompaño con algunos mates y aprovecho para ponerme al día con el planchado de la ropa; por lo menos hasta la hora de levantar a los chicos.
-Vuelvo entre el miércoles y el jueves y me quedo un par de días. Antes del fin de semana podríamos darnos una vueltita por el pueblo. Esa nena necesita una campera.
-Sí, te lo iba a proponer. No te olvides de que la próxima semana es su cumpleaños. Podríamos regalársela.
Miró la hora. Acomodó sus guantes en uno de los bolsillos del pantalón y corrió el cierre.
Julio Godoy salió de su casa, esa madrugada, con un bolso de lona y una campera más abrigada que la de costumbre. Corría el mes de mayo y el frío invernal comenzaba a hacerse notar.
La mañana no era diferente a tantas otras de ese pueblo capitalino separado del puerto por apenas unos minutos de viaje. Cuando el chofer de la camioneta hizo sonar la bocina se despidió de su esposa con un beso fugaz.
Mientras viajaba esos escasos kilómetros pensó que tal vez -algún día- podría dejar su trabajo de pescador, olvidarse de los barcos y disfrutar más de sus hijos; tener una actividad menos sacrificada y mayor estabilidad económica. Pronto pensó: ¡debo estar loco!, ¿dónde voy a ir a trabajar? ¡No me va nada mal! En pocos años terminaré con el crédito de la casa, y hasta podría cambiar el auto. Y si la cosa sigue así, traeré a los viejos por lo menos una vez al año.
Sus padres, y también los de Martha, vivían en el norte argentino y hacía tiempo que no se daban el gusto de tomarse unas vacaciones para disfrutar de sus compañías.
Embarcaron antes de la seis de la mañana; eran siete los tripulantes del pesquero “El rictus II” que, con más de 15 metros de eslora, 5 de manga y 3 de puntal, cubría habitualmente un trayecto de 500 kilómetros.
A bordo todos compartían las distintas tareas: pescar, cocinar, mantener todo ordenado y hasta asumir el rol de enfermeros cuando la situación lo requería. Todos estaban expuestos a las mismas vicisitudes del tiempo y del espacio que les tocaba compartir.
Se conocían lo suficiente como para formar un grupo más o menos orientado a los mismos intereses, y no había lugar para las discrepancias en esas largas horas de altamar.
Navegar las aguas del Atlántico era siempre arriesgarse a las características de un mar que, generalmente embravecido, los sacudía y los desafiaba; los conmovía y los mantenía expectantes durante horas. Era excepcional ver esas aguas en quietud, amansadas por la calma que pocas veces se decidía a acompañarlos. El viento era casi constante cuando apenas traspasaban las 200 o 300 millas del puerto.
A Julio no le correspondía participar de la pesca hasta pasadas las diez de ese mismo día. Preparó el mate y se unió a los compañeros que estaban abocados a la tarea de redes.
-Esta vez se viene en serio –dijo uno de los más jóvenes.
-¿Qué es lo que se viene? –lo provocó otro.
-No te hagas el boludo, sabés bien a qué me refiero.
-No será diferente a otras... Parece que no te vas a acostumbrar nunca, ¿no? –le dijo tratando de embromar.
Era una conversación más de aquellas que se suscitaban diariamente en los tiempos marítimos. Una de las muchas bromas que a veces hacían menos difíciles los inconvenientes, o atenuaban el miedo, o intentaban quebrar el clima de inquietud que las tormentas imprimían en todos. Hasta en el hombre de más experiencia, hasta en el más osado.
Julio dejó la cubierta y se dispuso a reemplazar al Gordo Ibáñez, un hombre silencioso y audaz, impenetrable y tranquilo. Este se limitaba a hacer su tarea con responsabilidad, preparar los mejores platos de comida y jugar al truco cuando el trabajo les permitía un momento de distracción.
La nave se movía al ritmo del oleaje que, aunque elevado, era hasta ahora soportable. El viento dejaba un manto de espuma que no terminaba de evaporarse cuando otra oleada de igual magnitud volvía a acometer la blanca estela. El frío había enrojecido la cara de los cuatro pescadores de turno, y sus manos comenzaban a ponerse rígidas.
De pronto el Gordo Ibáñez gritó:
-¡Miren eso!
No hubo tiempo. Una ola de altura inusitada acababa de alzarse frente a ellos, e impetuosa, en un instante, dio vuelta el barco.
Gritos y desconcierto se hicieron eco en ese mediodía sureño.
Alguien tenía amarrado a sus manos el bote salvavidas que, quién sabe cómo, había logrado sujetar. El Gordo Ibáñez iba, también, sujeto a uno de sus extremos. Cuando esa ola dejó lugar a otra, aún de mayor altura, Julio pudo observar que aquel hombre ya no estaba allí. A los otros cuatro no los había visto más desde el momento del vuelco de la embarcación.
El Gordo, asido con todas sus fuerzas logró subirse al bote y desde allí remó hasta donde Julio trataba de acercarse a nado.
-Tranquilo, viejo; tranquilo. Ya estás, ya estás –repetía como en un ruego.
En el momento en que logró subirse, pensó en Martha y sus dos hijos, y se prometió no dejarse abatir por las circunstancias.
-Gordo, no tengo idea para dónde hay que ir. Estoy desorientado. Los muchachos…. ¡Tratemos de encontrar a los muchachos!
-No jodas, viejo. Sabés que ya es tarde. Un imposible, viejo. Un imposible.
Mientras trataban de ponerse de acuerdo sobre el rumbo a tomar para tener alguna posibilidad de alcanzar la costa, los tapaba una ola tras otra desconcertándolos cada vez más. Aferrados a la vida y ateridos de frío se consolaron pensando en el rescate. Según sus propios cálculos, hacía más de una hora que debían haberse encontrado con otro barco de la flota. De no haber sucedido la misma tragedia, el otro pesquero se reportaría dando aviso de la ausencia de “El rictus II”; y así, buques de la prefectura, buzos y helicópteros de la Fuerza, recorrerían la zona hasta encontrarlos.
La tormenta no cedía; sólo lo suficiente para mantener la balsa a flote y darles aliento para su salvación. Eran conscientes de que la visibilidad dificultaría la tarea de rastrillaje.
Ya no podían remar. Se limitaban a gastar la menor cantidad de energía posible, y tratando de juntar sus cuerpos en el afán de conservar el calor, supieron que estaban frente a la muerte misma.
Julio, con los dedos entumecidos, destrabó el cierre de su bolsillo y extrajo los guantes que horas antes había guardado en un acto puramente cabalístico, pues jamás los usaba. Le dio uno de ellos al Gordo y colocó el otro en su mano derecha. Ni siquiera sabía por qué ejercía esa acción inútil. Cuando recordó que habían sido un regalo de Martha, lo ganó la angustia y no pudo contener el llanto.
-No te hagas el maricón, viejo. Tenés que armarte de paciencia, ya van a venir. ¡No nos pueden dejar acá!
Por momentos, a lo lejos, divisaban el casco del buque y también algunos cajones que a la deriva parecían sumarse a sus alabanzas. Cuando el crepúsculo se hizo presente se dieron cuenta de que llevaban muchas horas a la deriva.
De pronto una renovada tormenta acometió la balsa dándole una vuelta de campana.
-¡No, no!, Gordo, ¿dónde estás? Maldito seas, ¡no me abandones!
La voz aturdida de Julio parecía provenir de muy lejos. Luchó breves segundos; cuando su cuerpo se hundía y sólo se podían ver sus brazos, el Gordo -tirado en la base del bote- alcanzó a tomarle la mano enguantada y acercarlo hasta él.
Fue en el mismo momento en el que elevó su rostro al firmamento, arrastrado por el ruido del motor de un helicóptero que lentamente se acercaba.




Bookmark and Share


votar











viernes, 29 de julio de 2011

EL POEMA DE HOY



VIVIR EN LA PATAGONIA


Por Ana María Manceda (*)





Ayer he comido cerezas y soleadas frutillas
con Vientos del bosque
Hoy he bebido nieve granizada
con Cenizas del Puyehue.
Mañana las lágrimas no empañarán mi mirada
y sé
que podré observar el turquesa del Lago
cuando éste se acople
en una entrega sensual e infinita
más allá de la Cordillera,
con el rojizo horizonte.




(*) Escritora de San Martín de los Andes






Bookmark and Share


votar









martes, 26 de julio de 2011

EL POEMA DE HOY




TRÍPTICO PARA UNA CIUDAD SIN MONTAÑAS



Por Magda Massacese (*)




-I-

Pasó que un día juntamos caracolas
pasó que pasaron muchos días,
la caracola vacía persistió en su muerte
y la volvimos al mar, a la esperanza.


- II –

Pasó que el puente se quedó dormido,
pasó que pasaron muchos años,
y los barcos no volvieron a inquietarlo
y las gaviotas se afincaron en el puerto.


- III –

Pasó que pasan y pasaron vidas,
trajes anónimos, corbatas, guardapolvos,
pasillos rectos con sinuosos caminantes.
El viejo puente se obstinó en su amnesia
pero a su vera la ciudad crecía,
porque entre todos los que aún creían,
los que habían sido, los que estaban siendo,
fueron sembrando una vez más los sueños
y a pesar de todo persistió la vida.




(*) Escritora nacida en Esquel y radicada en el Valle desde 1986. Sus poemas han merecido premios en diversos certámenes literarios; entre ellos el Premio “Ciudad de Rawson” en 1986 por "Tríptico para una ciudad sin montañas", el Primer Premio “Donald Borsella” de la Sociedad Argentina de Escritores filial Chubut en 1990 por "Viejo Juan", el Segundo Premio del V Concurso Literario Patagónico de Santa Cruz en 1991 por "Domicilio legal", el “Gran Premio de Honor” en el Concurso Hispanoamericano de Poesía en 1995 por "Saga del Sur"; y la Corona del Poeta en el Eisteddfod del Chubut del año 1999 con su obra “Duelo Criollo”.

viernes, 22 de julio de 2011

EL RELATO DE HOY





Vincent Van Gogh



Por Juan Bautista Vallés (*)



Ignoro por qué motivos, en esa estancia tan breve como casual, elegí visitar el museo de Orsay. París me regalaba un día de otoño, aunque muy cerca del verano, y decidí entrar en esa estación de trenes reciclada y convertida en museo de los impresionistas, según rezaba una propaganda que leí. El cielo era intensamente azul, el aire fresco y el río, paralelo a esa calle ancha, me fueron preparando para ver cuadros. Anatole France daba nombre a esa avenida desde un cartel municipal incipientemente despintado.
Por razones de tiempo elegí la sala de Van Gogh.
Recorrí los viejos y disimulados andenes, trepé escaleras, aspiré el perfume de estación de trenes, único sobreviviente de un pasado de locomotoras y vagones, perdidos en las vías del tiempo y pasé indiferente a todo lo expuesto, hasta encontrar la sala de Vincent.
Creo que le correspondía el número cuatro. Llegué y recorrí con la vista lo expuesto. Muchas personas iban y venían, con intereses muy variados.
De todo lo que de mi primera ojeada me impactó fue un autorretrato, parece que de los últimos años de su vida. ¿Fue el color? ¿La mirada profunda y penetrante? ¿La oreja, que me instaló la duda acerca de si fue la derecha o la izquierda que se cortó y regaló a una prostituta?
Vi en el cuadro algo que estaba más allá de la técnica, los colores, el estilo. No pude dejar de imaginar el cuarto en que vivía, el pintado y expuesto en otra parte del salón. Había transferido desde su paleta una vasta gama de combinaciones de colores y llamativamente el único blanco era el espejo, pero enmarcado en negro. Solo una mancha blanca en un muestrario de colores.
Sabía que muchas veces Vincent había pintado su figura, pero en ésta su mirada es de búsqueda. Ojos inquisitivos del destino, del ser, del futuro.
Creo que descubrí el tormento más grande del hombre, que era el que generaba esa figura para nada indiferente.
Por casualidad, o no, se desocupó un sillón que estaba justo frente a la pintura. Me senté y esto me permitió pasar por encima del ir y venir de las personas. Imaginé la soledad de un hombre que lo acosaba tanto como para pintarse él solo. Sin niños alrededor, sin una mujer. Solo de total soledad.
Esa mirada gritaba un mensaje que nadie entendía y era la angustia por la muerte y su anticipo, las sombras, por las que ya muchas veces había deambulado.
Era la necesidad de quedar cuando su alma partiera y su cuerpo no encerrase ya la vida y el no recuerdo lo invadiera todo, poco a poco. Pero jugar a que quedara en el cuadro su vitalidad, o menos, pretenciosamente, su existencia.
No me costó imaginar a Vincent en su cama de madera, de color marrón, cubierto por su colcha roja y cavilando en las cosas de su más absoluta intimidad. Pasar a un estado de indiferencia respecto del mundo total y absoluto. Cerrarse en sí mismo y dejar ajenas las hojas de los árboles que en otoño bañan los parques y las veredas. Las mismas que hacía un rato yo había hollado por un costado del Sena, mientras crujían bajo los pasos caminantes.
De pronto algo lo llama y siento que lo inunda la desesperación y esta pone en juego sus energías hasta ahora dormidas. Y, como el huracán, se levanta, lava sus manos y su cara. Se ve en el espejo de negro marco que cuelga de la pared, y queda un rato absorto en su propia figura. Se sienta en la silla de paja y lo invaden alternadamente visitas a su interior y fuerzas para proyectarse.
Por fin, sentado, se pone las medias, los zapatos. Calza sus pantalones y se coloca el saco. Arma su atril en el cuarto espartano en el que vive. Ignora las huellas de pintura adheridas al marco, como no recuerda los girasoles y plantas y flores y templos que se estamparon en sus ojos y de ellos pasaron a las telas vírgenes.
Acomoda pinceles y colores. Toma la distancia entre el atril y el espejo, lo ubica para poder verse.
Mezcla pinturas y comienza. Trazos rápidos. Colores iguales para el fondo y el personaje. Lo impresionan los ojos que, sin saberlo o sentirlo, son sus propios ojos.
Cuando finaliza la pintura un agotamiento retenido lo invade. Deja todo como está. Abre la ventana para que se seque antes el autorretrato. Y observa su mirada y los ojos que la emiten y teme por sí mismo. Se tira en la cama y dormita un poco.
Por el pasillo sigue viniendo sin anunciarse, la locura. Y detrás de ella, la muerte.



(*) De “Tercer Libro”








Bookmark and Share


votar






miércoles, 20 de julio de 2011

LA NOTA DE HOY






LLUVIA DE LUNAS EN MI BUZÓN




Por Olga E. Cuenca *






Créelo, han llovido lunas en mi buzón!

Pensé en ordenarlas alfabéticamente, pero ... ¿cómo hacerlo? ¡eso es imposible! me respondió sorprendida la voz interior. Sorprendida de mi ignorancia, por supuesto.

¿De qué otra manera agruparlas? ¿Por colores? ¿tamaños? ¿fases?

¡No! poetas, astrónomos, curiosos, muchos ... ya han elaborado sus propios cuadros.


¿Qué hacer entonces con las lunas?

¿Remitirlas a la esférica pastelería donde el bollo entibiado por el sol, al levar, no pudo borrar las marcas del tridente de Neptuno y encomendar a las sirenas para que- al menos-, le den la adecuada forma de un croissant?




Pero ... se trata de una luna. ¿Y las otras?

Tengo ante mí un único objeto de análisis: nuestro satélite, aunque a estas alturas, pueda leérseme un tanto confusa; errabundos mis condensados pensamientos, declinando y ascendiendo entre Aries y Libra.

Por cierto, ésta ... la que se arrima a las varas desnudas, a los cañaverales, a la mesana y al palo mayor, pertenece al mundo de la magia. Es la primera bola de cristal, la que sirvió para que luego, más adelante en el tiempo, gitanas y hechiceras leyeran los sucesos del futuro. En ella, si la observas, en su lenguaje elíptico, que es como decir metafórico, está el epítome de la clarividencia.




Esto así no acaba. Más retos para mi intento.

De profeta viajera en su vía de estrellas, la luna no contenta con ocultar una de sus caras, incursiona en otros disímiles y curiosos rumbos que no se incluyeron en el Almagesto.

Hela aquí, hay quienes dirán, recordando sus orígenes ...




Precipitándose sobre la pala cargadora para emerger luego, contagiada de sol ...Capturada una vez más por esta Tierra que la lleva como lazarillo desde hace muchos millones de años; por cada uno de ellos, las marcas en su cara. Mas, sin duda lo más acertado, aunque menos científico, es pensar que la luna es operaria y capataz en el Valle de las Manzanas. En el jardín de las camelias es un abanico de nácar que deslumbra a la flor.

Es la gran ausente esta noche...

No. No es así!

Está a los pies hecha miga, cáscara, pestaña,

está en el árbol, fantasma y ánima

está detrás de la túnica lilácea

traspasada de palidez.



Su aroma

es un conjuro de lilas.

Adolescente

espera.

Cuando en unas horas

la humedad vuelque su tinaja:

andando sola, despierta, desnuda,

distante

mojará su faz en los espejos de la escarcha.







*Imágenes de Esteban Carmona.



Bookmark and Share


votar