ALERCES (*)
Por Antonio Dal Masetto
a Andrea Salvatori
Había llegado al extremo de uno de los brazos del Menéndez, en el Parque Nacional Los Alerces, viajando parte de un día y de una noche en el trencito desde Ingeniero Jacobacci hasta Esquel y después en un ómnibus y finalmente en una lancha a través de las aguas calmas del lago, bajo el resplandor del glaciar del Cerro Torrecillas. Iba a encontrarme con los árboles que tienen 2.500 años.
La casualidad quiso que fuera mi cumpleaños y todo el tiempo me habían acompañado las exigencias que suelen caminar con uno en esas fechas: realizar balances, cumplir con los compromisos siempre postergados, tomar determinaciones. En resumen, clarificar el panorama y empezar de nuevo.
Me había parado en la proa de la lancha y, mientras miraba los bosques y los perfiles de las montañas contra el cielo sin nubes, en la cabeza me daban vueltas, juntas, la cifra de los 2.500 años con cuya evidencia me enfrentaría en unos minutos y mi propia cifra, la de mi edad. Un poco alucinado por la falta de sueño, oscilaba entre una impaciencia que por momentos se volvía casi angustia y un vago sentimiento de resignación. No hubiese podido decir cuál de las dos cifras provocaba impaciencia y cuál resignación.
La lancha atracó en un muelle de madera y nos metimos por una senda cuesta arriba, entre la vegetación espesa. Había mariposas alrededor. Después de andar un rato vimos el primer alerce. El guía habló de los 2.500 años y nos informó que sobre otra orilla del lago, una zona donde no se permitía el acceso de turistas, había alerces de mayor antigüedad, que superaban los 3.000 e incluso llegaban a los 4.000 años. Éramos unas veinte personas detenidas en semicírculo a un par de metros del hermoso tronco claro y recto. Mirábamos hacia arriba. A través de las hojas del alerce llovía luz. Me di cuenta de que todos se sentían obligados a bajar la voz.
El guía propuso seguir. Dejé que el grupo se alejara, lo perdí de vista y quedé solo. Me acerqué al alerce y lo toqué. Entonces, la imaginación galopó hacia atrás, hacia el fondo de los 2.500 años. La imaginación partió y regresó trayendo nombres, fechas y geografías. Traté de mirar en ese torbellino, establecí asociaciones, hice cálculos, llegué a conclusiones simples y obvias y que sin embargo me costaba aceptar. Pensé, por ejemplo, que cuando las legiones romanas marchaban y el imperio se expandía, el árbol sobre cuyo tronco ahora yo apoyaba la mano ya estaba ahí. Y estaba cuando en algún lugar de Palestina supuestamente se produjo el nacimiento que marcó el comienzo de una era. Cuando las tres carabelas avistaron las playas del nuevo continente, hacía dos mil años que el árbol estaba. Mientras el mundo cambiaba, evolucionaba o se desangraba, el alerce siguió estando, creciendo en el secreto de los bosques y los lagos.
Y estaba ahí ahora. No era una roca, no era un monumento. Era algo vivo. Había recibido el sol, el agua, el viento de veinticinco siglos. Y yo, que medía mi tiempo en horas, en minutos, y había llegado a ese rincón del mundo en el día de uno de mis cumpleaños, podía tocarlo. Me dije: estoy frente a algo extraordinario, tal vez me ocurra algo extraordinario. Apoyé la otra mano y también la frente contra el tronco, y esperé. Primero llegó el silencio. Un bautismo de silencio. Luego sobrevino una calmada euforia en la que se fue disolviendo toda dureza y toda tensión. Y después sólo hubo humildad y respeto ante el gran árbol.
(*) Fragmento de “El padre y otras historias”, Ed. El Ateneo, Bs. As., 2012