google5b980c9aeebc919d.html

lunes, 10 de diciembre de 2012

LA NOTA DE HOY




Comentario de un libro recientemente publicado



“RITUAL DE SIESTA”, DE CARLOS DANTE FERRARI




     “Mae´r diafol yn y canu a hefyd y corau”, reza un refrán galés habitual entre los antiguos pobladores del Valle del Chubut; cuya traducción dice más o menos así: “el diablo está en los cantos y también en el coro”. Este proverbio tiene el mismo significado que una de las primeras frases de “Ritual de Siesta”, la más reciente obra de Carlos Ferrari, con la que el autor advierte al lector lo que le espera más adelante: “Sin embargo, como la sordidez y las pasiones encuentran refugio incluso en los sitios más inesperados, aquí también han sucedido hechos oscuros y episodios dramáticos”.

     El “aquí” se refiere, precisamente, a Gaiman; lugar donde transcurre la intensa novela de Ferrari. Al igual que en el Peyton Place de Grace Metalious, el odio y el amor –un amor enfermizo y obsesivo– se enmarañan en el vecindario; y crean un ambiente opresivo que, a medida que se desarrolla la trama, se enrarece como el aire en una caldera sobrecalentada, para terminar estallando con inusitada violencia. 

     El autor incursionó primero en la novela épica y luego en la fantástica; y ahora encuentra un lugar en la narración intimista, psicológica; donde parece hallarse cómodo. Sus dos primeras creaciones semejan ser el preludio de esta última obra; un relato despiadado que no admite concesiones ni sensiblerías, donde se descarga, como un mazazo, la feraz inventiva del escritor.

     No hay héroes en esta novela; tampoco villanos calculadamente malvados. Sólo hay seres humanos exhibiendo su patética sevicia, su ruindad mediocre; mostrando sus vulgares bajezas y empujándose unos a otros hacia un brete sin salida. Lo único que permite cada tanto al lector aflojar la tensión que se va acumulando con el transcurrir de las páginas, es la suave nostalgia que surge de algunos párrafos distribuidos a lo largo de los diversos capítulos –cuya denominación muestra el vaivén del argumento, fluctuando entre distintas épocas y diferentes lugares–, en los que el autor recuerda el Gaiman de los años sesenta y setenta.

     Porque ese es uno de los logros de la obra: la familia Bermúdez se mueve en su pueblo adoptivo con naturalidad, como Raskolnikov en San Petesburgo o Jean Valjean en París: de la mano del autor, que aprovecha las circunstancias para recrear el lugar donde vivió durante su niñez y su adolescencia. Es un sitio familiar para Ferrari, quien lo retrata con sentimiento y conocimiento; y lo convierte en el marco ideal para esta historia con algo de “novela negra”, que tiene como centro del rito mentado en el título, la ominosa figura de un Mercury del 58, inútil para otro viaje que no sea hacia la locura y la muerte.

     Pero no es intención de este comentario avanzar sobre el contenido ni develar la urdimbre de “Ritual de Siesta”. La novela debe ser descubierta por el lector –que lo hará de un tirón, porque su lectura es adictiva–; hasta llegar a ese final materializado en una sucesión de inesperados sucesos y revelaciones con ritmo cinematográfico. Al finalizar el libro, queda la certeza de haber leído una verdadera obra literaria; la creación de un autor que logró hallar el tono preciso para su producción artística. Sin dudas, la inspiración de Ferrari pronto brindará a las letras regionales otros frutos que, como éste, seguirán mostrando que la Literatura Patagónica se escribe con mayúsculas.

J. E. L. V.

Bookmark and Share

jueves, 6 de diciembre de 2012

EL CUENTO DE HOY




El Tío Lalo


Por Olga Starzak


-¿Creés en Dios?
-Creía.
-Tratá de pensar en el bebé.
  Antes de que mi mano se posara sobre su vientre, gritó:
-¡No puedo! ¡No puedo!
Todas las miradas la buscaron. Como sucede en estos casos nadie supo muy bien qué hacer. Yo opté por callar. Comenzó a molestarme el aroma de los gladiolos. Miré la hora; no habían pasado más de diez minutos desde mi llegada. Su llanto no me dejaba respirar. La tomé de la mano; no sé si se dio cuenta. Miré el reloj y me propuse, quizás por esas costumbres heredadas, permanecer allí cerca de ella hasta la hora del rito religioso. Cuando el cura párroco se hiciera presente, aprovechando el movimiento de gente que ocasiona estas costumbres, partiría en silencio.

Dos años antes Gabriel había ingresado a la escuela donde yo trabajaba como docente del Nivel Inicial. Cuando entrevisté a la madre para conocer aspectos de la personalidad del niño, me confesó que nunca lo dejaba salir de su casa, solo; ni a la vereda. Según sus palabras vivía en un barrio muy inseguro. Se le contrajo el rostro cuando me contó que el nene la acompañaba a las visitas dominicales permitidas en la prisión donde albergaban a su hermano. Mi hijo lo adora, dijo. Le pregunté qué posibilidad tenía de quedar en libertad y cuál había sido el delito. Sentencia por Homicidio Calificado. Bajó el tono de voz, al decirlo. Cuando cumpla la mayoría de edad lo trasladarán a la Unidad 6 del Penal de Rawson, una cárcel para delincuentes que consideran con alto grado de peligrosidad.  Fue en defensa propia, créame. ¡Se la tenían jurada! Cometió el error de escaparse, lo agarraron al rato y lo metieron preso. Tenía otros antecedentes por Robo a Mano Armada. Bueno… usted sabe cómo son estas cosas: las malas compañías. Fue eso.
 Callé ante su sollozo y poco después le pregunté  si quería contarme algo más, me contestó que no, que sólo quería pedirme algo. ¡Cuídemelo, mucho, señorita!, imploró.
La tranquilicé respondiéndole que a Gabriel le iba a hacer muy bien asistir al Jardín y jugar con otros chicos. ¡Él juega con sus hermanas!,  dijo. Si yo no puedo venir a buscarlo, lo hará su abuela.
La despedí con un beso.

El niño, al principio, se movía en la sala como un bebé gateando, se refugiaba debajo de las mesas y emitía sonidos guturales. No sabía cómo tratarlo. Me dejé llevar por la intuición: cuando adoptaba esa conducta, lo dejaba hacer. Después se cansaba y se unía al grupo de niños. No tenía problemas de comunicación, nos contaba historias fantásticas: el protagonista de sus relatos era siempre su tío Lalo. Un ídolo todopoderoso que los “milicos” habían metido en cana.
A menudo se quería escapar. Decidí cerrar con llave la puerta del aula. Poco a poco comenzó a socializarse.
Un día me dijo “te quiero”.
A veces me traía artesanías que el tío hacía para mí. Era evidente que el chiquito compartía con él sus nuevas experiencias. Un día quiso que leyera una poesía escrita por el recluso. Pude comprobar la devoción de los niños hacia su primer maestra: se la había transmitido al muchacho, y éste había hecho suyo ese afecto.

El ciclo escolar había terminado y yo aún podía sentir el aroma siempre fresco de sus rulos.
Ahora era la hermanita la que daba los primeros pasos por el Jardín, la que ocupaba los espacios que él ya había recorrido. Gabriel la acompañaba hasta la puerta del salón y me abrazaba muy fuerte. Yo me aprovechaba de ese momento y lo retenía muy pegadito a mi cuerpo. Después, ante mi insistencia, como un torbellino corría hasta su aula de primer grado.
Al tercer año de haberlo conocido se espaciaron nuestros encuentros. El  segundo grado quedaba distante de mi lugar de trabajo. Aún así, de vez en cuando, transitaba con apuro el pasillo que nos separaba y me estrechaba en un renovado abrazo.
Intercambiábamos siempre un “yo también te quiero”.
El mismo aroma en sus cabellos rizados.

Me era imposible traer, ahora, a la memoria esa fragancia, tal vez me lo impidiera el olor a incienso o la transpiración de la madre. Había empezado a apretar fuerte mi mano, y gemía.
Me alegré cuando se abrió la puerta de la sala velatoria. Es el sacerdote, pensé,  y volví a mirar la hora; era temprano para  la ceremonia prevista.

                Entraron tres hombres. El del medio, más joven, vestía pantalón de jeans y una remera  estirada. Miró hacia un lado..., miró hacia el otro. Tardó en darse cuenta adónde dirigir sus pasos. Hizo esfuerzos por caminar sin tambalearse y con los brazos envolvió su pecho. Pasó muy cerca de mí y pude ver el enceguecimiento que lo sumía. Sus ojos eran dos cuencos sanguinolentos. No sé cómo llegó al pequeño féretro.
              Con su presencia se acalló el murmullo y el silencio de los sepulcros comenzó a hacerse presente. Pronto lo interrumpieron las expresiones de desesperación que el hombre arrancaba de la garganta. Empalideció su rostro, enjugó las lágrimas con los dorsos de las manos y observó el cadáver que yo no me había animado a mirar. La rueda de un camión, a la salida de la escuela,  había pasado por ese cuerpecito y me costaba entender cómo aún mantenían abierto el receptáculo de madera.
             La abuela de Gabriel se acercó con el evidente fin de sostener al hombre, pero la fuerza del propio dolor  no se lo permitió.
Nadie se movió de su lugar.
La madre soltó mi mano para llevarla a su vientre.
Respiré hondo.

El hombre se aferraba al cajón.
Cuando intentó recostarse sobre el ataúd, me asusté. El eco de su desgarro me devolvió a la realidad: las rodillas se le quebraron. Si se soltaba caería desplomado. Había escuchado hablar, literalmente, de un cuerpo doblado por el dolor. Ahí estaba.
A un mismo tiempo las dos personas que habían entrado con el joven, se acercaron con prudencia, lo tomaron cada uno de un brazo y con poquísimo esfuerzo lo arrastraron hasta la puerta de entrada. Vaya a saber con qué energía, allí se incorporó.
No ofreció resistencia cuando uno de los sujetos juntó sus muñecas y el otro lo esposó.

Al cerrarse la puerta se generalizaron los rumores. Voces que intentaban ser respetuosas se oían cada vez más alto.
Salí de la sala mortuoria. En el camino me crucé con el sacerdote.
Elevé en silencio una oración.
Por Gabriel.

Por el tío Lalo.


  

Bookmark and Share

lunes, 3 de diciembre de 2012

LA NOTA DE HOY





Comentario de una obra recientemente publicada


“NADA OCURRE ANTES DEL VIENTO”, DE HUGO COVARO



   Hace pocos días llegó a mis manos una de esas joyas que la Literatura Patagónica suele regalarnos. Desde la misma portada, en la cual la silueta de un arriero se difumina en el polvo ocre volado por el vendaval, “nada ocurre antes del viento”, la última creación de     Hugo Covaro, es arte en su más pura expresión.

   El autor de “Con los ojos del puma”, “Pequeñas historias del frío”, “Pequeñas historias marinas” y tantos otros textos, reúne en este volumen una serie de relatos en los que el desierto y el viento entablan un diálogo, construido no sólo de palabras y voces; sino de gestos e intenciones presentidas. Sin embargo, ese discurrir errante, huidizo, de sus mutuos mensajes; es sólo el telón de fondo para que Covaro desgrane ideas y reflexiones de talante universal, volcadas a un escenario patagónico.

    Sus pensamientos están unidos, como los eslabones de una cadena de metal valioso, por un lenguaje plástico, pleno de imágenes, recursos literarios y tropos de todo tipo; entre los que se percibe el eterno silbo del viento y la seca rudeza de la meseta. Todas las metáforas, hipérboles, comparaciones posibles, e, incluso, construcciones al estilo de las nórdicas “kenningar”, son barajadas por el escritor para hacer referencia al maridaje viento – desierto; que se intuye a través de las sucesivas hojas del tomo y se explicita en el último capítulo. Por eso, pese a que el autor mismo insiste en evitar toda catalogación de su obra - y lejos de un intento de embretarla sino de resaltar su originalidad -  sus lectores podrían considerarla un “ensayo poético”.

   Los siguientes son algunos ejemplos de la riqueza de su expresión; entresacados al azar, porque podemos encontrarlos en cualquier punto del libro:

“El desierto – ponderación de lo pequeño –“
“El viento – luz de una estrella muerta que viaja en el tiempo-  .”
(El viento) “Música redonda hecha diablo en el remolino”
(El desierto) “Espacio mágico que el viento limpia y libera para que el tiempo pueda llenarlo de nuevas epifanías”
“Solitario, un guanaco asoma sobre la alta peña su dibujado contorno, como sosteniendo a contraluz, todo el peso del firmamento”.

   Una de las claves de la Literatura auténticamente regional, según el cuentista y poeta santacruceño Héctor Roldán, es que el hacedor logre captar la “metafísica” de la Patagonia; y que la refleje en sus creaciones. Muchas veces, en los anteriores libros del autor, se vislumbró esa esencia; como en el caso de las narraciones reunidas en “Mi Land Rover Azul”. Pero es en este libro donde llega a plasmarla. “Nada antes del viento” es el canto a estos confines australes, que, sin dudas, muchas veces será citado como una muestra arquetípica de las letras sureñas.

     Respecto a los datos de filiación: el libro fue publicado por la Editorial Universitaria de La Plata, que ya editó varias veces al comodorense. La fotografía y el diseño de tapa son de Miguel Escobar, el tipeado y corrección de Marisa Fernández, la asesoría literaria de Alicia Carballo; y del propio autor son las “apropiaciones creativas”, los dibujos que ilustran el texto.

     Al inicio de su obra, Covaro transcribe un párrafo de Gustavo Flaubert; que expresa el deseo de crear un libro sin tema, sin asunto, “sin atadura externa, que se sostuviera por sí mismo, por la fuerza interna de su estilo, como el polvo se mantiene en el aire sin que lo sostengan...” . Esas palabras nos traen a la memoria otra frase de Flaubert, incluida en “Madame Bovary”:  “...nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas”.

    No sé si Covaro pretendía conmover al viento y al desierto. Tampoco sé si el viento y el desierto – perennes, imperturbables, hieráticos - pueden, o quieren, ser conmovidos. Pero si sé que, con sus palabras, el escritor los conjura, los hace aparecer ante nuestros ojos; y nos los muestra con todo su misterio y su belleza.



“nada sucede antes del viento” - Hugo Covaro. Editorial Universitaria de La Plata, La Plata, 2012.

J. E. L. V.

lunes, 26 de noviembre de 2012

EL POEMA DE HOY


LA VIDA ES UN RATITO... (*)

Por Ester Faride Matar (**)






En el justo mandato de las cosas, vamos dejando todo o casi todo.
No interesa.
    Interesa.
Algunas de ellas las perdemos porque sí...
   por olvido.
        por temor.
Las premisas son:
    no detenerse...
      avanzar.
          fracasar.
             aprender aprendiendo de los errores y de los aciertos.
Porque justamente de eso se trata.
    Porque la existencia es aprendizaje.
       Coraje.
           Movimiento.
La vida es un ratito.
      Entonces vívela de tal forma que te acuestes en paz y te levantes 

sonriendo.
   Feliz.
      Sin temores.
           Sin inercia.
Si una lágrima se escapa de tus ojos no interesa.
Interesa.
     Siempre habrá un amigo que te preste pañuelos sin descuidos, porque 
la vida...
    “la vida es un ratito”.


 (*) Del poemario titulado “Abrázame vida”.

(**) Ester Faride Matar - Se declara rionegrina con orgullo. Vive en Viedma sin olvidar sus raíces y sus orígenes. Su extenso poemario y reconocimientos poéticos la obligan a perfeccionarse y a crecer en el camino de las letras. Su sitio web: www.esterfaridematar.com.ar/



Bookmark and Share

domingo, 18 de noviembre de 2012

LA NOTA DE HOY





LO QUE SERÉ

Por Julio Sodero (*)



Mi mundo fue tierra tenazmente
cavada por el agua del olvido.
Empujado por esa excitación de silencios
soy apenas una palabra escrita
que solo el viento pronuncia
sobre el relieve del mármol.
Un viaje comido para siempre.
La lluvia y el viento pertinaz
Donde el cielo zozobra
en la verdadera dimensión 
de las sombras
Y el mar
como mudo testigo de musgo



(*) Poeta de Sierra Grande (1950-2005). De su libro “Un hombre canta”.





Poeta Julio Sodero


Por Ada Ortiz Ochoa (*)




Julio Sodero nació el 15 de julio de 1950 en Ausonia, Córdoba, donde pasó su infancia. A los diecisiete años dejó los estudios y se fue a trabajar a Santiago del Estero.
A los veinte años acepta una propuesta laboral en Mina Gonzalito, muy cerca de San Antonio Oeste provincia de Río Negro, así viaja por primera vez a la Patagonia.
Tiempo después se casó con Norma Páez y se radicó en Sierra Grande, Río Negro, donde nacieron César, Paula y Jorge, sus tres hijos.
Trabajó más de veinte años como minero y aunque la poesía lo acompañó toda su vida, nunca quiso publicar ningún texto. Editar sus obras nunca le llamó la atención, quizás porque consideraba a su poesía como algo muy suyo, algo íntimo y personal.
Decía que poeta era aquél que nunca dejaba de asombrarse de “ser” en este mundo.
El 28 de mayo de 2005, durante un viaje de regreso, la muerte lo sorprendió en la provincia de La Pampa.
Sus familiares quisieron dar a conocer su valiosa obra poética y lo hacen en el año 2006, en una edición de El Camarote, titulada “Un Hombre Canta”.
Su poesía es profunda, gran poeta que con un lenguaje cuidado, con silencios y espacios revela la exquisita trayectoria de sus pensamientos y de su sentir. Cada palabra tiene su justo peso, nada sobra ni falta. Talentoso hombre que canta en un puñado de poemas, que son para ser leídos muchas veces y siempre nos seguirán asombrando. Gracias Julio.



(*) Escritora de Sierra Grande. Agradecemos a la autora la reproducción de esta nota, publicada en su Facebook junto con el poema “Lo que seré”.



Bookmark and Share