El Tío Lalo
Por Olga Starzak
-¿Creés en Dios?
-Creía.
-Tratá de pensar
en el bebé.
Antes
de que mi mano se posara sobre su vientre, gritó:
-¡No puedo! ¡No
puedo!
Todas
las miradas la buscaron. Como sucede en estos casos nadie supo muy bien qué
hacer. Yo opté por callar. Comenzó a molestarme el aroma de los gladiolos. Miré
la hora; no habían pasado más de diez minutos desde mi llegada. Su llanto no me
dejaba respirar. La tomé de la mano; no sé si se dio cuenta. Miré el reloj y me
propuse, quizás por esas costumbres heredadas, permanecer allí cerca de ella
hasta la hora del rito religioso. Cuando el cura párroco se hiciera presente,
aprovechando el movimiento de gente que ocasiona estas costumbres, partiría en
silencio.
Dos
años antes Gabriel había ingresado a la escuela donde yo trabajaba como docente
del Nivel Inicial. Cuando entrevisté a la madre para conocer aspectos de la
personalidad del niño, me confesó que nunca lo dejaba salir de su casa, solo;
ni a la vereda. Según sus palabras vivía en un barrio muy inseguro. Se le
contrajo el rostro cuando me contó que el nene la acompañaba a las visitas
dominicales permitidas en la prisión donde albergaban a su hermano. Mi hijo lo
adora, dijo. Le pregunté qué posibilidad tenía de quedar en libertad y cuál
había sido el delito. Sentencia por Homicidio Calificado. Bajó el tono de voz,
al decirlo. Cuando cumpla la mayoría de edad lo trasladarán a la Unidad 6 del
Penal de Rawson, una cárcel para delincuentes que consideran con alto grado de
peligrosidad. Fue en defensa propia,
créame. ¡Se la tenían jurada! Cometió el error de escaparse, lo agarraron al
rato y lo metieron preso. Tenía otros antecedentes por Robo a Mano Armada.
Bueno… usted sabe cómo son estas cosas: las malas compañías. Fue eso.
Callé ante su sollozo y poco después le pregunté si quería contarme algo más, me contestó que
no, que sólo quería pedirme algo. ¡Cuídemelo, mucho, señorita!, imploró.
La
tranquilicé respondiéndole que a Gabriel le iba a hacer muy bien asistir al
Jardín y jugar con otros chicos. ¡Él juega con sus hermanas!, dijo. Si yo no puedo venir a buscarlo, lo
hará su abuela.
La despedí con un
beso.
El
niño, al principio, se movía en la sala como un bebé gateando, se refugiaba
debajo de las mesas y emitía sonidos guturales. No sabía cómo tratarlo. Me dejé
llevar por la intuición: cuando adoptaba esa conducta, lo dejaba hacer. Después
se cansaba y se unía al grupo de niños. No tenía problemas de comunicación, nos
contaba historias fantásticas: el protagonista de sus relatos era siempre su
tío Lalo. Un ídolo todopoderoso que los “milicos” habían metido en cana.
A
menudo se quería escapar. Decidí cerrar con llave la puerta del aula. Poco a
poco comenzó a socializarse.
Un
día me dijo “te quiero”.
A
veces me traía artesanías que el tío hacía para mí. Era evidente que el
chiquito compartía con él sus nuevas experiencias. Un día quiso que leyera una
poesía escrita por el recluso. Pude comprobar la devoción de los niños hacia su
primer maestra: se la había transmitido al muchacho, y éste había hecho suyo
ese afecto.
El
ciclo escolar había terminado y yo aún podía sentir el aroma siempre fresco de
sus rulos.
Ahora
era la hermanita la que daba los primeros pasos por el Jardín, la que ocupaba
los espacios que él ya había recorrido. Gabriel la acompañaba hasta la puerta
del salón y me abrazaba muy fuerte. Yo me aprovechaba de ese momento y lo
retenía muy pegadito a mi cuerpo. Después, ante mi insistencia, como un
torbellino corría hasta su aula de primer grado.
Al
tercer año de haberlo conocido se espaciaron nuestros encuentros. El segundo grado quedaba distante de mi lugar de
trabajo. Aún así, de vez en cuando, transitaba con apuro el pasillo que nos
separaba y me estrechaba en un renovado abrazo.
Intercambiábamos
siempre un “yo también te quiero”.
El
mismo aroma en sus cabellos rizados.
Me era imposible
traer, ahora, a la memoria esa fragancia, tal vez me lo impidiera el olor a
incienso o la transpiración de la madre. Había empezado a apretar fuerte mi
mano, y gemía.
Me
alegré cuando se abrió la puerta de la sala velatoria. Es el sacerdote,
pensé, y volví a mirar la hora; era
temprano para la ceremonia prevista.
Entraron tres hombres. El del medio,
más joven, vestía pantalón de jeans y una remera estirada. Miró hacia un lado..., miró hacia
el otro. Tardó en darse cuenta adónde dirigir sus pasos. Hizo esfuerzos por
caminar sin tambalearse y con los brazos envolvió su pecho. Pasó muy cerca de
mí y pude ver el enceguecimiento que lo sumía. Sus ojos eran dos cuencos
sanguinolentos. No sé cómo llegó al pequeño féretro.
Con su presencia se acalló el murmullo
y el silencio de los sepulcros comenzó a hacerse presente. Pronto lo interrumpieron
las expresiones de desesperación que el hombre arrancaba de la garganta.
Empalideció su rostro, enjugó las lágrimas con los dorsos de las manos y
observó el cadáver que yo no me había animado a mirar. La rueda de un camión, a
la salida de la escuela, había pasado
por ese cuerpecito y me costaba entender cómo aún mantenían abierto el
receptáculo de madera.
La abuela de Gabriel se acercó con el evidente
fin de sostener al hombre, pero la fuerza del propio dolor no se lo permitió.
Nadie
se movió de su lugar.
La
madre soltó mi mano para llevarla a su vientre.
Respiré
hondo.
El
hombre se aferraba al cajón.
Cuando
intentó recostarse sobre el ataúd, me asusté. El eco de su desgarro me devolvió
a la realidad: las rodillas se le quebraron. Si se soltaba caería desplomado.
Había escuchado hablar, literalmente, de un cuerpo doblado por el dolor. Ahí
estaba.
A
un mismo tiempo las dos personas que habían entrado con el joven, se acercaron
con prudencia, lo tomaron cada uno de un brazo y con poquísimo esfuerzo lo
arrastraron hasta la puerta de entrada. Vaya a saber con qué energía, allí se
incorporó.
No
ofreció resistencia cuando uno de los sujetos juntó sus muñecas y el otro lo
esposó.
Al
cerrarse la puerta se generalizaron los rumores. Voces que intentaban ser
respetuosas se oían cada vez más alto.
Salí
de la sala mortuoria. En el camino me crucé con el sacerdote.
Elevé
en silencio una oración.
Por
Gabriel.
Por
el tío Lalo.
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