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viernes, 6 de septiembre de 2013

EL POEMA DE HOY



Sortilegio


Por Pablo Lautaro (*)



Solo.
Postrado ya de tiempo
en la misma tierra que lo cobija.
Informal, misterioso,
con sudor de mañanas de niebla
y tardes de invierno.
Corroído
pero no corrompido
de historias y fatigas
de faenas eternas…
nacido del mismo árbol
que le da sombra.
Una lágrima se desprende
junto a una hoja
que besa su cara superior
exigiendo perdón
caricia del tiempo
que parece no marchar.
Se ha detenido el aguacero
otra mano lo levanta, 
sale de nuevo al ruedo
dos bueyes esperan
es otro tiempo plagado de misterio.




(*) Escritor neuquino. De su poemario “Huellas”.
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lunes, 2 de septiembre de 2013

LA NOTA DE HOY




DE PECIOS Y NAUFRAGIOS

Por Jorge Eduardo Lenard Vives




   Los naufragios constituyen uno de los principales motivos de inspiración para la Literatura regional. Las naves que, hartas de pelear con el vendaval y el oleaje, encallaron buscando el engañoso refugio de la costa o se fueron a pique para descansar en el lecho marino, ejercen sobre los escritores una fascinación que las hacen objeto de muchas piezas narrativas o del género didáctico.

   Una de las obras de ficción más conocidas al respecto es el libro “Los náufragos del Jonathan”, de Julio Verne; en el cual el buque zozobrado da lugar a las aventuras de los obligados pobladores del islote Hoste. Por su lado, las “Pequeñas Historias Marineras” de Hugo Covaro incluyen algunos cuentos de naufragios; como “El astillero de Bahía de las Nutrias”, “El ancla del Villarino” y “El ciego de las carabelas”. Y el argumento de la novela “El secreto sumergido”, del autor deseadense Cristian Norberto Perfumo, se desarrolla en torno a la silueta de un buque siniestrado frente a esas costas: la corbeta Swift.

   Pero es entre los ensayos donde se encuentra la mayor cantidad de páginas dedicadas al asunto. Uno de ellos es “El naufragio de la HMS Swift. 1770. Arqueología marítima en la Patagonia”, escrito por Dolores Elkin y Cristian Murria. Allí se narra las reales circunstancias de la recuperación de los restos de la nave que Perfumo utilizó en su novela. Fue también un texto, el diario del tripulante Erasmus Gower, el que permitió a uno de sus descendientes arribar a Puerto Deseado dos siglos después y reflotar la leyenda que culminó con el raque de los restos.

   Otras obras que se pueden mencionar son “Naufragios en el Cabo de Hornos, Isla de los Estados, Magallanes, Península Mitre, Malvinas y Georgias del Sur” de Carlos Pedro Vairo (complementada con la “Carta histórica”, un mapa que ubica los faros, naufragios y otros puntos citados en el libro), “Monte Cervantes y el Capitán Dreyer”, de Adriana S. C. Posan, “La tempestad y después. Naufragios en el Cabo de Hornos” de Hernán Álvarez Forn; y “Naufragios y algo más”, de Pancho Sanabria. Ricardo Rojas, en “Archipiélago”, dedica dos capítulos al tema; uno de los cuales, “Nómina siniestra”, es la enumeración de los accidentes ocurridos en las aguas que rodean al Onaisín. Toma muchos de ellos de la crónica “Magallanes”, del “publicista” chileno Manuel Zorrilla C. En “Naufragio del Virgen del Rosario”, el escritor comodorense Alfredo Ismael Lama describe vívidamente un naufragio, pero ocurrido lejos de las costas de la región: en el litoral bonaerense.

   Contraparte los naufragios, son los faros; construidos para guiar a los navegantes y evitar su perdición. Se instalaron muchos años después de que los primeros navegantes surcaran esta agua; siendo su falta uno de los factores que, unido a las extremas condiciones climáticas del mar sureño, sembraron de pecios las costas. Por supuesto, fueron objeto de ensayos. Por ejemplo, el libro “Cabo Blanco. Historia de un pueblo desaparecido”, de Carlos Roberto Santos; o “La Isla de los Estados y el Faro del Fin del Mundo”, del ya citado Carlos Pedro Vairo. Y de obras de ficción, como “El faro del fin del mundo”, de Julio Verne; y el cuento “El hombre del faro”, de las historias marineras de Hugo Covaro.

   Analizado como mero tópico literario, un hundimiento pierde mucho de su dramático significado. Pero basta un poco de imaginación para suponer lo terrible de esos naufragios, que ocasionaron la muerte en las frías aguas australes de cientos de marinos. Según dice la leyenda, sus almas se reencarnan en los albatros que sobrevuelan las olas. Qué mejor entonces, para cerrar esta nota, que transcribir los versos de la poeta trasandina Sara Vial, grabados en el mármol del monumento que Chile alzó en el Cabo de Hornos para recordar a los valientes que dejaron su vida en esas latitudes: 



Soy el albatros que te espera

En el final del mundo.

Soy el alma olvidada de los marinos muertos

que cruzaron el Cabo de Hornos

desde todos los mares de la Tierra.

Pero ellos no murieron

en las furiosas olas

Hoy vuelan en mis alas

hacia la eternidad

en la última grieta

de los vientos antárticos,





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jueves, 29 de agosto de 2013

EL CUENTO DE HOY




S.G.M.


Por Ángel Uranga (*)




Aquí está -dijo el cura viejo y jiboso que revisaba un desarticulado bibliorato. Sigfried Gustav Müller -leyó pausado. Era su nombre completo. Luego tradujo lo obvio.
El padre Muler -repitió el viejo que olía a ajo.
Aprovechaba el viaje al norte con la familia para pasar por Rawson y visitar rápidamente el colegio salesiano donde dejara mis primeros años de estudios como interno completo. De esto hacía casi treinta años.
De los escasísimos recuerdos agradables de mi estadía en el internado, aparte de mis amigos y secuaces, uno de los pocos mayores que tenía perfiles humanos era el cura Müller; un tipo que había estado en la guerra mundial, mejor dicho, había realmente luchado en el frente. Fue uno de los millones de combatientes que participó en la campaña contra Rusia, y pudo contarla.
-El padre Muler estuvo sólo dos años aquí-, comentó el viejito espiándome por sobre los lentes opacados por el manoseo.
-Capitán Müller- decíamos y nos cuadrábamos.
-No, yo sólo teniente, capitán fue hermano, condecorado en campo de batalla.
Si el recreo era largo o bien cuando salíamos de paseo, nos contaba de la guerra. En invierno usaba una larga y negra capa donde nos cobijábamos Cuis, Galenso y yo. El Galenso lo provocaba para que nos relate esos hechos extraordinarios; lo hacía para divertirse escuchando y viéndolo cómo se transformaba con los fantasmas. A mí, en cambio, me atraía aquello que contaba, la tensión de la aventura donde, luego, entraban Miguel Strogoff y Tom Sawyer.
-Pero guera no es bueno, mucho sufrir, mucho muerte-, nos aleccionaba mientras caminaba erguido, con las manos juntas por delante, llevando su libro de oraciones, balanceando levemente a cada paso la larga capa negra, todo un caballero teutónico, soberbio, seguro, y a veces, en su mirada gris relampagueaba la implacable máquina guerrera.
Teníamos que ocupar una aldea donde resistían soldados rusos. Estos protegían su posición con una ametralladora pesada oculta entre los escombros; era noche y el escenario estaba cubierto por una fantasmal claridad de nieve. Müller, el cura, avanza agazapado, se detiene y nos señala que nos detengamos. Rodilla en tierra observa la posición enemiga: ¡y nos lanza al ataque!
Mas tarde, los documentales y los libros de historia me mostraron imágenes de aquello que para nosotros sólo consistía en fantasía y juego. Después, muchos después, supe de qué infierno venía el buen cura Müller.
En otra ocasión estábamos refugiados en una cabaña y sentíamos avanzar a la patrulla rusa por la nieve congelada. El teniente Müller cubierto con su capa nos hace callar: cras, cras, cras, la patrulla avanza camuflada de blanco delatándose al quebrar cáscaras de huevos, y entonces nosotros los sorprendemos y la noche se llena de llamaradas y reñidlos naranja de fusiles, ametralladoras, morteros y gritos.
Sentados en los médanos de Playa Unión, el teniente  continuaba:
       ...una ametralladora rusa barría nuestro avance. Todos cuerpo a tierra. Pero no me aplasté lo suficiente contra el suelo y así fui herido en la nuca (se inclina para indicar la larga huella donde no le crecía el cabello), y también aquí -señalaba las nalgas-, pero eso no puedo mostrar.
Lo que sí mostraba el padre Müller era una larga cartulina con fotos de su familia: la mamá y sus numerosos hermanos, todos uniformados.
-Este de aquí es mi hermano mayor -señalaba a un oficial con la Cruz de Hierro-. Lo mataron partisanos rusos al asomarse sobre una colina para observar las posiciones del enemigo. Mientras miraba con los prismáticos, el sol que destella en la condecoración; y ahí apuntó el tirador.
      -¿Y qué se sabe de él? - apuré al viejo cura que apestaba a ajo mientras me acompañaba a la salida.
-Bueno, le voy a contar-. Hizo un prólogo de quién era Sigfried Gustav Müller, en suma, toda la historia conocida. Por último agregó: un día desapareció del colegio; se lo buscó por todas partes, recorrimos el pueblo, preguntamos a todos. A la tarde se lo encontró camino a Puerto Madryn. Dicen que cuando vio el vehículo se ocultó tras unas matas altas, y de ahí salía corriendo agazapado y disparando con un arma imaginaria.
Me despedí del viejo y volví al coche donde esperaba mi familia.
En la ruta hacia Madryn (ahora asfaltada), imaginé al cura-capitán Müller volviendo a sus campos de batalla, al éxtasis que fusiona la vida con la muerte, a esa terrible intensidad empática de compartir con los camaradas el vértigo del horror. El continuaba su guerra o nuestro cuento: la sotana arremangada, tal vez hecha jirones y blanca de tierra, lanzándose heroico al ataque contra esos enemigos invencibles y ocultos entre las matas.
     Uno de mis hijos me grita desde el asiento trasero:
     -Pá, algo se movió entre las matas.
     -Sí, -dije - es el cura Müller.




(*) Escritor comodorense.
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lunes, 26 de agosto de 2013

EL MICRORRELATO DE HOY





ARISTÓBULO EN LA ERGÁSTULA DE CLÍPOLIS 

(un suplicio esdrújulo) 



Por Carlos Dante Ferrari 






Apaleado, yace ahora Aristóbulo sufriente en el cubículo sombrío. Incrédulo, aún no sale de su asombro ni da crédito a su insólito sino. Lo ha traicionado nada menos que Pífano, su más estólido discípulo. Un pánfilo, un cretino. El muy idiota le reveló al Tribuno el vicio más recóndito de su ínclito mentor: espiar a las vírgenes amantes del Dómino cuando toman sus baños matutinos. Enterado enseguida, de un solo golpe el Edecán del Séquito le ha roto la mandíbula. Después lo ha mutilado. Estúpido se siente el prisionero por haber desoído a la Sibila, aquella del Oráculo de Dódona, en Epiro. Ella le había anunciado cuál sería su trágico destino, de persistir con ese hábito furtivo. Sin embargo fue un crápula, un tonto pervertido, y aquí paga en desgracia la mísera lujuria que lo ha poseído. Revuélcase Aristóbulo en el piso, muy lívido de furia, a más de adolorido. Hasta el alma le escuecen los cáusticos martirios. Y lo que más le duele son los tétricos cuencos, cegados para siempre; los párpados inútiles, las resecas carúnculas de sus ojos perdidos. 



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viernes, 23 de agosto de 2013

EL CUENTO DE HOY





AMARILLO VIEJO

Por Marta Perotto (*)



El chaparrón se descargó con violencia y él no atinó más que a refugiarse en el hall del Centro de Exposiciones. Después, el tiempo pareció detenerse, entró en uno de esos estados indefinidos en los que cinco minutos parecen durar cinco años y se arrastran sin que las agujas del reloj denoten movimiento alguno. Sabía que la actividad era el único remedio para esa obsesión. En cuanto la mente se olvidaba de registrarlo, el tiempo comenzaba a pasar y retornaba la normalidad.
Pero, ¿qué hacer en ese lugar? En la sala no había un solo visitante. Una empleada ordenaba papeles en su escritorio lejano; por los vidrios se deslizaban los hilos de la lluvia después de un golpeteo apresurado. Las nubes luchaban por desprenderse del peso líquido para retornar a su vagabundeo sobre los hombres y sus obras.
Prestó atención a los paneles diseminados por la sala. ¡Qué oportuno! Era una exposición de fotos antiguas de la pequeña ciudad de montaña.
La fotografía era uno de sus entretenimientos, le dedicaba buena parte de sus días. Sólo que los aparatos y lentes modernos le permitían un acercamiento muy distinto de ése a la realidad detenida.
Todas las cartulinas que observaba mostraban a la gente en pose. Gente que, de seguro, ya no existía. Sonrisas preparadas para la máquina; gestos grandilocuentes, concientes de quedar fijados para la posteridad; para él, más precisamente, que en ese momento las contemplaba.
Había correspondencia entre el color de las fotos y lo desvaído y evanescente del día lluvioso. Quizás presentaban un tono de amarillo viejo que la novedad de la lluvia no tenía. Se dedicó a recorrer la muestra y le interesó lo que veía.
Una de las fotos le llamó especialmente la atención. Mostraba una casa que él no podía ubicar entre las viviendas antiguas que se mantenían como una reliquia del pasado. En el frente, la imagen de una familia había quedado estática. La miró de cerca y se fijó en una joven de largos cabellos rubios y una sorprendente vestimenta actual; no sonreía.
Después, levantó la vista hacia los ventanales. El chaparrón había derivado en una fina llovizna y un rostro lo contemplaba desde el vidrio mojado. Era el mismo de la fotografía.
Corrió a la calle ante el estupor de la empleada y vio la silueta que desaparecía en la esquina. Cuando llegó le pareció que la joven lo estaba esperando a mitad de la cuadra. Continuó la persecución. La vio perderse en un jardín de cerco vivo. Se asomó y notó que un golpe cerraba la puerta de una casa igual a la de la fotografía. Claro, por eso no recordaba el edificio; no se distinguía fácilmente, el cerco lo tapaba. Cruzó el espacio verde que tenía grandes pinos y una araucaria y golpeó la puerta.
Le abrió un hombre alto que con un gesto amable lo invitó a entrar. Sorprendido, reconoció los rostros de la gente sentada a una larga mesa. Eran los de la cartulina vista un rato antes. Había allí un silencio extraño para una reunión familiar. Lo que más le llamó la atención era el color. Un tono desvaído y amarillento de fotografía antigua. Detrás del jefe de familia estaba la joven. El rosado de su piel y los colores de la ropa eran brillantes. Al entrar él, la joven se despidió con un gesto del grupo y se marchó por donde había entrado.

***

La empleada del Centro de Exposiciones se acerca a una joven de largos cabellos rubios que mira la muestra. Le parece vagamente familiar. Se siente en la obligación de alcanzarle un pañuelo de papel al notar las lágrimas que brotan de sus ojos.
-No se haga problema. No es la única que llora al recordar el pasado. ¿Sabe? Esa fotografía que usted mira también le llamó la atención a un muchacho que entró esta mañana para refugiarse de la lluvia. Esa casa fue demolida hace unos veinte años y no se exponía su foto desde hace unos cinco.
La joven se seca las lágrimas.
La empleada agrega: "Fíjese en los detalles... pero... ¡por eso debía mirarla tan detenidamente el joven! Hay un hombre que se le parece mucho. ¿Se fijó? Tiene un color más nítido -y señala con el dedo-. Acá, acá..."
Se da vuelta para confirmar su aseveración, pero la joven ya no está ni en la foto ni en la sala.




(*) Escritora rionegrina.
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