S.G.M.
Por Ángel Uranga (*)
Aquí está -dijo el cura viejo y jiboso que
revisaba un desarticulado bibliorato. Sigfried Gustav Müller -leyó pausado. Era
su nombre completo. Luego tradujo lo obvio.
El padre Muler -repitió el viejo que olía a ajo.
Aprovechaba el viaje al norte con la familia para
pasar por Rawson y visitar rápidamente el colegio salesiano donde dejara mis
primeros años de estudios como interno completo. De esto hacía casi treinta
años.
De los escasísimos recuerdos agradables de mi
estadía en el internado, aparte de mis amigos y secuaces, uno de los pocos
mayores que tenía perfiles humanos era el cura Müller; un tipo que había estado
en la guerra mundial, mejor dicho, había realmente luchado en el frente. Fue
uno de los millones de combatientes que participó en la campaña contra Rusia, y
pudo contarla.
-El padre Muler estuvo sólo dos años aquí-, comentó
el viejito espiándome por sobre los lentes opacados por el manoseo.
-Capitán Müller- decíamos y nos cuadrábamos.
-No,
yo sólo teniente, capitán fue hermano, condecorado en campo de batalla.
Si el recreo era largo o bien cuando
salíamos de paseo, nos contaba de la guerra. En invierno usaba una larga y
negra capa donde nos cobijábamos Cuis, Galenso y yo. El Galenso lo provocaba
para que nos relate esos hechos extraordinarios; lo hacía para divertirse
escuchando y viéndolo cómo se transformaba con los fantasmas. A mí, en cambio,
me atraía aquello que contaba, la tensión de la aventura donde, luego, entraban
Miguel Strogoff y Tom Sawyer.
-Pero guera
no es bueno, mucho sufrir, mucho muerte-, nos aleccionaba mientras caminaba
erguido, con las manos juntas por delante, llevando su libro de oraciones,
balanceando levemente a cada paso la larga capa negra, todo un caballero
teutónico, soberbio, seguro, y a veces, en su mirada gris relampagueaba la
implacable máquina guerrera.
Teníamos que ocupar una aldea donde
resistían soldados rusos. Estos protegían su posición con una ametralladora
pesada oculta entre los escombros; era noche y el escenario estaba cubierto por
una fantasmal claridad de nieve. Müller, el cura, avanza agazapado, se detiene
y nos señala que nos detengamos. Rodilla en tierra observa la posición enemiga:
¡y nos lanza al ataque!
Mas tarde, los documentales y los libros
de historia me mostraron imágenes de aquello que para nosotros sólo consistía
en fantasía y juego. Después, muchos después, supe de qué infierno venía el
buen cura Müller.
En otra ocasión
estábamos refugiados en una cabaña y sentíamos avanzar a la patrulla rusa por
la nieve congelada. El teniente Müller cubierto con su capa nos hace callar:
cras, cras, cras, la patrulla avanza camuflada de blanco delatándose al quebrar
cáscaras de huevos, y entonces nosotros los sorprendemos y la noche se llena de
llamaradas y reñidlos naranja de fusiles, ametralladoras, morteros y gritos.
Sentados en los
médanos de Playa Unión, el teniente
continuaba:
...una
ametralladora rusa barría nuestro avance. Todos cuerpo a tierra. Pero no me
aplasté lo suficiente contra el suelo y así fui herido en la nuca (se inclina
para indicar la larga huella donde no le crecía el cabello), y también aquí -señalaba
las nalgas-, pero eso no puedo mostrar.
Lo
que sí mostraba el padre Müller era una larga cartulina con fotos de su
familia: la mamá y sus numerosos hermanos, todos uniformados.
-Este
de aquí es mi hermano mayor -señalaba a un oficial con la Cruz de Hierro-. Lo
mataron partisanos rusos al asomarse sobre una colina para observar las
posiciones del enemigo. Mientras miraba con los prismáticos, el sol que
destella en la condecoración; y ahí apuntó el tirador.
-¿Y qué se sabe de él? - apuré al viejo cura que apestaba a ajo mientras me
acompañaba a la salida.
-Bueno, le voy a contar-. Hizo un prólogo
de quién era Sigfried Gustav Müller, en suma, toda la historia conocida. Por
último agregó: un día desapareció del colegio; se lo buscó por todas partes,
recorrimos el pueblo, preguntamos a todos. A la tarde se lo encontró camino a
Puerto Madryn. Dicen que cuando vio el vehículo se ocultó tras unas matas altas,
y de ahí salía corriendo agazapado y disparando con un arma imaginaria.
Me despedí del viejo y volví al coche
donde esperaba mi familia.
En
la ruta hacia Madryn (ahora asfaltada), imaginé al cura-capitán Müller
volviendo a sus campos de batalla, al éxtasis que fusiona la vida con la
muerte, a esa terrible intensidad empática de compartir con los camaradas el
vértigo del horror. El continuaba su guerra o nuestro cuento: la sotana
arremangada, tal vez hecha jirones y blanca de tierra, lanzándose heroico al
ataque contra esos enemigos invencibles y ocultos entre las matas.
Uno
de mis hijos me grita desde el asiento trasero:
-Pá,
algo se movió entre las matas.
-Sí,
-dije - es el cura Müller.
(*) Escritor comodorense.
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1 comentario:
Un lector que conozca el Valle del Chubut podrá fácilmente imaginarse al cura Müller, al término del relato, saltando de mata en mata en los campos que enmarcan - a ambos lados - la ruta 3, en el tramo que une Trelew con Madryn. El final que le da Ángel Uranga al cuento es perfecto: como dando el adiós a una etapa de su vida que de algún modo necesitaba cerrar, el protagonista deja la maravillosa duda de que, perseguido por sus fantasmas y persiguiendo a otros, S. G. M. siga haciendo – eternamente - cambios de posición en la meseta patagónica; como una tenue evocación de lo que vivió en esa otra estepa, la rusa. Es también muy vívida la descripción que hace Uranga de los sentimientos que habrán asaltado al teniente Müller en medio de esa contienda; una descripción que revela el numen del buen escritor: la de profundizar en la psicología de sus personajes para hacerlos creíbles, aunque luego sean objeto de hechos fantásticos.
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