PUERTO HAMBRE
Por Hugo Covaro (*)
Sostenido por sus fíeles fantasmas, el viejo
capitán soñaba. No era un sueño placentero, su soñar tenía la incertidumbre de
la pesadilla, la tortura de estar despierto y soñar un sueño que por repetido,
cada día es menos cierto.
Pedro Sarmiento de
Gamboa, Gobernador y Capitán del Estrecho, visionario, astrólogo, respetado
cartógrafo, escribiente de armados sonetos, aventurero loco o simple fabricante
de anillos y filtros mágicos, recorría los oscuros rincones de la Corte del rey
Felipe, como un ciego que necesitaba tocar las conocidas cosas que marcaban su
previsible derrotero. Nada veía de lo que aparecía y pasaba delante de sus ojos
tormentosos. Su deambular era una ruta que llevaba a lejanos confines, a
ignotas regiones de soledad y espanto donde empezaba o terminaba la codicia del
mundo y el hombre era apenas la sombra de un delirio antiguo. A esa hora y en
ese sitio, para felicidad del monarca, herederos y descendientes, volvería a
fundar la Ciudad del Nombre de Jesús al abrigo de una barranca, a media legua
del Cabo de las Vírgenes y con el mismo rito que aquel domingo 11 de febrero de
1584.
Unos pasos, sólo unos
pasos dados en el silencio de la gran sala, lo llevaron hasta el palo de la
justicia, donde el rostro del conjurado, natural de Alcalá de Guadaira,
Sebastián Salvador, lo miraba transido de rencor con la muerte puesta en sus
pupilas güeras. Con sólo girar la noble cabeza tuvo al alcance de su mano
fuerte la vergüenza para Diego de Ribera y su escudero, Antón Pablos, fariseos
que no se animaron a mirarlo, condenados por el pecado de haber abandonado a
sus hermanos desvalidos en el más atroz de los desamparos. Y cuando creía que
habían quedado atrás esos personajes abominables, las siluetas decapitadas de
Juan Rodríguez y Juan Arroyo dejaron por un instante el profano sepulcro de
Ciudad del Rey Felipe, acicateados por un rencor inextinguible.
Caminó erguido, con la
gallardía puesta a volar como un blasón luminoso, invicto estandarte enarbolado
sobre las ruinas de su alma. No había podido cobrar los sueldos que le
adeudaban. Se sentía pobre, aunque se sabía noble y casi no le dolía que su
majestad demorara casi tres años en pagar los doscientos mil maravedíes que
sicarios de Enrique de Navarra pedían por su libertad. Demasiado tarde
comprendería que el rescate de la lúgubre mazmorra de Mont-Masan había sido
pagado con su propio dinero. Pero la herida era otra, honda y secreta, antigua
e incurable. El recuerdo de aquellos trágicos pobladores del Estrecho,
desterrados en ese inclemente territorio de hambre y locura lo perseguían. A
veces, en medio de tanta oscuridad un rayo de luz iluminaba sus horas de
cordura con breve relámpago y podía ver entonces aquella tierra de salvaje
belleza, hembra desdeñosa, que parecía hechizarlo con sus montañas nevadas,
prisioneras de un mar azul y hondo. Ese mismo mar, que desataba la furia
escondida en borrascosas entrañas para lavar con tempestades la alucinada
memoria de sus invasores. Y era entonces cuando resonaban en sus oídos las palabras
de Túpac Amaru, ese muchacho ingenuo y valiente, hijo de Manco Inca, - último
soberano de los descendientes del sol de América - preguntándole antes de ser
ajusticiado:
-"¿Pues para
matarme me persuadieron que me bautizase y me hiciese cristiano?"
El
viejo capitán meneaba su cabeza como no queriendo escuchar ese reclamo ominoso.
Pero sentía que sus botas desandaban el camino empedrado que llevaba al Machu
Picchu, la sagrada ciudad fortaleza del imperio conquistado. Podía oler el
aliento caliente del trópico en el rumor del Urubamba, que acezando antiguos
celos, soltaba por la virginidad de la selva su colosal anaconda alazana.
El
recuerdo -esa trampa engañosa de la memoria- le había preguntado más de una vez
al viejo marinero de qué había muerto Diego López de Zúñiga y Velasco, conde de
Nieva, veleidoso virrey del Perú. Detuvo el paso, miró la claridad hiriente que
invadía la fastuosa residencia, hizo como que pensaba, sonrió con desgano, y
reinició la marcha rumbo a nuevas alucinaciones.
No había podido hablar
con el rey por esos días y presentía que Su Majestad evitaba el encuentro.
¡Negarle esa gracia a él, que con rotunda justicia nombraban Caballero de
Galicia! Justo a él, que había sido el primero en clavar en aquellas tierras
inconquistadas del Estrecho de la Madre de Dios, el emblema con las armas de
Felipe II desafiando los misterios del austro; y el crucifijo -ese símbolo
omnímodo y atroz- evidencia de un designio ineluctable.
Le habían ofrecido ser el Almirante de la Armada para defender de la
piratería inglesa la flota de galeones que traficaban con las riquezas de las
Indias. ¡Pobre tarea para un hombre singular, hecho a mano por la providencia,
lleno de valor y nobleza, martirio e infortunio y herido de muerte por la
gloria!
La Historia diría en
una brumosa página que murió una tibia mañana de julio de 1592 cerca de Lisboa,
olvidado, solo y desnudo de todo honor y reconocimiento.
(*) Escritor comodorense. De su libro “Diez
pequeñas historias marineras”.
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