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viernes, 4 de abril de 2014

LA NOTA DE HOY

1963 - Presentación de "El médico nuevo en la aldea" 
El autor conversa con Borges


UN MEDICO ESCRITOR Y UN PRÓLOGO DE BORGES


Por Jorge Eduardo Lenard Vives



Inútil será buscar en los “Prólogos, con un prólogo de prólogos”, de Jorge Luis Borges, el proemio al que esta nota hace referencia. Es que esa escueta selección, reunida hacia 1975 por Torres Agüero Editor, sólo muestra algunas de las introducciones escritas por el maestro entre los años 1924 y 1974. Pero quien prologó a Adolfo Bioy Casares y Ray Bradbury, a José Hernández y William Shakespeare, a María Esther Vázquez y Walt Whitman, también dedicó su pluma a un meritorio, aunque no tan conocido, libro. Se trata de “El médico nuevo en la aldea”, de Ernesto Serigos. Borges inicia el exordio diciendo:

     El médico nuevo en la aldea –tal el modesto y casi invisible título de este libro–, refiere con evidente sinceridad hechos verdaderos, que unen a su valor narrativo el de ser rasgos o atributos de un alma noble.

Y lo finaliza con estas palabras:

Me honra estampar mi nombre en esta página inicial, junto al de un argentino que en nuestro siglo XX se ha consagrado a mitigar o a sanar los males humanos y a la preciosa y denodada tarea de seguir explorando y descubriendo un confín de la patria.

Cruzando el río Ñiriguau (circa 1920)


La sorpresa es que la obra transcurre en la Patagonia, más precisamente en Bariloche. El autor cuenta sus vivencias como facultativo en esa entonces “aldea” de mil habitantes, en las primeras décadas del siglo XX. Su radicación en el lugar se produce en forma inopinada, al término de una excursión “de fin de curso” por la zona, en compañía de algunos de sus compañeros de estudios de la Facultad de Medicina:

En San Carlos (de Bariloche) pondríamos fin a este fascinante viaje que había dejado en nuestro espíritu huellas profundas, hasta hacerme olvidar nuestro reciente título de doctor en medicina, que aún al recordarlo no lo era con el fausto con que lo recibiéramos. Nos sentíamos impregnados a algo nuevo, era una nueva belleza en nuestro propio país que nada tenía que ver con la de los chatos paisajes de la pampa: raro equilibrio entre árboles imponentes, cerros monumentales y lagos que parecían mares. Y todo esto se nos había metido muy adentro...

También comenta en sus hojas una breve estadía en Maquinchao. Pero no fue la única obra que este médico escritor dedicó a la región. En 1969 publicó una novela ambientada en el sur, “La ciudad de los Césares”. En el preámbulo, Oscar Bietti advierte que, luego de su volumen de memorias sureñas, “El autor... nos sorprende ahora con una novela urdida con unos pocos hilos de historia mezclados de leyendas y un montón de fantasías”. El mismo Serigos aclara: “Se trata aquí de una ficción. Ciertos personajes son reales, pero el rigor histórico me ha interesado menos que la posibilidad imaginativa”.

Don Juan Jones, su hijo y don Diego Neil


Ambientada alrededor de 1860, relata la historia de los años finales de la Ciudad de los Césares, capital del Imperio de Araucanía y Patagonia. Allí rige Orllie Antoine I, por mandato de la reina araucana Huanguelén, luego del fracaso del aventurero francés en sus anteriores intentos monárquicos. El tartarinesco galo gobierna la magnífica metrópoli situada en el Valle Encantado, a orillas del río Limay, con su emperatriz consorte; y tiene incluso progenie: Orllie Caupolican, que lo sucede en el trono. Hasta que un ejército heterogéneo, proveniente del Oeste, conquista y reduce a ruinas la ciudad. Por eso, el literato cierra su texto con esta admonición:

Si un día, en alguna época / un caminante se detiene desaprensivo/ en las solitarias playas del valle encantado / en busca de la Ciudad de los Césares / le bastará llevar la mirada / a la cumbre de la  montaña / pasearla por su falda poblada de ruinas / y antes de llegar al azul del legendario río, / habrá encontrado la respuesta.

El creador de estas páginas nació en Rauch, en 1895. Hijo de Santigo Serigos y Zoila Comte, tenía descendencia francesa por ambas ramas. Quedó huérfano de joven, junto con sus hermanos, siete varones y una mujer. Estudió, como pupilo, en el Colegio del Salvador en Buenos Aires; ciudad donde luego se gradúa, a los 23 años, de médico. Llega entonces su etapa barilochense. Cinco años después vuelve a Buenos Aires a perfeccionarse. A raíz de participar en el pedido por la creación del Parque Nacional Nahuel Huapi, en 1934 vuelve al sur para buscar una ubicación al Hotel Llao Llao. Compra entonces una chacra en la península San Pedro. En 1942, se casa con Susana Popolizio. Según lo recuerda su hija María, fue un hombre activo y amante de los deportes. Practicó rugby, remo, golf. Nadaba y andaba a caballo hasta poco antes de fallecer, a los 81 años. Apasionado de la naturaleza, su hobby fue la jardinería. Era afable, valiente y emprendedor. Con frecuencia Borges almorzaba en su casa.

     Al igual que en el caso del “cirujano poeta” Vicente Ugo y el galeno etnólogo Federico Escalada, se da en su persona el maridaje entre medicina y Literatura habitual en la zona austral. Tal vez la explicación sea que, siendo una profesión que facilita el contacto personal con los seres humanos que pueblan la región y permite conocerlos con profundidad, inspira la necesidad de preservar en textos las experiencias vividas. O quizás la carrera sea una simple coincidencia; y lo que en realidad unió a estos autores es la impresión que la Patagonia causó en sus espíritus –como la causa en todos aquellos que perciben en plenitud el alma de esta geografía– y los llevó a volcar sus reflexiones por escrito. Que de eso se trata la Literatura.




Nota: el autor agradece con especial atención a la señora María Serigos, hija del artista, quien muy amablemente brindó la información biográfica que permitió recordar en la nota los rasgos principales de la vida del autor; ya que éste, con la modestia de los grandes, no dejó en sus obras referencia alguna sobre su persona. El testimonio de la Sra. Serigos, que también nos proporcionó material fotográfico, posibilita mantener el recuerdo de uno de los hacedores de la Literatura.
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martes, 1 de abril de 2014

LA NOTA DE HOY



PLAGIO EN LA LITERATURA


Por Jorge Carrasco



     En el secundario, cuando doy trabajos de investigación literaria, descubro cada vez con mayor frecuencia trabajos copiados. Hoy en día la tecnología digital facilita esta trampa y hay páginas, como El rincón del vago, que le ofrecen al alumno una amplia oferta de contenidos orientados al engaño. En muchos casos el alumno, fiel a la ley del menor esfuerzo y a una laxa moralidad, sale del paso copiando trabajos ajenos sin hacerles la menor modificación. El asunto se complica para el profesor cuando ve que esa costumbre ilícita de los alumnos se convierte en una actividad normal de los adultos, e incluso de los escritores que los adolescentes están obligados a leer. 

     El diccionario dice que plagio es copia de una obra ajena que se presenta como propia, o una copia no declarada pero literal, según Gerard Genette. No es, por lo tanto, una relación textual común y corriente entre autores, como quieren explicar los plagiadores. Julia Kristeva, siguiendo la línea de Mijail Bajtín sobre dialogismo literario, afirma que “todo texto es la absorción o transformación de otro texto”. Genette, por su parte, dice que intertextualidad es la presencia efectiva de un texto en otro. Hay relación intertextual entonces cuando se alude, se comenta, se cita, se parodia otro texto. En todos estos casos, el escritor nombra o deja entrever el texto que le sirve de fuente. Es una mención explícita de una obra ajena.

     El lado oscuro de la historia literaria consigna diversos casos de plagio. Voy a nombrar algunos.

     Se han detectado sospechosas semejanzas entre los textos Idilio en el desierto de William Faulkner y la obra de Onetti Los adioses. Leí ambas obras y es un hecho que cuando escribió Onetti Los adioses su estilo se encontraba bajo el influjo excesivo de Faulkner, su maestro declarado. Personajes, ambientes y argumentos tienen extrañas afinidades. Eso sí, el desarrollo de la obra de Onetti me parece superior al de la obra del extraordinario escritor norteamericano.

     Otro caso famoso es el poema 16 de Pablo Neruda, cuyo contenido guarda varias, quizás demasiadas, coincidencias con el poema El jardinero, de Rabindranath Tagore. En ese tiempo (hablamos de la década del veinte del siglo pasado cuando su estilo estaba en formación) un Neruda adolescente se nutría de una poesía sentimental de tinte modernista y romántico. El poeta chileno sale del enredo en que lo había metido su enconado rival poético, Pablo de Rokha, señalando desde la tercera edición del libroVeinte poemas de amor que su poema era una paráfrasis del poema del hindú. Esta salida, la reescritura de otros textos, la única posible para mantener cierta dignidad, la tomarán en adelante muchos plagiadores.

     Jack London  también debió recorrer los tribunales por el mismo delito. Este año, en la reunión del Área de Lengua y Literatura en un secundario de mi localidad, saltó la idea de proponer a los alumnos de primer año la lectura del libro El llamado de la selva. Otro escritor, Egerton R. Young, afirmó alguna vez que el contenido de ese libro se basó en su obra My dogs in the northland, hecho que no fue desmentido por London, quien incluso señaló que le envió a Young una carta de agradecimiento por el aporte.

      Hace poco, en España, el escritor peruano Bryce Echenique dijo que el plagio “es el más grande homenaje que se le puede hacer a un autor”. Dijo también que para él plagio y contagio son palabras sinónimas. Por eso le encantaría plagiar a Cervantes y a Stendhal. Si a tales afirmaciones no las precediera el escándalo, no dejarían de ser meros juegos del intelecto de un escritor laureado y reconocido, autor de una obra no menos extensa que importante. El asunto no cobraría resonancia si Bryce Echenique no tuviera, como las tiene, veintisiete demandas por plagio, llevadas adelante por sus colegas, tanto peruanos como de otras nacionalidades.

     El escritor español Pérez Álvarez, que se hace llamar Chesi en sus escritos, escribió un cuento que tituló Las esquinas dobladas en la revista literaria Jano, de España. El contenido de esa narración apareció tiempo después en un texto publicado en el diario El comercio, de Perú, con el título La tierra prometida, cuyo autor pretendía ser Bryce Echenique.

     Otro caso. En el año 2002 Paulina Wendt, narradora chilena, ganó el concurso de cuentos de la revista Paula con su obra El cazador. En Chile es uno de los concursos de más prestigio y da un premio relativamente importante en dinero (en ese tiempo cuatro mil dólares). El jurado lo conformaban los escritores Juan Villoro, Rodrigo Fresán y Andrea Palet. El asunto no quedó ahí. Tiempo después el sello Planeta descubrió que el relato ganador guardaba sospechosas semejanzas con el cuento El fin del viaje, del argentino Ricardo Piglia, autor que difundía su obra por ese sello editorial. Luego, por las “excesivas similitudes”, el premio le fue retirado a la escritora.

     En fin: hay plagios para todos los gustos. Hecho el texto literario, hecha la trampa. Los profesores tenemos hoy el reto de impedir la copia del trabajo intelectual ajeno. Nos vemos obligados a elaborar actividades cuyas respuestas no se encuentren en Internet. ¿El rincón del vago estará cambiando nuestra práctica docente?


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miércoles, 26 de marzo de 2014

EL POEMA DE HOY



EN  CUARTO  PLANO
                         
                                                  A Paul  Gauguin.
Por Carlos Dante Ferrari





En una isla cálida, distante,
la morena mujer lava un pescado
de carnes blanquecinas
y azulados destellos.
Sobre la orilla,
varios hombres aprestan sus barcazas
para hacerse a la mar.
Entre los juncos,
un joven y una niña se dan el primer beso
mientras despierta en ellos
un fuego cosquilleante
que ha de anidar por siempre
en sus entrañas,
tizón de sus recuerdos.

La tarde huele
a esas flores tempranas, a ventiscas del Sur
(presagios de tormenta).

Unos flamencos
dibujan su rosado vuelo hacia el estero
como si patinaran suavemente
con las alas
sobre el arco celeste
de la tarde.

Desde un cercano promontorio,
tranquilo y a la sombra del sombrero pajizo,
el hombre aspira el hálito dulzón
de su tabaco.
Entre el humo incitante, voluptuoso
y las vagas memorias que palpitan
bajo el nublado ceño
su corazón cansado aún acompasa
sístoles de callado regocijo
y diástoles de muerte.


Casi podemos percibir a nuestro lado
la fuerza creadora que 1o inspira,
su concentrado gesto.

Pero é1 no está en la escena.

Por lo demás, inocentes de todo,
tanto unos como el otro ignoran
los ojos que profanan
desde este insospechado sitio
los tranquilos quehaceres
de la siesta.

¡Estamos tan lejanos en espacios y en épocas!..

Y sin embargo
hénos aquí:
instalados a espaldas del pintor
sin que él lo sepa...
Asomados al puente que nos tienden
la mano magistral
y el policromo
microuniverso potencial
de su paleta.

Transportados por gracia del asombro,
somos mudos testigos
de un óleo atemporal,
frente a los trazos
que acaban de atrapar la magia
del instante
en el color gastado
de su tela.
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viernes, 21 de marzo de 2014

LA NOTA DE HOY






Resurrección de Bandidos: ¿quién fue el  verdadero Sundance Kid? (*)


Por DANIEL BUCK (**)




    El verano pasado el gobernador de Wyoming, Matt Mead, recibió un presente inusual de un hombre de negocios de Arizona, llamado Jerry Nickle: se trataba de un libro recién publicado que promueve la idea de que William Henry Long, el bisabuelo del autor, no era otro que el Sundance Kid del afamado dúo “Butch y Sundance”. Aún más sorprendente que el libro fue su entrega. Nickle y su co-autor habían pedido prestado caballos en Cheyenne y cabalgaron por la acera para salir al encuentro del gobernador.

    Nickle no sólo sustenta la pretensión de que su bisabuelo Long fue el famoso bandido de la “Pandilla salvaje”; también asevera que él y Butch Cassidy no murieron en Bolivia, como muchos creen. Descarta además que su bisabuelo se haya suicidado, según creyó su familia durante largo tiempo, sino que fue asesinado por su compañero Matt Warner, también miembro de la Wild Bunch, después de una discusión acerca de un libro que Warner había planeado escribir, donde Long podría haber sido expuesto públicamente como Sundance. El entusiasmo de Nickle no es empañado por la ausencia de cualquier indicio que vincule a su bisabuelo a la Wild Bunch, o la falta de evidencias de que éste alguna vez dijera ser el famoso forajido. Cuando las pruebas de ADN no lograron establecer un vínculo entre Long y la familia real del Sundance Kid, Nickle ensayó una nueva teoría: su bisabuelo había robado la identidad de Harry Longabaugh, el hombre al que los historiadores del Oeste realmente consideran que fue el Sundance Kid.

   Bienvenido al universo caleidoscópico de la historia del Salvaje Oeste, donde los forajidos regresan de entre los muertos con regularidad vampírica. Long no es una anomalía, en modo alguno, ya que las vivificaciones de bandidos son relativamente comunes; por lo menos entre los más conocidos de la clase criminal. Si bien en algunos casos la identidad de un malhechor muerto se atribuye a otra persona ha fallecido -a menudo por su antecesor- en otros es asumida por una persona viva, un impostor. Estos resurreccionistas constituyen una mezcla variada de bromistas, de aficionados a la genealogía y de teóricos de la conspiración que no puede aceptar que su héroe bandido haya muerto. Y suelen encontrar una audiencia receptiva porque, bueno, ¿quién puede resistirse a una buena historia de fogón campestre?

   Butch Cassidy y el Sundance Kid eran parte de un conglomerado de forajidos de las Montañas Rocosas que merodeaban a comienzos del siglo pasado, llamados "The Wild Bunch" (La Pandilla Salvaje”) por la prensa. Aunque Butch y Sundance cometieron pocos crímenes en común en los Estados Unidos, están indeleblemente ligados como un dúo fuera de la ley en la imaginación del público, ya que huyeron juntos a América del Sur (Sundance llevó consigo a su compañera, Ethel Place), probablemente murieron juntos en Bolivia en 1908 y, lo más destacable, fueron inmortalizados juntos en 1969 en la película de George Roy Hill, “Butch Cassidy y el Sundance Kid”. La contribución principal para su deificación la hicieron Paul Newman como Cassidy y Robert Redford como Sundance.




    La pretensión de ser Butch y/o Sundance (o cualquiera de los muchos otros famosos bandidos del Lejano Oeste) tiene una tradición larga e ilustre. William Henry Long, por ejemplo, no es el primer hombre que se ha identificado como el Sundance Kid. En 1983, un director de escuela secundaria de Connecticut, Edward M. Kirby, publicó “Auge y caída del Sundance Kid”, donde argumentó que el criminal Hiram BeBee era el ladero de Butch Cassidy. BeBee murió en una prisión de Utah en 1955 mientras cumplía una sentencia de cadena perpetua por el homicidio en primer grado de un alguacil de la ciudad, cometido en 1945. Al igual que con Long, no hubo evidencia de que BeBee tuviera ninguna conexión con el Sundance Kid, salvo los dichos de Kirby sobre supuestas declaraciones no especificadas de BeBee que, además, nunca tomaron estado público.

    Estas identidades insinuadas y encubiertas son a menudo absurdas cuando se contrastan con la realidad. Aparte de la falta de cualquier ligazón entre BeBee y Sundance, había una disparidad física importante. BeBee era feo y bajo, poco más de metro y medio de estatura, según el registro tomado en 1919 en San Quintín, donde el curso del tiempo lo fue convirtiendo en un borracho. Sundance era guapo y alto, de más de seis pies. BeBee se veía como Jimmy Durante mientras Sundance, de hecho, se parecía más a Robert Redford, su alter ego en la pantalla.




    Sundance no ha sido el único miembro de Wild Bunch cuya identidad fue robada por algún resucitador. En la década de 1920, años después de que Butch Cassidy había expirado en Bolivia, el propietario de un taller mecánico en el Estado de Washington llamado William T. Phillips, comenzó a visitar guaridas de malhechores en Wyoming en busca de tesoros de bandidos, lanzando indirectas acerca de que él, Phillips, era el auténtico pillo. Algunos de los viejos camaradas de Cassidy lo tomaron en serio, otros se burlaron de la idea. Phillips escribió un libro de memorias, "El Bandido invencible", con la esperanza de venderlo a Hollywood. La crónica era una mezcolanza de realidad y fantasía, escrita más como una novela y redactada casi en su totalidad en tercera persona, como si Phillips apenas se permitiera hacer alusión a su supuesta identidad como Cassidy.

    Sin embargo, la farsa de Phillips seguiría sobre el tapete. Él murió en 1937. Más de tres décadas después, Larry Pointer, un miembro del personal de la Oficina de Administración de Tierras en Wyoming, se encontró con el cuento, y después de una considerable investigación adicional, convenció a la oficina de prensa de la Universidad de Oklahoma para publicar “En busca de Butch Cassidy”, una especie de contrapunto o duelo de venta, la biografía de Cassidy qua Phillips.

   La historia era atractiva, porque Cassidy desapareció en 1908, presuntamente asesinado en Bolivia, y Phillips apareció en escena en Estados Unidos en 1908, como si de la nada. Pero la posibilidad de que Phillips fuera Cassidy no podía prosperar. A finales de 1980, cuando Anne Meadows y yo empezamos a investigar la historia de Cassidy y Sundance en América del Sur, descubrimos que a pesar de que Phillips afirmó que se había escapado del tiroteo en Bolivia y regresó a los Estados Unidos para casarse en Michigan en mayo 1908, en los hechos el tiroteo había ocurrido en noviembre, después de su matrimonio.

    El calendario es el mejor amigo del investigador. Así también lo son los mapas: Phillips había localizado el rancho argentino de los bandidos en la parte equivocada de la Patagonia, les atribuyó asaltos a trenes que aún no se habían construido en la época en que estaban en América del Sur, y los hizo acampar durante varios días en un pueblo en el norte de Argentina, Gaciayo, que resultó no existir. Gaciayo es una entrada cartográfica falsa, también conocida como un Mountweazel, diseñada para atrapar violadores de derechos de autor, competidores que usurpan mapas. Phillips no había estado más cerca de América del Sur que los atlas consultados con descuido.

    Movió el puntero alrededor del problema de la fecha del matrimonio postulando la idea de que había varios Cassidys, antes de tirar finalmente la toalla, cuando resultó que Phillips era en realidad William T. Wilcox, un delincuente de poca monta que había estado en la cárcel con Cassidy en la década de 1890.




    Los Resurreccionistas de Bandidos evitan la Navaja de Occam. Cuando nos enfrentamos a un hecho inconveniente, despliegan un deus ex machina  -uno tras otro si es necesario- hasta que todas las contradicciones están envueltas en una elaborada red de explicaciones absurdas.

    "Brushy Bill" Roberts apareció con su propio conjunto de contradicciones en Nuevo México en 1950, afirmando ser Billy the Kid. Fue patrocinado por un abogado y quería su absolución, aunque no estaba claro el porqué, ya que sus crímenes tenían siete décadas de antigüedad. El Billy real había sido abatido a tiros en 1881 por el sheriff Pat Garrett.

    Roberts tenía buena labia -antes había afirmado ser Jesse James- y obtuvo unos cuantos partidarios, incluyendo a su ciudad natal, Hico, Texas, que abrió una "Billy the Kid Museum y tienda de regalos." Tuvo mucha prensa a lo largo de los años. Los reporteros gustan de las historias de bandidos resucitados; son divertidas de escribir y los lectores las paladean. En la jerga moderna, son “clickbait”. [1]

    Los historiadores serios de Billy the Kid no dan ningún crédito al cuento de Roberts. La Biblia de la familia Roberts registra a 1879 como su año de nacimiento, por lo que él tenía dos años cuando Billy fue baleado. Él era un chico real, pero no “el chico Billy”.




     Antes de la aparición de Roberts estuvo John Miller, quien murió en Arizona en 1937, más de medio siglo antes de que su resurrección se hiciera pública, alimentada el libro de Helen Airy de 1993, “Qué pudo sucederle a Billy The Kid”. Según Airy, lo que sucedió, ni más ni menos, fue que Miller era el idolatrado chico malo. La evidencia en apoyo de que Miller era Billy incluye comentarios privados que había hecho en tal sentido y el hecho de que tenía dientes de conejo, al igual que Billy. (Al igual que Bugs Bunny, si uno lo piensa.)

     En cualquier caso, el verdadero imán para las resurrecciones de bandidos fue Jesse James. No importa que el bandolero fuera asesinado en su propia casa en 1882, y que su esposa y su madre lo habían enterrado. Media docena de hombres reivindicaron más tarde ser el bandido de Missouri o fueron promovidos como tales por sus descendientes.

    J. Frank Dalton es el más conocido de ese rebaño. Su historia fue transmitida por una estación de radio de Oklahoma a finales de 1940, y al día siguiente, el Lawton Constitution tituló "Jesse James está vivo en Lawton." En la primera aparición pública de Dalton en la ciudad, unas 30.000 personas salieron a curiosear. Luego hizo una breve carrera -falleció en 1951- realizando apariciones personales y de trabajo en circuitos del carnaval, y terminó en las Meramec Caverns en Missouri, compartiendo el escenario en una ocasión con el paródico “Brushy Bill” Roberts como Billy the Kid.

     Décadas después de que la controversia de J. Frank Dalton se había desvanecido, Betty Dorsett Duque se lanzó a anunciar que su bisabuelo, James Lafayette Courtney, era Jesse James, habiendo escapado de la muerte en 1882 cuando otro hombre fue asesinado en su lugar, y que vivió hasta 1943. Duke escribió, como parece ser obligatorio, un libro, “La verdad sobre Jesse James, según lo contado por su bisnieta” (2007). A lo largo de 672 páginas - casi 200 páginas más que la biografía definitiva del forajido Jesse James: “El último rebelde de la Guerra Civil” (2002), por TJ Stiles- ella acribilla al lector con argumentos, entre ellos, que su bisabuelo escondió monedas de oro alrededor de su propiedad, y cada vez que alguien se acercaba a su casa de campo en la noche,  apagaba las luces y se parapetaba tras la puerta principal con una pistola cargada.

    Algunas contradicciones desfavorables de Duke: Jesse James era de estatura media, 5' 7" o algo así, y Courtney medía más de seis pies. Más importante aún: la esposa de Jesse James estaba en la habitación contigua cuando fue asesinado en 1882, y ella lo enterró. Duke ni siquiera podía convencer a su propia familia. Los descendientes de Courtney, con enojo, lanzaron un sitio web donde compiten para refutar sus afirmaciones.

    No parece importar si un delincuente muere de muerte en disputa y anónimo, como en el caso de Butch y Sundance, o a la vista de su familia, como sucedió con Jesse James. Las dudas persisten, y tarde o temprano, aparecen pretendientes. "Hasta cierto punto", escribió el historiador inglés Eric Hobsbawm en “Bandits” (2000), la resurrección de los bandidos:

"…expresa el deseo de que el campeón de la gente no puede ser derrotado, el mismo tipo de deseo que producen los mitos perennes del buen rey -y el buen bandido- que en realidad no ha muerto, y va a volver un día para restaurar la justicia. La negativa a creer en la muerte del ladrón implica un cierto criterio de su "nobleza"... Porque la derrota y muerte del bandido es la derrota de su pueblo, y lo que es peor, de la esperanza. Los hombres pueden y, en general, deben, vivir sin justicia, pero no pueden vivir sin esperanza."

    Tal vez Hobsbawm debería considerarlo. Es igual de probable que los espectros de bandidos surjan de anecdotarios y divertimentos, de las tradiciones folclóricas americanas que nos han dado a Bigfoot y el Jackalope, y de la atracción de larga data de las teorías conspirativas y la genealogía.

     El profesor de la Universidad Estatal de Carolina del Norte Richard W. Slatta examina la tradición narrativa en “El Oeste mítico: una enciclopedia de leyendas, tradiciones y cultura popular” (2001). "El mito es más poderoso, omnipresente y atractivo que la historia", escribe Slatta. De acuerdo con ello, se centra "en la plétora de legendarias, míticas imágenes, acontecimientos, personas y lugares relacionados con el Viejo y el Nuevo Oeste.” Las travesuras son igualmente populares en los Estados Unidos. Muchas leyendas urbanas comienzan como una broma. Una vez lanzada, la broma ondula hacia la leyenda. El hijo de Ray Wallace -el autor original del proponente de Bigfoot-, un trabajador de la construcción el norte de California, declaró a la prensa después de que su padre murió, en 2002, que todo había sido un truco elaborado, que implicaba, entre otras cosas, las enormes patas de madera utilizadas para crear huellas del gigante de los bosques. No obstante, la caza de Bigfoot prosigue sin desmayo.

     Dos de los hermanos de Butch Cassidy lo habrían personificado por puro deporte. Uno de sus doppelgängers, William T. Phillips, se tomó respiro de un matrimonio infeliz en Spokane para visitar los lugares predilectos de los forajidos en Wyoming y ocuparse entretanto de su novia. Ella confió después de su muerte que el burlesque sobre Cassidy era una broma.

     Las teorías de la conspiración a menudo sustentan las historias de resurrección de bandidos. J. Frank Dalton afirmó que él -el verdadero Jesse James- estaba escondido en un establo cerca de su casa, mientras otra persona recibió un disparo en su lugar. “Brushy Bill” Roberts dijo que con la connivencia de Pat Garrett, otro hombre fue asesinado en su reemplazo, permitiendo que él -el verdadero Billy- escapara a México. Las explicaciones acerca de que Butch y Sundance sobrevivieron al tiroteo en Bolivia oscilan desde haber cambiado sus ropas con las de los soldados muertos hasta un rotundo rechazo a creer que los bolivianos podían hacer lo que los americanos no habían logrado: derribar a dos de los forajidos más conocidos del Viejo Oeste. De hecho, la mayoría de los miembros de la Wild Bunch fueron capturados o asesinados por agentes de la ley estadounidenses, y por su parte, soldados bolivianos y perseguidores rurales capturaron a la mayoría de los bandidos que operaban en su país a comienzos de 1900. El bandidaje es una ocupación implacable que ofrece poco margen para el error.

    El fenómeno de la muerte fingida abarca muchas figuras históricas, no sólo a los forajidos. Los ejemplos incluyen Martin Bormann, Adolf Hitler, TE Lawrence, Pancho Villa y Tupac Shakur. "Uno vacila en creer la historia [de Bormann]", escribió Christopher Isherwood, "aunque sólo sea porque se trata de una variante de la leyenda básica de inmortalidad que suele acompañar como una posdata a la aparente muerte de hombres grandes y notorios." En Bariloche, Argentina, un amigo una vez me mostró un mapa del cementerio de la ciudad que indica con precisión dónde fue enterrado Hitler. Me pidió que no lo dijera a nadie. No lo he hecho hasta ahora.




   El interés en la genealogía, impulsado por los sitios web populares como Ancestry.com, también ha jugado un papel importante. James Lafayette Courtney y William Henry Long fueron "descubiertos" en ambos casos por los descendientes hurgando en sus áticos ancestrales. La falta de cualquier evidencia que los vinculara con Jesse James o el Sundance Kid era un inconveniente menor. Un miembro del personal en el Archivo Nacional que recibe muchas consultas genealógicas, me dijo que la gente siempre quiere hallar alguna persona famosa descansando en su árbol genealógico. No importa mucho quién sea, Juana de Arco o Jack el Destripador, con tal de obtener el derecho a presumir.

    Una excursión por el mundo de los avivamientos de forajidos no estaría completa sin mencionar a Robin Hood, el manantial de la mitología del bandido. La idea del buen bandido que roba a los ricos y da a los pobres, que salva a la viuda granjera, y cuya muerte es inaceptable proviene de Robin Hood, escribe Stephen Knight en su “Robin Hood: A Mythic Biography” (2003). "La única película moderna que ha mostrado la muerte del héroe", dice Knight, "Robin y Marian” (1976), es la única que ha perdido dinero en la taquilla."

(Traducción: Carlos Dante Ferrari).


(*) This piece was originally published in English in The Appendix, and can be read here:




(**) DANIEL BUCK es un escritor que vive en Washington, DC. Fue voluntario del Cuerpo de Paz en el Perú y miembro del personal del Cuerpo de Paz en Washington en la década de 1960, y trabajó en la Cámara de Representantes de EE.UU. desde principios del decenio de 1970 a mediados de la década de 1990.
Ha escrito para Américas, South American Explorer, Peruvian Times, True West, y Wild West, en temas tales como Bruce Chatwin en la Patagonia, la fotografía antigua en Bolivia, la controversia sobre el descubrimiento de Machu Picchu, y con Anne Meadows, sobre Butch Cassidy y Sundance Kid en América del Sur. Ambos participaron del IV Simposio sobre Bandoleros Norteamericanos en la Patagonia realizado en Cholila (Chubut) en 2007.






[1] Links incluidos en los sitios web para atraer la atención de los lectores.
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martes, 18 de marzo de 2014

LA NOTA DE HOY




CRONICA DEL LOCUAZ (*)


Por Jorge Castañeda





El locuaz habla hasta por los codos. Cualquier tema es propicio y cualquier ocasión es buena. Cataratas de palabras sin ton ni son: en el clavo, en la herradura; ampliando el tono con las manos en la boca como “Megafón” o gritando al oído. Trivialidades o sandeces, injurias o rumores, disparates o improperios, el locuaz nunca se cansa de hablar.

De sí mismo y de los otros, sobretodo si los otros están ausentes. Habla por metros; botarate de la lengua dilapida el tiempo en gastar saliva hasta que se le seca la boca. Nunca escucha ni piensa. Incluso habla solo. Palabras al viento que entran por un oído y salen por el otro. El locuaz es un necio.

La lengua es su músculo favorito y el que ejercita con mayor perseverancia. Con ella “inflama todo”. Es peligrosa y no sabe ponerle freno. No puede detenerla. Grita, humilla, susurra, zahiere, difama, anatemiza, ausculta podredumbres y sobre todo cansa, cansa…

El locuaz dice: “salid sin duelo palabras corriendo” parafraseando al bueno de Jorge Manrique. Y se olvida que es está haciendo uso de la palabra. Si el tiempo es oro el locuaz está en bancarrota; un rey Midas en el mundo del revés que se empobrece minuto a minuto y empobrece a los demás.

Si acaso tiene contertulios está en su salsa. No se da cuenta cuando disimuladamente  intentan retirarse. Sigue hablando como si nada. Desdeña a Gracián porque para él, lo bueno nunca será breve.

No habla ni ora: perora. Se hace insufrible cuando además de latoso apela al ditirambo más desembozado. Como langosta salta de una idea a otra sin profundizar ninguna ni hacer una pausa o algo que se le parezca. El locuaz no conoce la prudencia y por eso irrita permanentemente. Es un desvergonzado que no sabe decir los silencios.

Verborrágico interrumpe a los demás y sin siquiera ruborizarse controla el monopolio de la conversación que convierte en un monólogo.

Yo prefiero el silencio a la multitud de palabras del timorato. Me alejo de los locuaces, en especial de aquellos precoces que recién te conocen y a los diez minutos ya te cuentan vida y obra. Me molestan mucho y prefiero estar solo.

Porque el locuaz también es inoportuno para cumplir con la general de la ley. Cae en el peor momento y si uno se lo saca de arriba queda después con el complejo de culpa y que Freud nos perdone.

“El que mucho bate la lengua poco piensa” dice el refrán y yo voy dando remate a mi crónica para que no me quepa también el sayo.


(*) De “Crónicas & Crónicas”

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