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viernes, 9 de enero de 2015

EL CUENTO DE HOY




SYLVANUS GROT


Por Carlos Dante Ferrari





       Recuerdo que llegó un día a nuestra granja para pedir trabajo. Era la época de la cosecha y a pesar de su aspecto algo extravagante, mi padre lo contrató enseguida. 

       Como era costumbre en aquellos tiempos, le asignaron un catre en la cuadra de los peones, donde se acomodó sin chistar. Traía como único equipaje una mochila color caqui, con un emblema bordado en hilo rojo.

       Sylvanus era un tipo callado y respondía en forma amable cuando se le hablaba, empleando frases cortas, con un leve acento extranjero. Un día me atreví a preguntarle dónde había nacido y contestó: “en Albuquerque”. Como yo no tenía la menor idea acerca de dónde quedaba ese sitio, la conversación finalizó allí.

        Mestizo, su piel mate contrastaba con unos ojos azules, de mirada serena. Aparentaba tener alrededor de cuarenta años. Otra vez quise saber el origen de su apellido y me dijo que su padre era francés. Eso fue todo.

        Como si honrara aquel nombre tan singular, Sylvanus vivía silbando entre dientes. Era una melodía triste, fácil de memorizar; tanto que hoy mismo puedo reproducirla, a pesar de que han transcurrido más de cuarenta años desde que la escuché por última vez.

       Los cosechadores trabajaban desde el amanecer. Hacían una pausa para el almuerzo, descansaban poco más de una hora y después retomaban la tarea hasta la caída del sol. Me gustaba ir a la cuadra con la excusa de ayudarlos. Matizaban sus conversaciones con bromas toscas e ingenuas que provocaban mucho jolgorio. Sylvanus escuchaba y reía a la par de los demás, pero no era de hacer chistes.

        El primer domingo de franco, a diferencia de los demás, que fueron hasta el pueblo a pasear o a emborracharse, Sylvanus se quedó en la cuadra. Cerca del mediodía lo vi aproximarse a la casa y merodear por el jardín. Allí anduvo largo rato observando las plantas. En cierto momento se arrodilló al pie de los rosales y los miró con expresión crítica. Mi madre advirtió su actitud a través de la ventana y sintió curiosidad. Salió a la galería, un tanto indecisa; finalmente caminó hacia el jardín, donde el hombre continuaba su inspección.

        —Buen día. ¿Le gustan las rosas? Son mis preferidas —dijo ella.

        —Buen día, patrona. Sí, son muy lindas. Pero las plantas se le están yendo en vicio. Parece que este invierno van a necesitar una buena poda.

        —Es cierto. Hace tiempo que no tenemos a nadie que se encargue del jardín. ¿Usted es del oficio?

        Sylvanus asintió con la cabeza, sin mirarla.

        —Bueno, le voy a decir a mi marido. Gracias —agregó mi madre con tono amable, y se volvió hacia la casa.

        Él examinó el pequeño huerto durante unos minutos más, se agachó para acomodar las piedras de uno de los canteros y después regresó a la cuadra, silbando entre dientes su acostumbrada melodía.

       Mi padre estuvo de acuerdo en contratarlo como una tarea extra para los fines de semana. Sylvanus asumió el rol con todo entusiasmo. Pronto el jardín lució como nunca antes. Dio vuelta la tierra, desenterró y reubicó las plantas para distribuirlas de una manera más adecuada y armó varios canteros, bordeándolos con piedras del lugar.

      Encantada por los resultados, mamá le pidió a mi padre que trajera una variedad de semillas en su próximo viaje al pueblo.

      —No es época para sembrar nada, Isabel: ya estamos a comienzos del otoño —objetó él.

      —No importa. Será bueno tenerlas ya compradas para la primavera.

     Aquella respuesta parecía llevar implícita la idea de que Sylvanus estaba contratado de manera fija. Mi padre no dijo nada.

      Días más tarde, al volver del pueblo, papá dejó sobre la mesa de la cocina una caja llena de sobres etiquetados con flores de diversas clases. Mi madre le sonrió, agradecida. Esa misma tarde, cuando los cosechadores regresaron de sus tareas, ella me envió a la cuadra para llamar al jardinero.

     Recuerdo que mientras caminábamos juntos hacia la casa, no pude resistir la tentación y le conté a Sylvanus que mi padre había traído semillas. Él no contestó. Se limitó a devolverme la mirada, silbando, y pude ver en su rostro el asomo de una sonrisa.

      Mamá lo esperaba con alegría. Lo hizo pasar a la cocina y lo invitó a sentarse a la mesa, donde reposaba la caja de cartón. Él ingresó quitándose la gorra y accedió a inspeccionar los sobres de semillas. Los miraba sin decir palabra, con expresión concentrada. Mi madre lo dejaba hacer, aunque se la veía impaciente por conocer su opinión. Para nuestra sorpresa, de pronto Sylvanus se largó a hablar como nunca antes lo había hecho. Hizo comentarios sobre las distintas plantas, sus características, la conveniencia de ubicarlas en espacios soleados o resguardados, agrupándolas según su mayor o menor necesidad de riego y muchos otros detalles que ya no recuerdo. Ella lo escuchaba, embelesada, seguramente imaginando su futuro jardín, grande y embellecido con todas aquellas especies en flor.

      En ese momento llegó mi padre. Volvía de visitar una granja vecina donde ofrecían en venta un lote de animales en los que estaba interesado. Mamá lo vio entrar y exclamó:

      —¡Ignacio, no te imaginás cuánto sabe Sylvanus de plantas! ¡Nos estuvo explicando un montón de cosas!

      Para entonces nuestro visitante se había puesto de pie y mantenía la vista baja, ante la expresión adusta de su patrón.

      —Bien, Grot. Puede retirarse, gracias —fue la única respuesta.

      Sylvanus musitó alguna palabra —no sé si de agradecimiento o disculpa— y se retiró en forma presurosa. Papá caminó hacia el dormitorio a cambiarse sin agregar ningún comentario. Mi madre y yo quedamos perplejos. Por último ella tomó la caja con semillas y fue a guardarla a la despensa.



      Esa misma semana finalizó la temporada de cosecha. Del galpón atiborrado de bolsas emergía una agradable mezcla de olores a cebollas y a papas. Mi padre y el capataz habían instalado una mesa en la entrada de la cuadra y estuvieron casi todo el día liquidando la paga final a los peones. También Sylvanus recibió su salario. Me sorprendió verlo cambiado, con una camisa nueva y un pañuelo al cuello. Se había mojado el pelo para peinarlo hacia atrás.

      En la explanada del patio estaba estacionado el camión que transportaría a los peones. Los que ya habían cobrado iban acarreando sus efectos para colocarlos en la caja, donde se acomodarían para el viaje de casi 50 kilómetros que separaba la estancia del pueblo.

      De repente advertí que Sylvanus también sería de la partida. Lo vi caminar hacia el camión con su mochila al hombro. Al llegar la colocó sobre la caja y, tomándose de la barandilla, subió con un ágil salto.

     Dudé si correr hasta él o ir a avisarle a mi madre. Opté por lo último, quizás creyendo que ella podía hacer algo para evitarlo. Corrí hasta la casa, entré a la cocina y grité:

      —¡Mamá, Sylvanus se va!

      Ella estaba sentada zurciendo unas medias. Me miró y no dijo nada.

      Aquella primavera tuvimos una gran variedad de flores. Las sembró mamá. Fue el jardín más bello y melancólico que recuerdo haber visto en mi vida.

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lunes, 5 de enero de 2015

EL POEMA DE HOY



RESONANCIAS


Por Carmen Nora Gutiérrez de Castellano (*)





Futalaufquen, resuena en mis oídos
la voz inmemorial de aquella raza,
la dueña de tus aguas y que hoy pasa
sumergida en el lago del olvido.

¿Es tu silencio un grito que se clava
como una lanza en descubierto pecho,
o es lamento de un pasado en acecho
que en tus aguas se purifica y lava?

Futalaufquen, me entrego a tu silencio
y a la voz mágica de tus ancestros,
soy una piedra más, tal vez el eco

de la roca y el árbol que te abraza,
soy sangre y sentimiento de la raza
que pronunció tu nombre en canto y rezo.




(*) Escritora de Puerto Madryn, donde vivió 27 años; radicada en Buenos Aires. De larga trayectoria en la docencia secundaria y terciaria, en actividades culturales y de promoción de la lectura y escritura en la provincia del Chubut. Actualmente coordina el Taller de Lectura y Escritura "Buen Ayre del Sur", en el Museo Roca de la CABA. Obtuvo varios premios literarios en Chubut (Certámenes Literarios Provinciales 1982; 1984; Escritores Inéditos -1987. Cuadernillo Ministerio Educación de la Nación 2006). Publicó el libro "Entre Escalones y Zapatos"; Chiviricocó (Lit. Infantil). El poema “Resonancias” obtuvo un premio del Certamen Literario Provincial - Chubut-1984.



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martes, 30 de diciembre de 2014

LA NOTA DE HOY

RESEÑAS






“IMITACIÓN DE LA FÁBULA”  (*)

De Antonio Dal Masetto





        Uno de los rasgos distintivos de esta encantadora novela es el recurso a la representación alegórica y a la prosa poética. Vito es el hombre maduro que reflexiona acerca de su lugar actual en el mundo, cuando la propia historia personal empieza a desdibujarse en los laberintos insondables de una memoria que parece flaquear. La ciudad y las prietas paredes del departamento se han vuelto estrechas, asfixiantes. Siente que “el espejo estalla”: es la antesala de un peregrinaje destinado a combatir esa angustia repentina. En un arresto juvenil, el protagonista añora la posibilidad de tener “su propia roca”, que parece “remota e invisible”. Solo puede salvarlo su imaginación. Entonces, ¿por qué no salir a buscarla?

       De tal manera, la travesía por el bosque patagónico y el propósito de trepar hasta la cumbre del cerro se convierten en fecundas metáforas de la existencia humana.

      Internarse en la floresta –símbolo enmarañado de los misterios, las encrucijadas, los miedos infantiles– plantea retos permanentes: allí es muy fácil perder el rumbo, y la tarea de reencontrarlo, azarosa. El camino está sembrado de situaciones sorpresivas, a veces desconcertantes. Cada una de ellas implica una prueba a superar. Ante estas disyuntivas, la madurez recurrirá a la prudencia; la juventud, en cambio, encarnada en una niña precozmente endurecida por las circunstancias, actuará a fuerza de impulsos intuitivos y toques de rebeldía. Al unir sus senderos, la experiencia y la vitalidad conjugan una combinación eficaz para ir venciendo todos los obstáculos.

      Con el correr de las horas, el regreso al bosque del pasado se va perfilando como una experiencia sanadora. La memoria –aquella que en las primeras páginas anunciaba estar en retirada– ahora es el hilo de Ariadna que alumbra el camino del viajero y, al evocar los nombres sonoros de la flora austral (“coihue, lenga, maitén, ñire, radal, canelo, mutisia, amancay, notro, pehuén, taique, raulí”), recobra toda su fuerza. Esa misma memoria sabrá orientar los pasos de Vito hasta el anhelado refugio de la cumbre, donde aún lo aguarda un desafío inesperado.

      Un tono de indisimulada nostalgia recorre estas páginas. Detrás del fascinante discurso del narrador, el autor no tiene reparos en traslucir su propia voz.  No olvidemos que Dal Masetto transitó una etapa de su vida en Bariloche. Quizás por eso esta obra sea la que en mayor medida nos revela la interioridad del escritor, las marcas de un éxodo iniciado en Italia, en plena infancia; ese periplo que, en el plano espiritual, parecería insinuarse como un viaje inconcluso.

      Y como toda fábula encierra una moraleja, hay aquí una invitación a meditar en “los compromisos no asumidos, tantos compromisos dejados atrás”, dejándonos una saludable enseñanza: nunca es tarde para afrontar las nuevas responsabilidades que el destino nos plantea.


C.D.F.


(*) Novela – 139 páginas – 1era. Edición -  ISBN 978-950-07-4971-8 – Ed. Sudamericana, Bs. As., 2014.



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domingo, 28 de diciembre de 2014

EL POEMA DE HOY



DILUVIO

Por Gonzalo Salesky (*)



Una botella al mar, una plegaria…
es triste ver en qué me he convertido.
La sombra en los espejos, la espina en el ojal,
aquello que se lleva siempre dentro.

Un lápiz invisible o la tormenta
que encuentra su razón en el ocaso.
Allí, en la incertidumbre, te esperaré despierto,
sabiendo que me ignoras todavía.

Mi vida sin promesas se escapa
del lugar que ocupó desde hace tiempo.
Mi espíritu se queda sin aliento,
las ganas de volar pudieron más.

Hoy la distancia entierra hasta mi nombre
y al regresar parezco, más que nunca,
ese diluvio anunciado desde siempre,
aquella página que alguna vez fue tuya.




(*) Escritor nacido en 1978 en la ciudad de Córdoba. Estudió profesorado de matemática y trabaja como docente. Escribe poesía, teatro y narrativa. Publicó tres libros, titulados “2011” (poemas y cuentos, 2009), “Presagio de luz” (poemas, 2010) y “Ataraxia” (poemas y cuentos, 2011). Obtuvo distinciones en certámenes literarios de España, México, Venezuela, Argentina, Colombia, Estados Unidos y Australia. Su blog: http://gonzalosalesky.blogspot.com.ar. El poema “Diluvio” pertenece a su libro “Ataraxia”.

Además de la significativa calidad literaria de su extensa obra, por la que recibió numerosos reconocimientos; Gonzalo Salesky es presentado en Literasur por su particular relación con la Literatura regional: es hijo del escritor Aurelio Salesky Ulibarri; una de las principales figuras de las letras patagónicas.


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miércoles, 24 de diciembre de 2014

EL CUENTO DE HOY




ÉRAMOS FELICES

Por Pascual Marrazzo (*)




      Yo había estado jugando en la casa del Ernesto y luego junto con él, en lo del Tito. En las dos casas había preparativos para las fiestas, arbolito de Navidad, regalos y mucha comida, no entraba todo en las heladeras.

      Por eso que cuando llegué a mi casa la encontré rara, mi mamá todavía no había llegado de trabajar, como era Noche Buena iba a llegar tarde y yo tenía que retirar a la Teresa, mi hermana en lo de doña Tomasa, que como era la noche del niño Jesús, no la podía cuidar hasta tan tarde.

      Me pareció triste mi casa y no era que no tenía papá, sino que no tenía colores. Hasta el hule de la mesa estaba desteñido y no se le notaba el cuadrillée.
      Cuando fui a buscar a mi hermanita junté todas las flores que pude robar de los jardines, de esas que sobresalen para las veredas. Al volver las metí en una vieja botella de leche que hacía de florero. Ahora la casa tenía más color.

      La Teresa se había quedado dormida, así que aproveché para darle una mirada a nuestra heladera. Estaba la jarra de agua y en la puerta había tres huevos, “uno para cada uno” –me dije– y puse el agua a calentar en un tarro de duraznos, después los huevos, diez minutos y apagar. Mi mamá me lo había enseñado todo.

      Cuando ella llegó, yo ya los tenía pelados y había puesto la mesa. Tendrían que ver ustedes como se puso cuando vio las flores. Traía una bolsa de pan, un poco húmedo porque siempre le daban el del día anterior, pero esta vez era mucho y venía con una sorpresa, eran dos botellas de “naranjín”. Mi mamá peló unos dientes de ajo y los puso en un sartén con aceite, cortó el pan en rebanadas y lo comenzó a freír, después lo puso en una fuente y le rayó los huevos que había cocinado yo.

      Qué rico que comimos esa Noche Buena, y con “naranjín”...




(*) Escritor de Cipolletti.


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