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sábado, 11 de julio de 2015

LA NOTA DE HOY



-COMENTARIO DE UN LIBRO RECIENTEMENTE APARECIDO-
“VERSIONES”, DE CARLOS MIGUEL FANCHOVICH (*)




La Feria Internacional del Libro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires permite difundir a los autores del interior del país; quiénes poco pueden hacer para irrumpir en los circuitos comerciales de nivel nacional en forma habitual. Esto es válido para los escritores patagónicos, cuyos trabajos tienen al menos una oportunidad anual para ser exhibidos en un espacio que durante el resto del tiempo ocupan los títulos elegidos por las editoriales convencionales. Es así que cuando el lector curioso y exigente se acerca a conocer las novedades que las provincias ofrecen, encuentra muchas veces obras de una calidad artística destacable. Tal es lo que sucede con “Versiones”, libro de cuentos de Carlos Miguel Fanchovich; que fuera presentada durante la Feria en el Día de Tierra del Fuego.

El volumen fue publicado por la Editora Cultural de esa provincia, como parte de las creaciones de los literatos locales seleccionados en su convocatoria. No es la primera incursión en las letras de Fanchovich, quien ya había publicado las piezas teatrales “Fuera de Juego” y “Dos”; ambas puestas en escena en Buenos Aires.

Se reúnen en el tomo siete cuentos; cuya temática y estilo los agrupa, en forma natural, en dos partes. La primera junta seis narraciones de temas varios, que van desde el cine (en “Púdrete, Bogart”) al universo onírico (“Hogares”); desde el deporte (“Caprichos de La Caprichosa”) a la historia y la Literatura (“En el nombre de la historia”); desde el terror sobrenatural (“Desalojo”) hasta el espanto propio de la condición humana (“Botija”).

En cada uno de esos relatos iniciales, se descubre la figura de un protagonista sobre el que gira la trama; actor principal cuya estructura psicológica al autor logra describir con trazos simples y firmes. Un intelectual con principios, que lo enfrentan a una sociedad acomodaticia; un individuo que se despierta convertido no en un insecto como el personaje de Kafka, sino en Humphrey Bogart; un asesino reflexivo pero despiadado; un soñador que inventa sus propios sueños; una persona normal y corriente, que se introduce de manera súbita en una dimensión tenebrosa; y un futbolista que se siente, por un instante, el centro del cosmos. Este abigarrado conjunto de seres mora en los mundos que creó Fanchovich, sufriendo los escenarios de pesadilla cuyo final no es feliz.

La segunda parte del tomo, con el título de “Magallanes & Magalahes. Guerrerías”, junta una serie de relatos en torno a la figura del (cuasi) circunnavegante Hernando de Magallanes; escritos con sutileza y orfebrería literaria. En un estilo antiguo, casi renacentista, con algunos pasajes de prosa moderna, se desarrollan cuatro episodios, “Pájaros del agua”, “El marinero Francisco Rodríguez”, “Capitán General” y “Mactán”; que narran una serie de hechos relacionados con distintos momentos de la vida (y la muerte) de Magallanes. Tienen dos características: son expuestos desde el punto de vista de diversos personajes y no son lineales; ya que se altera adrede el orden cronológico de los acontecimientos descriptos.

Un par de párrafos, permitirán valorar la talla del texto. Este es el pasaje inicial:

“Son dieciocho espectros descalzos. Dieciocho cuerpos, enfermos los más, en mangas de camisa; raídas aquellas camisas, percudido el lino antes inmaculado. Dieciocho sombras oscilando contra las piedras de los muros y las calles de Sevilla, dieciocho sombras proyectadas por los fulgores de cada una de las dieciocho velas que portan los deambulantes”.

Y este el final:

“Por un instante, Magallanes, que ha vuelto a ser Magalhaes, siente un fuego que se le mete dentro y que arde en un relámpago. Pronto, el fuego se aquieta, como se aquieta el tiempo. Al fuego y al tiempo los van apagando unos gusanos de frío que se propagan por todo el cuerpo, hasta enquistarse en las entrañas. El hombre ya no siente, no siente nada.”

Seguramente, quienes lean “Versiones” podrán encontrar más significados e interpretaciones que las enunciadas en este breve comentario. Porque es un libro con un contenido hondo y variado; que entretendrá a los lectores y los hará pensar. Y también les permitirá conocer, un poco más, en que anda la Literatura fueguina por estos días.

J.E.L.V.




(*) “Versiones” - Fanchovich, Carlos Miguel. Editora Cultural Tierra del Fuego, Ushuaia, 2014.
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viernes, 3 de julio de 2015

EL CUENTO DE HOY




Retrato de familia

por Olga Starzak




Mientras imaginaba la escena del cuadro familiar que estaba a punto de retratar, recordé la pregunta de mi mujer apenas le presenté a Victoria. Quería saber por qué ella y yo casi no nos hablábamos. No tenemos nada para decirnos, le dije. La sorprendió mi respuesta. Cómo me vas a decir eso, ¡es tu hermana! Sí, pero nos conocemos muy poco.

Nuestros padres habían vivido en su estancia en la provincia de Río Negro desde que se casaron. Cuando tuvimos edad para iniciar la escuela se vieron obligados a separarnos del núcleo familiar. Nos esperaba el mejor nivel educativo: a mí me llevaron a Buenos Aires y me alojaron en un colegio privado -de carácter religioso, sólo para varones- en el centro mismo de la Capital Federal. Dos años más tarde, atendiendo a las súplicas de Victoria que no aceptaba alejarse tanto de ellos, la inscribieron en una escuela de monjas, en Neuquén.
Veía a mi hermana dos o tres veces al año. Al principio la distancia no había sido un obstáculo; éramos aún chicos y en cada reencuentro reiniciábamos los juegos infantiles, pero a medida que los años pasaron nuestras vidas comenzaron a transitar caminos paralelos y  el vínculo se fue debilitando.
Al ingresar a la secundaria me había convertido en un chico extrovertido y adaptado a la vida porteña. Victoria, en cambio, no dejaba de sufrir la lejanía. Era muy jovencita pero ya parecía tener en claro que sus estudios universitarios  se encaminarían a la  vida en el campo.

En las vacaciones de invierno o verano, cuando nos reuníamos en casa,  me aburría enormemente. Ella pasaba largas horas en el establo con sus caballos, montando su yegua y saliendo a recorrer la tierra  siempre añorada.
Nos sorprendió la adolescencia. Un día nos descubrimos grandes y desconocidos. Nuestros padres aceptaban esta realidad con resignación; de alguna manera sus hijos estaban pagando el costo de una vida sin privaciones, y aunque siempre intuí cuánto les dolía, nunca hablaban del tema.

El verano de 1990 Victoria cumplió dieciséis años. Su cuerpo había tomado formas de mujer, se habían afinado sus rasgos delatando el encanto de los años juveniles; el mismo que ahora luce Atina.
Cuando en la siguiente Semana Santa volvió a casa, estaba embarazada de tres meses.
Mi madre me envió una carta contándome la noticia que tanto la preocupaba. Pese a todos los intentos por conocer quién era el padre del bebé, Victoria se negó a revelarlo, y ese año interrumpió sus estudios para tener a su hija.
En el verano, cuando nos encontramos,  Atina había nacido.

Los pocos vecinos que vieron crecer el vientre de Victoria, sabían de su maternidad;  para todos los demás fue la hija de la madurez de mi madre, quien no se preocupaba en aclarar lo contrario. La chiquita, aún sabiendo la verdad, siempre la llamó “mamá”.

El día que me recibí de profesor de bellas artes se notaba la desilusión en el rostro de mi padre. Él hubiese querido que sea administrador de empresas para que me hiciera cargo de sus cuentas bancarias, de sus inversiones y actividades financieras. Al momento de la entrega del título estaban todos allí,  sentados en la segunda fila del salón de la universidad. Cuando recibí el diploma y bajé las escalinatas en busca del abrazo de los míos, Victoria se adelantó; llevaba a Atina de la mano. Besé a mi hermana y sentí la  necesidad de expresarle cuánto la quería. Acaricié la cabeza de la niña que observaba la escena sin comprender demasiado. Se acercó mi madre y detrás mi padre. Estamos orgullosos de vos, dijo él. Sentí una intensa punzada en el centro mismo del estómago e hice esfuerzos para no vomitar.

Nos reunimos otra vez en la graduación de Victoria. Fui con mi futura esposa que mostraba con orgullo su  embarazo. Mi hermana se había convertido en la ingeniera agrónoma de sus sueños,  y dedicó su título al hombre que poco después sería el esposo. Se radicó en el campo, construyó su hogar cercano al de nuestros padres y así recuperó, en parte,  a Atina. Creo que a la niña no le costó entender que había sido fruto de un amor desavenido.

Cuando nació mi primer hijo sentí que la paternidad era un don preciado. A menudo pensaba en Atina; en esa niña a la que se la había protegido vedándole el derecho de conocer su identidad. Admiraba la valentía de mi hermana, su nobleza. No era más que su propia culpa  y un amor incondicional.

Yo pasaba largas horas en el atelier. Mis pinturas habían tenido –vaya a saber si por talento o por cuestiones del destino- buena acogida en la aristocracia porteña. Los hoteles de renombre estaban decorados con mis cuadros. Exponía en las más importantes galerías del país. Pero había un cuadro que aún no me había animado a pintar. Era aquel cuadro familiar, el que ahora estaba a punto de comenzar.

Nos hallábamos todos en la finca, un nuevo año se avecinaba. Por primera vez en mucho tiempo, a pedido de mi esposa y pensando en los niños y los pocos momentos para compartir a pleno con sus abuelos, acepté las vacaciones allí.
Los días previos a la Nochebuena transcurrieron en un clima ameno. Mi mujer y Victoria se sentaban a menudo en el parque y mantenían extensas conversaciones, los chicos disfrutaban de los mimos de los adultos. El marido de Victoria reproducía la conducta que siempre asumía a nuestra llegada; casi como si le invadiéramos su propiedad, su mundo. O tal vez por otras razones se aislaba en su cuarto y sólo participaba de las reuniones  a la hora del almuerzo y la cena.
Atina desplegaba dotes de madrecita para los más pequeños; todos ellos la llamaban tía. Fue a raíz de ese detalle, en la cena de la víspera del Año Nuevo,  cuando se suscitó la conversación más desgraciada que jamás imaginé. Se originó por un hecho violento que,  traducido en palabras, comenzó más o menos así: Adolfo, el esposo de Victoria, le preguntó a mi hijo  por qué llamaba tía a Atina. Ante la mirada perpleja de todos los adultos y la del niño mismo, continuó diciéndole que ya tenía edad suficiente para saber que Atina era hija de Victoria. ¡Entonces es mi prima!, aseguró el pequeño; ¿Cómo no lo sabía? Le respondió que no lo sabía simplemente porque nadie se lo había contado.
 Los demás niños, quizás debido a la edad,  no comprendían muy bien lo que estaba sucediendo. Victoria le pidió a Adolfo que no continuara, que el chico era aún pequeño para entender aquello. No, no creo que lo sea, continuó, y le preguntó a Atina qué opinaba. La jovencita sonrió y le dijo que carecía de importancia; después de todo soy una chica atípica,  tengo dos madres,  agregó con la libertad y espontaneidad con la que suelen asumir estas cosas quienes han vivido en medio del afecto. Mi hijo insistió: ¿quién es entonces el padre de Atina?, ¿por qué no está acá? Victoria se apresuró a contestar: no está acá porque murió. ¿Vos lo conociste?, le preguntó a Atina. La muchacha no contestó e inmediatamente mi mujer le pidió al niño, con energía,  que se callara  la boca.
 Mis padres pidieron un brindis por estar todos juntos.

Después de la medianoche me encerré en el cuarto. Esbocé los contornos en lápiz negro y esperé que en mi mente las imágenes tomaran forma. Fueron  días de intenso trabajo.
En el centro del lienzo, mis padres. Mamá con sus labios  pintados de rojo, como lo hacía sólo para las ocasiones especiales, con un vestido debajo de las rodillas y sin mangas; un collar de perlas  en el cuello y el cabello recogido. Papá con los bigotes recortados con prolijidad, las entradas en las sienes bien delineadas por el fijador que había usado para acomodar su peinado, de traje y corbata; un clavel rojo en la solapa del cuello. A los lados de mis padres,  Victoria y yo. Mi hermana lucía su cabello con rulos, sin haberse ocupado de arreglarlos, consciente de que con su caer espontáneo le daban ese toque campestre del que ella no podía deshacerse;  un pantalón adherido a las piernas dejaba entrever la armonía de aquellos músculos trabajados sobre el caballo. Su brazo se estiraba reposando la mano sobre el hombro de Atina que,  sentada en medio de sus abuelos, sonreía. Los mismos ojos que Victoria, el mismo tono opalino que el de mi piel. El cabello rizado de ambos y la sonrisa que ninguno de los dos tenía. La mirada vivaz, la fuerza de la energía irradiando a través de ella; una pollera acampanada le tapaba las piernas hasta los tobillos;  una blusa de brodery, con múltiples botones mostraban sus pechos ya crecidos, la tersura del escote, la finísima cintura.
 Era idéntica a su madre.
A mi derecha, mi esposa, sobria; y sentados a sus pies, nuestros dos hijos. A la izquierda de Victoria, su marido. El ceño fruncido. En sus brazos, la niña de ambos.
El mío era un rostro entregado a la paz. La paz que irrumpe cuando se mata la culpa.
Con los últimos trazos de la pintura aún fresca, escribí la dedicatoria.
Y salí a caminar sin rumbo.

A cada paso mis pies se hunden en la tierra  del Valle Salado. Subo y bajo los montículos rojizos de esa greda, testimonio de mi historia. La cabeza siempre gacha y la mirada atenta. A menudo detengo el andar. Vuelvo los pasos por los lugares que ya he transitado, una y otra vez. Es uno de esos días en que las piedras destellan convirtiéndose en espejos de los rayos del sol. Me saco la remera, la anudó en cuatro puntas como cuando joven, y me cubro la cabeza. Ahora el calor lastima mi espalda. Descanso primero en una de las colinas, bebo de la cantimplora, seco con la mano el sudor de la frente y evoco el pasado.
 Con esfuerzo me levanto y reinicio la marcha, desandando el camino. Trazo el mismo sendero hasta encontrar  el preciso lugar   que entonces fuera testigo de aquella locura. 
Llega la noche.  Acomodo mi cuerpo en el borde de un alto cañadón, y me dejo caer hacia  el sueño eterno.


Hace unas horas me animé a entrar al atelier que mi hermano armó aquí, en esta casa tan querida. A no ser por la dedicatoria, no hubiese quemado jamás el lienzo donde produjo su obra maestra. Porque es en realidad la prueba de su talento y a la vez de su inquebrantable pasión artística. Primero pensé en borronear esas palabras escritas a fuego en el borde inferior  de su obra.
Me abruman los recuerdos. Era una tarde tibia de diciembre; no hacía una semana que habíamos arribado a la casa desde nuestros lugares de estudio. Esa noche, a diferencia de tantas otras, nos quedamos hasta la madrugada conversando en ese living que utilizó para retratarnos. Varias veces nos miramos a los ojos,  y los desviamos. Nos contamos  proyectos. En algún momento tomó mi mano; me avergonzó sentirla temblar. Habló, con pasión, de su deseo de ingresar cuanto antes a la facultad. Quería ser artista, quería adornar la ciudad con esculturas,  dejar su nombre  en la historia del arte. Yo le sonreía, no quería otra cosa que saber de arbustos y tierras fértiles, de frutos cosechados por mis manos, esas mismas manos con sed por acariciar la tierra y verla prosperar. Nos reímos ambos; hasta comentamos que algo en la genética estaba equivocado, que nuestras vocaciones se habían trastocado. Cuando nos fuimos a acostar no logré cerrar los ojos. La luz prendida de su cuarto me indicó que él tampoco.
Nos encontramos a las seis de la mañana en la galería. Mamá se nos acercó y nos expresó su alegría por tenernos en casa. Al unísono le dijimos que también estábamos felices. Creo que a los dos nos sorprendió esa respuesta.
Le pregunté si estaba seguro de que quería montar, tenía que estar preparado para hacerlo durante horas porque el Valle Salado estaba a más de cien kilómetros, casi cerca de la ciudad de General Roca. La noche anterior habíamos conversado sobre salir a pasear por los alrededores, y me dijo que le gustaría volver a aquel lugar que no visitaba desde niño. Yo lo había hecho a menudo en las últimas vacaciones. Armamos la mochila de camping, le presté ropa adecuada y salimos. Confesó que le gustaba montar y que a pesar del tiempo que no lo intentaba podía hacerlo sin pasar vergüenza.

Llegamos al mediodía; tiramos una manta en el medio del valle y después de descansar, de cara al sol, deslumbrados por el paisaje que teníamos sólo para nosotros, comimos algo de lo que llevábamos y tomamos algunas cervezas que conservábamos frescas en el refrigerador portátil. No sé cómo empezó. Recuerdo haber sentido el roce de su muslo contra el mío.
 Después nos mantuvimos muy cerca uno del otro, sin siquiera mirarnos. Todavía se sentía el ritmo de nuestros corazones  y el ardor de las pieles negándose a cesar.
Nos prometimos olvidar.
Después Atina.
El pacto de silencio.
El acuerdo eterno, hasta hoy.

Hasta hoy..., cuando la culpa lo traicionó y escribió en esa tela que ya terminó de arder: “a Atina, tu padre”. 
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lunes, 29 de junio de 2015

EL POEMA DE HOY




Ágora inmensa

Por Clara Vouillat 



Ágora inmensa,
lo horizontal dispone
 sus estratos
cielo sobre cielo
y allí abajo
la tierra quebrantada
por milenios de vientos
cañadones resecos
que exhiben impiadosos
las vísceras abiertas
de antiguas geologías
cuencas donde se abisman
soles de estrellas
apagadas.


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miércoles, 24 de junio de 2015

LA NOTA DE HOY



ELIAS CHUCAIR, UN POETA DE UMBRAL ADENTRO

Por Jorge Castañeda (*)



Walt Withman, el gran poeta de Long Island y autor de “Las hojas de hierba” supo decir que “quien toca este libro toca a un hombre”. Yo diría quien toca un libro de Elías Chucair, poeta y escritor de Ingeniero Jacobacci, no solo estará tocando a un hombre sino a toda una región, con su paisaje, sus bellezas, sus pobladores, su zona rural, sus vientos, sus lejanías, su olvido, sus personajes, sus leyendas y sus mitos.


Palabras, palabras, palabras, al decir de Hamlet, príncipe de Dinamarca, dando forma y expresión a un lugar en el mundo –su lugar en el mundo: su pueblo, la Región Sur, la Patagonia.

Esa región que “Patagonia se llama y que trae de tiempos lejanos una rica historia larga” y que fuera el imán para atraer aventureros de toda ralea y condición que se afincaron en ella, como también a los inmigrantes venidos de aquellos países del Oriente: libaneses como los padres de Elías, por ejemplo.

Elías Chucair va pintando con mano firme y pluma amena las vivencias y anécdotas de quienes pasaron por estas regiones y dejaron en ellas familias y afectos. En síntesis como el título de uno de sus libros lo dice: “Dejaron improntas”.

Parafraseando al bueno de Baldomero Fernández Moreno podemos afirmar de Elías que “todo lo que tuvo que ser lo ha sido”: padre de familia, periodista, comerciante, político, escritor, historiador, amigo.

Cuando nos encontramos solemos intimar en los menesteres que más nos agradan: las letras y los libros, los poemas y los relatos. Y yo lo escucho recitar con verdadera pasión a los clásicos y a los actuales, porque si algo sabe este poeta con estampa de patriarca es enseñar hablando, así nomás, hablando.

Tengo en el anaquel preferido de mi biblioteca –el de los libros dedicados por sus autores que ya sobrepasan los seiscientos ejemplares- todos los publicados por Elías Chucair, ramillete que supera los treinta y cinco títulos, entre los de poesía, cuentos, relatos, novelas e historias.

En alguno de ellos dice: “Para mi estimado amigo Jorge, con el viejo afecto y los mejores deseos”. Elías – Marzo de 2015.

El primer libro que cayó en mis manos para deslumbrarme y abrirme los ojos al paisaje y al corazón de la gente de nuestra zona fue “Bajo cielo sur”. Y entonces supe entender que no hay grandes o pequeños libros, ni grandes ni pequeños escritores. Supe que cada uno tiene su propio tono, su propia voz y la de mi amigo Elías Chucair es la voz de toda una región que todavía duerme a la intemperie de una sociedad cada vez más injusta a pesar de esa tan mentada “modernidad” que se lleva todo sin dejar dividendos.

Si se toca algún libro de Elías se escuchará como música de fondo el soplo arisco del viento patagónico, se sentirá el gusto a michay en la boca, se andará en las tropas de carros como antes, se bajará para tributar al “Maruchito”, se escucharán los tiros de la bandolera inglesa, se investigarán las matanzas de Lagunitas, se develará el misterio del “Collar del chenque”, se dejarán improntas, se pasará de umbral adentro entre tiempo y distancia, Sur adentro, con grillos y silencios.

Tengo en mis manos su último libro: “Testimonios de antaño” un placentero viaje al pasado que cuenta historias del pago chico. La época de oro de los ferrocarriles, de pionero como el Ingeniero Jacobacci, del destino de sus libros, y de sus amigos de otro tiempo.

Elías Chucair es el viejo maestro abriendo generosamente las puertas de su corazón para todos los que amamos las letras.

Por eso yo levanto como Maese Gonzalo de Berceo mi copa de Bon vino y bebo a tu saludo, hermano Elías, ¡Que Dios te siga dando larga vida!!




(*) Escritor de Valcheta. Esta artículo fue publicado por Digital 23, “el diario de la línea sur” (http://www.digital23.com.ar)



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domingo, 21 de junio de 2015

EL POEMA DE HOY




LA TIERRA DE COMODORO

Por Mario Cabezas






Tu marga arcillosa sedienta de vida
acuna esperanzas de seres eternos
reserva el petróleo de generaciones
y el viento te marca senderos modernos.

Tu greda sureña, mi azul Comodoro,
se viste verdosa del buen duraznillo,
y mece a su fiel yuyo moro,
sisea de viento mi austral pasto ovillo.

Estratos plateados recorren tu pueblo,
remecen tus calles vaivenes urbanos,
en tanto sedienta reclama una rosa
su amor germinal de radiantes veranos.

Tu tierra terciaria es fruto de amores,
es fragua de arcilla que templa pasiones,
es noble cubierta de la Patagonia,
es base de gente curtida de dones.




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