Retrato de familia
por Olga Starzak
Mientras
imaginaba la escena del cuadro familiar que estaba a punto de retratar, recordé
la pregunta de mi mujer apenas le presenté a Victoria. Quería saber por qué
ella y yo casi no nos hablábamos. No tenemos nada para decirnos, le dije. La
sorprendió mi respuesta. Cómo me vas a decir eso, ¡es tu hermana! Sí, pero nos
conocemos muy poco.
Nuestros
padres habían vivido en su estancia en la provincia de Río Negro desde que se
casaron. Cuando tuvimos edad para iniciar la escuela se vieron obligados a
separarnos del núcleo familiar. Nos esperaba el mejor nivel educativo: a mí me
llevaron a Buenos Aires y me alojaron en un colegio privado -de carácter
religioso, sólo para varones- en el centro mismo de la Capital Federal. Dos
años más tarde, atendiendo a las súplicas de Victoria que no aceptaba alejarse
tanto de ellos, la inscribieron en una escuela de monjas, en Neuquén.
Veía a mi
hermana dos o tres veces al año. Al principio la distancia no había sido un
obstáculo; éramos aún chicos y en cada reencuentro reiniciábamos los juegos
infantiles, pero a medida que los años pasaron nuestras vidas comenzaron a
transitar caminos paralelos y el vínculo
se fue debilitando.
Al ingresar
a la secundaria me había convertido en un chico extrovertido y adaptado a la
vida porteña. Victoria, en cambio, no dejaba de sufrir la lejanía. Era muy
jovencita pero ya parecía tener en claro que sus estudios universitarios se encaminarían a la vida en el campo.
En las
vacaciones de invierno o verano, cuando nos reuníamos en casa, me aburría enormemente. Ella pasaba largas
horas en el establo con sus caballos, montando su yegua y saliendo a recorrer
la tierra siempre añorada.
Nos
sorprendió la adolescencia. Un día nos descubrimos grandes y desconocidos.
Nuestros padres aceptaban esta realidad con resignación; de alguna manera sus
hijos estaban pagando el costo de una vida sin privaciones, y aunque siempre
intuí cuánto les dolía, nunca hablaban del tema.
El verano
de 1990 Victoria cumplió dieciséis años. Su cuerpo había tomado formas de
mujer, se habían afinado sus rasgos delatando el encanto de los años juveniles;
el mismo que ahora luce Atina.
Cuando en
la siguiente Semana Santa volvió a casa, estaba embarazada de tres meses.
Mi madre me
envió una carta contándome la noticia que tanto la preocupaba. Pese a todos los
intentos por conocer quién era el padre del bebé, Victoria se negó a revelarlo,
y ese año interrumpió sus estudios para tener a su hija.
En el
verano, cuando nos encontramos, Atina
había nacido.
Los pocos
vecinos que vieron crecer el vientre de Victoria, sabían de su maternidad; para todos los demás fue la hija de la
madurez de mi madre, quien no se preocupaba en aclarar lo contrario. La
chiquita, aún sabiendo la verdad, siempre la llamó “mamá”.
El día que
me recibí de profesor de bellas artes se notaba la desilusión en el rostro de
mi padre. Él hubiese querido que sea administrador de empresas para que me
hiciera cargo de sus cuentas bancarias, de sus inversiones y actividades
financieras. Al momento de la entrega del título estaban todos allí, sentados en la segunda fila del salón de la
universidad. Cuando recibí el diploma y bajé las escalinatas en busca del
abrazo de los míos, Victoria se adelantó; llevaba a Atina de la mano. Besé a mi
hermana y sentí la necesidad de
expresarle cuánto la quería. Acaricié la cabeza de la niña que observaba la
escena sin comprender demasiado. Se acercó mi madre y detrás mi padre. Estamos
orgullosos de vos, dijo él. Sentí una intensa punzada en el centro mismo del
estómago e hice esfuerzos para no vomitar.
Nos
reunimos otra vez en la graduación de Victoria. Fui con mi futura esposa que
mostraba con orgullo su embarazo. Mi
hermana se había convertido en la ingeniera agrónoma de sus sueños, y dedicó su título al hombre que poco después
sería el esposo. Se radicó en el campo, construyó su hogar cercano al de
nuestros padres y así recuperó, en parte,
a Atina. Creo que a la niña no le costó entender que había sido fruto de
un amor desavenido.
Cuando
nació mi primer hijo sentí que la paternidad era un don preciado. A menudo
pensaba en Atina; en esa niña a la que se la había protegido vedándole el
derecho de conocer su identidad. Admiraba la valentía de mi hermana, su
nobleza. No era más que su propia culpa
y un amor incondicional.
Yo pasaba
largas horas en el atelier. Mis pinturas habían tenido –vaya a saber si por
talento o por cuestiones del destino- buena acogida en la aristocracia porteña.
Los hoteles de renombre estaban decorados con mis cuadros. Exponía en las más
importantes galerías del país. Pero había un cuadro que aún no me había animado
a pintar. Era aquel cuadro familiar, el que ahora estaba a punto de comenzar.
Nos
hallábamos todos en la finca, un nuevo año se avecinaba. Por primera vez en
mucho tiempo, a pedido de mi esposa y pensando en los niños y los pocos
momentos para compartir a pleno con sus abuelos, acepté las vacaciones allí.
Los
días previos a la Nochebuena transcurrieron en un clima ameno. Mi mujer y
Victoria se sentaban a menudo en el parque y mantenían extensas conversaciones,
los chicos disfrutaban de los mimos de los adultos. El marido de Victoria
reproducía la conducta que siempre asumía a nuestra llegada; casi como si le
invadiéramos su propiedad, su mundo. O tal vez por otras razones se aislaba en
su cuarto y sólo participaba de las reuniones
a la hora del almuerzo y la cena.
Atina
desplegaba dotes de madrecita para los más pequeños; todos ellos la llamaban
tía. Fue a raíz de ese detalle, en la cena de la víspera del Año Nuevo, cuando se suscitó la conversación más
desgraciada que jamás imaginé. Se originó por un hecho violento que, traducido en palabras, comenzó más o menos
así: Adolfo, el esposo de Victoria, le preguntó a mi hijo por qué llamaba tía a Atina. Ante la mirada perpleja
de todos los adultos y la del niño mismo, continuó diciéndole que ya tenía edad
suficiente para saber que Atina era hija de Victoria. ¡Entonces es mi prima!,
aseguró el pequeño; ¿Cómo no lo sabía? Le respondió que no lo sabía simplemente
porque nadie se lo había contado.
Los demás
niños, quizás debido a la edad, no
comprendían muy bien lo que estaba sucediendo. Victoria le pidió a Adolfo que
no continuara, que el chico era aún pequeño para entender aquello. No, no creo
que lo sea, continuó, y le preguntó a Atina qué opinaba. La jovencita sonrió y
le dijo que carecía de importancia; después de todo soy una chica atípica, tengo dos madres, agregó con la libertad y espontaneidad con la
que suelen asumir estas cosas quienes han vivido en medio del afecto. Mi hijo
insistió: ¿quién es entonces el padre de Atina?, ¿por qué no está acá? Victoria
se apresuró a contestar: no está acá porque murió. ¿Vos lo conociste?, le
preguntó a Atina. La muchacha no contestó e inmediatamente mi mujer le pidió al
niño, con energía, que se callara la boca.
Mis padres pidieron un brindis
por estar todos juntos.
Después de la medianoche me encerré en el cuarto. Esbocé los contornos
en lápiz negro y esperé que en mi mente las imágenes tomaran forma. Fueron días de intenso trabajo.
En el centro del lienzo, mis padres. Mamá con sus labios pintados de rojo, como lo hacía sólo para las
ocasiones especiales, con un vestido debajo de las rodillas y sin mangas; un
collar de perlas en el cuello y el
cabello recogido. Papá con los bigotes recortados con prolijidad, las entradas
en las sienes bien delineadas por el fijador que había usado para acomodar su
peinado, de traje y corbata; un clavel rojo en la solapa del cuello. A los
lados de mis padres, Victoria y yo. Mi
hermana lucía su cabello con rulos, sin haberse ocupado de arreglarlos,
consciente de que con su caer espontáneo le daban ese toque campestre del que
ella no podía deshacerse; un pantalón
adherido a las piernas dejaba entrever la armonía de aquellos músculos trabajados
sobre el caballo. Su brazo se estiraba reposando la mano sobre el hombro de
Atina que, sentada en medio de sus
abuelos, sonreía. Los mismos ojos que Victoria, el mismo tono opalino que el de
mi piel. El cabello rizado de ambos y la sonrisa que ninguno de los dos tenía.
La mirada vivaz, la fuerza de la energía irradiando a través de ella; una
pollera acampanada le tapaba las piernas hasta los tobillos; una blusa de brodery, con múltiples botones
mostraban sus pechos ya crecidos, la tersura del escote, la finísima cintura.
Era idéntica a su madre.
A mi derecha, mi esposa, sobria; y sentados a sus pies, nuestros dos
hijos. A la izquierda de Victoria, su marido. El ceño fruncido. En sus brazos,
la niña de ambos.
El mío era un rostro entregado a la paz. La paz que irrumpe cuando se
mata la culpa.
Con los últimos trazos de la pintura aún fresca, escribí la
dedicatoria.
Y salí a caminar sin rumbo.
A cada paso mis pies se hunden en la tierra del Valle Salado. Subo y bajo los montículos
rojizos de esa greda, testimonio de mi historia. La cabeza siempre gacha y la
mirada atenta. A menudo detengo el andar. Vuelvo los pasos por los lugares que
ya he transitado, una y otra vez. Es uno de esos días en que las piedras
destellan convirtiéndose en espejos de los rayos del sol. Me saco la remera, la
anudó en cuatro puntas como cuando joven, y me cubro la cabeza. Ahora el calor
lastima mi espalda. Descanso primero en una de las colinas, bebo de la
cantimplora, seco con la mano el sudor de la frente y evoco el pasado.
Con
esfuerzo me levanto y reinicio la marcha, desandando el camino. Trazo el mismo
sendero hasta encontrar el preciso
lugar que entonces fuera testigo de
aquella locura.
Llega
la noche. Acomodo mi cuerpo en el borde
de un alto cañadón, y me dejo caer hacia
el sueño eterno.
Hace unas horas me animé a entrar al atelier que
mi hermano armó aquí, en esta casa tan querida. A no ser por la dedicatoria, no
hubiese quemado jamás el lienzo donde produjo su obra maestra. Porque es en
realidad la prueba de su talento y a la vez de su inquebrantable pasión
artística. Primero pensé en borronear esas palabras escritas a fuego en el
borde inferior de su obra.
Me abruman los recuerdos. Era una tarde tibia de
diciembre; no hacía una semana que habíamos arribado a la casa desde nuestros
lugares de estudio. Esa noche, a diferencia de tantas otras, nos quedamos hasta
la madrugada conversando en ese living que utilizó para retratarnos. Varias
veces nos miramos a los ojos, y los desviamos.
Nos contamos proyectos. En algún momento
tomó mi mano; me avergonzó sentirla temblar. Habló, con pasión, de su deseo de
ingresar cuanto antes a la facultad. Quería ser artista, quería adornar la
ciudad con esculturas, dejar su nombre en la historia del arte. Yo le sonreía, no
quería otra cosa que saber de arbustos y tierras fértiles, de frutos cosechados
por mis manos, esas mismas manos con sed por acariciar la tierra y verla
prosperar. Nos reímos ambos; hasta comentamos que algo en la genética estaba
equivocado, que nuestras vocaciones se habían trastocado. Cuando nos fuimos a
acostar no logré cerrar los ojos. La luz prendida de su cuarto me indicó que él
tampoco.
Nos encontramos a las seis de la mañana en la
galería. Mamá se nos acercó y nos expresó su alegría por tenernos en casa. Al
unísono le dijimos que también estábamos felices. Creo que a los dos nos
sorprendió esa respuesta.
Le pregunté si estaba seguro de que quería montar,
tenía que estar preparado para hacerlo durante horas porque el Valle Salado
estaba a más de cien kilómetros, casi cerca de la ciudad de General Roca. La
noche anterior habíamos conversado sobre salir a pasear por los alrededores, y
me dijo que le gustaría volver a aquel lugar que no visitaba desde niño. Yo lo
había hecho a menudo en las últimas vacaciones. Armamos la mochila de camping,
le presté ropa adecuada y salimos. Confesó que le gustaba montar y que a pesar
del tiempo que no lo intentaba podía hacerlo sin pasar vergüenza.
Llegamos al mediodía; tiramos una manta en el
medio del valle y después de descansar, de cara al sol, deslumbrados por el
paisaje que teníamos sólo para nosotros, comimos algo de lo que llevábamos y
tomamos algunas cervezas que conservábamos frescas en el refrigerador portátil.
No sé cómo empezó. Recuerdo haber sentido el roce de su muslo contra el mío.
Después nos
mantuvimos muy cerca uno del otro, sin siquiera mirarnos. Todavía se sentía el
ritmo de nuestros corazones y el ardor
de las pieles negándose a cesar.
Nos prometimos olvidar.
Después Atina.
El pacto de silencio.
El acuerdo eterno, hasta hoy.
Hasta hoy..., cuando la culpa lo traicionó y
escribió en esa tela que ya terminó de arder: “a Atina, tu padre”.
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