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viernes, 14 de agosto de 2015

EL ADIÓS A GRISELDA

GRISELDA JONES DE REDONDO





Se tiñó de dolor el gris invierno patagónico. 

Griselda Jones de Redondo, artista de la palabra,  emigró el 13 de agosto hacia cielos más límpidos. Tal vez buscando en los pliegues celestiales la paz y el sosiego, el descanso a su apesadumbrada alma, la tibieza del sol a la que tantas veces le rindió culto en sus versos. 

Quienes compartimos con ella la pasión literaria y fuimos partícipes de sus alegrías a la hora de, una y otra vez, ser galardonada en múltiples escenarios, reconocida en su región, en el país suyo y en otros..., pudimos percibir su talento, porque éste provenía de una  intensa sensibilidad y su modo de sentir la vida. Además, se reflejaba la bondad en los ojos de Griselda,  los valores en sus acciones, el amor en sus palabras...

Permanecerá en nosotros el recuerdo de su bello rostro y su andar sereno.

Y no morirá jamás su obra literaria, plasmada para siempre en cientos de hojas.

A sus hijos, a su familia toda, a sus amigos, nuestro fuerte abrazo.


El equipo de Literasur

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martes, 11 de agosto de 2015

EL CUENTO DE HOY



Rachel corazón de viento
Año del Señor de 1867 (*)

Por Alejandra Vilela




     Rachel amasaba pan sobre la mesa de la cocina. Sus brazos se movían en forma automática, mientras su pensamiento vagaba por la parcela de trigo. Las plántulas habían emergido airosas, pero luego de dos cosechas frustradas por la sequía, no podía dejar de mirarlas con cierta inquietud.

    ¿Es que en este sitio no llovería nunca? ¿Tan alejada estaba la Patagonia de la mano  de Dios que ni siquiera la lluvia la alcanzaba? Se preguntaba desanimada mientras golpeaba la masa. ¡Tantas veces se había quejado en Gales de las lluvias constantes que embarraban el ruedo de sus vestidos! ¡Cuánto daría ahora por algo de barro que garantizase una cosecha, por ínfima que fuese!

     Una vez obtenido el bollo liso y elástico lo dejó leudar sobre la mesa, cubierto por un lienzo, y se acercó a la ventana. Afuera estaba Aaron, con el ceño fruncido, mirando el trigo. Un silencio tremendamente sonoro reinaba en la familia. Nadie hablaba del estado del trigal, como si ignorarlo fuese a impedir su marchitamiento. Todos sabían que las plantas habían detenido su crecimiento la semana anterior y que ahora estaban perdiendo turgencia. Ella había salido ayer a verlas y había palpado con desazón sus hojas lacias. Hasta había escupido sobre una plantita, luego de cerciorarse de no ser observada, para ver si la saliva ayudaba a mantenerla erguida. La incertidumbre de la cosecha crecía en su interior con cada día de sol brillante. No podía evitar hacer los panes más pequeños para racionar el uso de los escasos sacos de harina restantes. Cortaba las rodajas de pan más finas a la hora del té. Había inventado budines en que reemplazaba gran parte de la harina por zapallos o zanahorias hervidas. Todos notaban los cambios en la dieta, pero los celebraban como si fuesen novedades gastronómicas en lugar de ajustes de necesidad. Eso era bueno. Su familia tenía espíritu pionero. Habían migrado para tener libertad y una vida mejor. Eso no podía conseguirse sin esfuerzo, y actuaban en consecuencia. Mientras otras familias hablaban de volver a Gales, en su casa no se había mencionado jamás esa posibilidad. Aaron se mantenía firme en la letanía “vinimos para quedarnos”.

      Él era un hombre de pocas palabras, pero oportunas. Cuando sus fuerzas flaqueaban (en cuerpo o mente), sabía contenerla. Unos meses atrás la había visto llorar en silencio ante la visión apocalíptica de su huerta arrasada por el viento y le había dicho al oído: “No podemos combatir a un enemigo tan poderoso, Rachel. Que sea parte nuestra: tengamos corazón de viento”. Y esa frase quedó como símbolo de la resistencia ante la adversidad. Si lograban tener corazón de viento podrían resistir la soledad, el polvo,  las carencias, las ausencias, la nostalgia y las desgracias meteorológicas. Algunas veces cuando salía a buscar verduras de su pequeña huerta, se quedaba parada de cara al viento. No hacía nada en particular. Sólo resistía. Inhalaba y dejaba penetrar el viento en su interior. Sentía el frío en sus mejillas y el aire en sus pulmones. Daba gracias a Dios porque en la Patagonia no había minas y los hombres podían respirar aire puro mientras trabajaban. Y resistía la fuerza del viento oeste. Pensaba que si ella resistía, las plantas resistirían. No podía dejarse llevar por la desazón. No podía pensar en el fantasma del hambre. Podía, pero no debía. Si Aaron se mantenía firme, ella también. Y el trigo también. Estaban todos juntos en la aventura. Se salvarían juntos o se hundirían juntos.

       El buen ánimo la acompañaba casi todos los días, sin embargo ese domingo, cuando fue a mirar el trigal, la marchitez de las plantas era demasiado evidente como para ser ignorada. Siguió caminando hasta el río y pensó “tanta agua cerca y mis plantitas muertas de sed”. Caminó un poco sobre la orilla del río y volvió a bajar al trigal. En el momento en que comenzó a descender del borde se dio cuenta de algo: el terreno cultivado estaba más bajo que el nivel del río. ¿Y si pudiesen conducir el agua del río al cultivo de alguna manera? ¿Y si pedía a Aaron que hiciese una pequeña zanja? Volvió apresurada a la casa a contarle su idea. A Aaron le pareció que podría hacerse, tenía pala y era posible cavar unos 20 metros desde el agua hasta el borde del trigal mustio. Pero era domingo. Los domingos estaban dedicados al Señor y no a las tareas mundanas. Lo haría el lunes. Rachel no podía contener la emoción.  Si funcionaba el riego, tendrían trigo, tendrían harina, tendrían pan, tendrían tortas y pasteles.

      Las horas restantes hasta la mañana del lunes se hicieron interminables, porque comenzaron a surgir muchas dudas acerca del canal de riego. El caudal del Río Chubut variaba mucho durante el año. En primavera temprana era bajo, pero cuando empezase el deshielo en la Cordillera de los Andes aumentaría. ¿No correría riesgo de inundación el sembrado, y hasta la casa?.  ¿Cuántos canales podrían hacer sin quedar expuestos a la crecida?. Y al mismo tiempo pensaban si las zanjas serían funcionales en época de bajo caudal….pero no importaban las dudas, debían probar. No tenían nada que perder. Ella estaba tan optimista que esa tarde hizo un pan mas grande, derrochando ya la futura cosecha. Amasó sonriendo al imaginar una despensa llena de harina. Aaron la miraba canturrear y sonreía complacido. A la mañana saltaron de la cama al amanecer, desayunaron rápido y en tácito acuerdo fueron, pico y pala en mano, hasta la orilla del río. Buscaron la parte más baja del borde y Aaron comenzó a cavar una zanja de unos 20 cm de ancho. Dejó una especie de compuerta de tierra para evitar que el agua entrara inmediatamente en la zanja. Avanzó rápidamente, con la destreza que le había dado tres años de agricultor en la Patagonia. Aunque nunca hubiese obtenido una buena cosecha,  tres años había labrado la tierra sin herramientas, sembrado la simiente y desmalezado su lote con dedicación. Regar las plantas no era un concepto natural para alguien proveniente de un lugar lluvioso, pero debía reconocer que Rachel había tenido una magnífica idea. Dios no les mandaba agua en forma de lluvia, pero si en forma de río. ¿Porqué no aprovecharla? Cuando llegó hasta el lote sembrado se dio vuelta y vio a Rachel alisando las paredes de la zanja. Sonrió ante la manía de prolijidad de su esposa. Fue a buscarla, le dio la mano y caminaron juntos hacia el río. Allí le dio la pala a ella para que cortara la pequeña compuerta de tierra. Había sido su idea, ella merecía el honor de dejar entrar el agua. Apenas clavó la pala comenzó a entrar el agua, que avanzaba lenta camino al trigal. Ella miraba fascinada el frente de agua espumosa empapando terrones. La alegría saltaba de sus ojos en forma de lágrimas.  Se abrazaron y lloraron juntos, sin soltar la pala.

      Este año, la familia Jenkins-Evans tendría trigo.

      En este año, el valle del Río Chubut vería su primera cosecha.

      En este año del Señor de 1867, Rachel Evans había descubierto el riego.




(*) Primer premio en categoría cuento en Castellano - Competencia N° 15  – Eisteddfod Mimosa – Puerto Madryn – 2015.
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sábado, 8 de agosto de 2015

OBRAS DE AUTORES PATAGÓNICOS




COMENTARIO DE UN LIBRO RECIENTEMENTE PUBLICADO
“OTROS ANIMALES”, DE JORGE CURINAO (*) (**)




     Los “Otros Animales” del último libro de Jorge Curinao, son los del vate salteño Leo Mercado, según consta en la contratapa del volumen; que a su vez recuerdan los mencionados por Juan Carlos Moisés en los versos que se reproducen para introducir la obra: “Nuestros hábitos son los de ciertos animales. Hay mezclado un poco de todo al punto de no ver exactamente una línea de separación”. A lo largo de veintiocho composiciones sin título, sólo identificadas por el número de orden correlativo en guarismos romanos, Curinao despliega las voces de esos otros animales poéticos. Es una navegación vertiginosa, en la que el lector avanza como enfrentando los rápidos de un río; combinando el ímpetu del acelerado ritmo con la meditada reflexión ante cada estímulo que se presenta.

     Sirve de guía precisa el prólogo de Patricia Vega, quien con claros conceptos traza la esencia del poemario. Según esta introducción, la obra de Curinao es “Ajena a cualquier artificio retórico o exceso decorativo de cualquier tipo, cifra su complejidad en el mundo de sentidos que genera en el lector, a partir de un equilibrio sustentado en lo conceptual y lo sonoro”.

     Es sin dudas un estilo minimalista el de Curinao; aunque, por cierto, minimalista en continente y no en contenido. Ensayando una temática universal, los sueños, la soledad, los recuerdos y el olvido, la vida y la muerte, la esperanza y la desesperación, no deja sin embargo de lado alguna referencia a la singularidad patagónica. Su primer poema comienza: “Dicen que la nieve es neutra, que la noche canta como un niño ahogado y escucho mi nombre que cae al pensamiento, al suelo”; y el último finaliza: “Dios es una palabra y el argumento termina aquí, donde el viento tajea”. Asimismo, en la única concesión a un espacio geográfico preciso en toda la obra, se menciona un sitio de la Patagonia: 

     “Recuerdo un viaje a Bariloche. Era verano y el mar ardía. Yo aún era un niño. Recuerdo unos payasos en la plaza y la sonrisa de mi hermano reflejada en el rocío de la tarde.”

     A lo largo del trabajo se hace presente, como también lo nota la prologuista, un tiempo Cronos y un tiempo Kairos. Muchos de los pasajes retrotraen a una época pasada, cercana a la infancia y la juventud del autor; que es recuperada con una visión personal teñida de cierta nostalgia pero, a la vez, despegada de sensiblería. Sin embargo, también se advierte una sucesión de momentos, que construye una secuencia de crecimiento personal. Esa variación psicológica sustentada en oportunidades que generan nuevas vivencias, evoca aquella rigurosa afirmación de Neruda: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Muestra de tal combinación de percepciones temporales, se descubre en el poema XVII; el que además ofrece un ejemplo del personal lenguaje del autor:

     “No hubo tiempo de distracciones. Ni con el afuera, ni con el adentro. Se vivió hasta el último hartazgo. Supimos, enseguida, que el provenir no estaba en los rostros ajenos. No tuvimos, lo que se dice, un buen pasar. No hubo lamentos por eso. No hubo necesidad de arañar el asfalto. Era tanta la vida, que salíamos del cuadro antes del final de cada comedia”.

     Un párrafo final merece la diagramación del ejemplar. Todo libro impreso constituye en sí un objeto de arte, en el cual el escritor puede dejar más trazas que sus palabras. Por ejemplo, en la ilustración de la tapa. Cuando, como en este caso, la portada es elegida por el propio autor, se refleja en ella parte del espíritu del texto. La excelente fotografía de Valerio Pariso, obtenida a través de las chapas del Marjorie Glenn con el color sepia del recuerdo, provoca reminiscencias del pasado; las mismas que trae a consideración con sus frases el bardo.

     La obra de Curinao requiere una lectura atenta y reflexiva. No puede leerse al correr de los ojos, porque tampoco fue escrita a vuelapluma: cada frase debe ser sopesada, pensada y disfrutada. Es como un desafío al lector para que indague en la clave de sus palabras, en el sentido que acecha detrás de sus construcciones, en el significado subyacente en su prosa poética. Quien acepta el reto y se sumerge en la creación del riogalleguense, al salir airoso luego de recorrer sus páginas, tendrá la certeza de haber conocido a un verdadero poeta.


J.E.L.V.



(*) “Otros Animales”, de Jorge Curinao. Edición del autor, 2014, sin lugar de edición.
(**) Mail del autor: jorgecurinao06@yahoo.com.ar

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martes, 4 de agosto de 2015

EL CUENTO DE HOY




El guerrero Tanzano

Por Olga Starzak


                             
      Enfundados en mantas del color de la tierra que veneran, ajustadas a sus cinturas con destreza, un grupo de hombres de tez oscura y mirada turbia se prepara para la hazaña.

       Han sentido el llamado divino del Aseeta. Saben que en él encontrarán la fuerza  que les permitirá afrontar el acto épico; consumado, convertirá a uno de ellos -sólo a uno- en héroe de su etnia.

       Sumidos en el más absoluto silencio,  ya han recorrido el camino que los condujo a la profundidad de las malezas  para encontrarse con el anciano que -atesorado por propias experiencias- les transmitirá desde las más sutiles hasta las más significativas costumbres tribales.

       Llevan días y días de intenso entrenamiento físico; de él dependerá -en gran parte- que uno de los hijos del pueblo Datoga exhiba,  con orgullo, el producto de su temple.

        No hay en ellos signos de piedad; hay sí,  mucha arrogancia. Hay también un espíritu conocedor del apetito por acciones belicistas, de sed por la sangre de sus víctimas, de pasión por ver tendido los cuerpos que –ya sin poder defenderse- les cederán el tributo consagrante.

       No son conscientes de que -tal vez por un mandato atávico- están en esta tierra de Tanzania próximos a extinguirse, tal como las presas perseguidas.

      Odhan, uno de los cinco guerreros prontos a transitar el camino de la cacería, mantiene una actitud apacible. Ha sido poseedor,  por méritos conseguidos durante el período de adiestramiento, de dos afiladas lanzas, privilegio de unos pocos.
En la víspera de la partida se retira a su choza antes de que el sol agote sus  haces de luz. Entre la sequedad de la paja y el barro ora a los espíritus de sus antepasados, colgando de su cuello un doble collar de cuentas  del que pende, a modo de amuleto,  un relicario de cobre. En él alguien ha grabado, con finos rasgos, la figura de una fiera. Se duerme con el talismán entre sus manos.

      Atraviesan llanuras y montañas. Se detienen sólo para beber. Intercambian pocas palabras como queriendo ahorrar esa energía que, muy pronto,  marcará entre ellos la diferencia de fuerza y valor.
      Soportan con hombría el intenso calor de ese clima tropical, húmedo y pegajoso,  empecinado en  darles tregua sólo en la noche acicalada por la brisa marina.

        Odhan dirige la pesquisa. Así lo han decidido, en la tribu,  los hombres que sondearon su ferocidad. Él es el responsable del ritual, de señalar las estrategias de acción y las técnicas más convenientes para el justo momento en que, divisada la presa,  comenzará la persecución.
            Y sucede días después.
            Uno de los hombres da la voz de alerta.
            Emboscados en la colina atisban, casi al unísono, al descomunal elefante.
          Durante horas siguen cada uno de sus movimientos; se acercan agazapados,  con paso lento y actitud expectante.
         El rostro de Odhan expresa inquietud; es que el hombre del talismán y los ojos enrojecidos de ira, lucha  entre dos fuerzas igualmente potentes. El oro blanco es el camino que puede conducirlo al prestigio vitalicio. Pero también,  ser  el objeto de su destierro.

            Los cazadores furtivos acechan...
           Cuando la orden llega, lanzan sus armas. En un blanco perfecto el  animal -apostado entre espesos matorrales-  es herido por aquella que a fuerza de velocidad y destreza,  atraviesa primero su dura piel.
  Los guerreros, exhaustos, esperan. Saben que el peligro está latente, más presente que nunca. Si el animal no ha sido herido de muerte, acometerá contra ellos con el ímpetu de su saña.
           Lo ven huir, abatido. Sólo resta seguir esperando, aguardar lo suficiente como para que, dejando como huella su sangre, el elefante los conduzca al momento de entregar sus colmillos,  y exponga su cuerpo a los carroñeros.
Pasarán muchas horas hasta que se revele el triunfante.
Entonces será aclamado.

         No hay dudas de que la lanza de Odhan ha sido la asesina; ha calado hondo en el pecho del animal. El corazón le late, ahora,  apresurado. Sus compañeros muestran su aprobación y lo ovacionan con cantos.
           Con los colmillos al hombro, como prueba de la cacería, regresan a la aldea.

        Hombres y mujeres alaban al héroe. Danzas y cantos. Cantos y más cantos. Él observa a los guerreros, ahora adornados con pieles, tocados y brazaletes, brincando al ritmo de los sones alegóricos. Siente cómo su músculos se contraen.
        Lo ungen con aceites aromáticos como una muestra de la bendición de los espíritus. Lo invitan a relatar las circunstancias de la hazaña. Es galardonado, recibirá ofrendas... Obtendrá los más deseados privilegios sexuales.

       Odhan moja sus labios con la cerveza de miel ofrecida. Una y otra vez la bebida sagrada arde en su garganta.
         Un dolor agudo recorre sus entrañas.

      Las muchachas entonan canciones. Despliegan sus virtudes embelleciéndose con apretadas trenzas, con collares de latón,  con gargantillas y ajorcas. Cubren sus cabezas con  salacotes.
       Una será la elegida; la que él escoja. La que a partir de ese mismo momento recibirá  sus mismas distinciones. Y en un ritual íntimo, conocido con el nombre de saborchka, serán bendecidos.

        Odhan se encomienda a los espíritus. Sabe que la tribu sanciona con el ostracismo a quien no cubra las expectativas de héroe.
Sólo le queda rogar que la joven,  embriagada por su estoicismo, esté dispuesta a mantener su secreto. Aquel enemigo invencible que sepulta su condición de hombre.




  
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jueves, 30 de julio de 2015

EL CUENTO DE HOY




EL VIEJO QUE VINO DEL MAR

Por Hugo Covaro (*)




El viejo que vino del mar bebía en silencio.
Su rostro curtido modelaba en sombras el perfil bíblico de un Moisés despatriado, contra la claridad hiriente del mediodía.
Sin que nadie lo viera, aprovechando la pleamar, apareció una tarde por la ría y con poco esfuerzo desembarcó en la solitaria playa de pedregullo ayudado por la marea. La larga barba y los harapos que le daban apariencia de náufrago Y su hablar extraño y pausado acaparaban la atención de aquellos marineros.
—Diga don... ¿Es usté español? —se animó a interrogarlo uno de los pescadores, intuyendo una pista en el acento del desconocido.
—De Jaén, Andalucía... —respondió el viejo, luego de un breve silencio. Aunque anduve los mares como segundo piloto del Batchelor's Delight, un barco inglés de 40 cañones que apresara en la costa de Guinea y comandaba el pirata William Ambrose Cowley.
—¿Y de ahí se vino a Deseado?
—No. Por desobedecer órdenes impropias de un capitán, me desterraron en la Isla Pepys.
—¿Cómo dijo?
—Isla Pepys...
—¿Dónde queda esa isla?
—A esta altura… unas 40 leguas al naciente.
—Oiga ñor... nosotros recorremos pescando esa zona y no hemos dao con ninguna isla.
—¿Acaso dudáis de mis palabras? ¡O también hasta aquí llegaron las afirmaciones embusteras de Byron, o las insidiosas murmuraciones de Cook y de Bougainville!
—¿Dónde dice que está la isla?
—A 47° de latitud sur... si os fijáis en el mapa, veréis que figura a 80 leguas desde Cabo Blanco.
—¿Es grande?
—Una legua de ancho por tres de largo, calculo. Tiene puertos naturales que pueden recibir a centenares de buques, con costas de piedra y arena donde se puede anclar con 7 brazas de agua lama... pesca abundante... parte de la isla es montañosa y parte es llana... tiene árboles y arroyos y en ella anidan numerosas aves...
—¿Vive gente ahí?
—Estaba deshabitada. Es buen sitio para hacer leña y aguada. En la parte sur de la isla hay una colonia de lobos marinos, que aprovechamos para hacer aceite...
—¿Dónde dormía?
—¿Qué comía?
—En una cueva, al principio... comía porotos, bizcochos, harina que me dejaron. Cuando se acabaron cacé liebres... algún venado... perdices... y pescar pejerreyes, solías, bacalao... algunos mariscos... así... de ese modo...
—¿Cuánto tiempo estuvo solo en esa isla?
—¡Dieciséis largos años!
—¡Laaaaaammmm!!!
—De diciembre de 1683 hasta octubre del pasado año, si no cuento mal.
—¡Tremenda lesera!!
—¡Cómo puede ser! Si ahora estamos a principio del siglo XX, amigo!
—Por ahí estuvo en Las Malvinas y se confunde...
—No creo que se confunda... en Malvinas vive gente...
—¡Bellacos! ¿ Vais a dudar otra vez de lo que digo?
—No... disculpe la interrupción... por favor siga contando.
—Pepys está fuera de las rutas de corsarios y piratas. La mayoría de las embarcaciones salen del Río de la Plata o Montevideo y ponen velas al sur teniendo a estribor las costas de la Patagonia. Por esa razón, son pocos los que pueden encontrarla. En mi largo destierro jamás un barco apareció en el horizonte... Es un lugar acogedor, aunque lleno de soledades que angustian, de noches donde siempre es invierno, hay fríos que parecieran salir de la propia roca para alojar sus espinas en tus huesos... hasta la salida del sol, con el que vuelve un repetido verano. El clima es algo riguroso... con días bonancibles y jornadas con turbonadas de vientos cercanas al huracán... La he recorrido palmo a palmo...y de suerte pude dar con unas piedras que sueltan chispas como el pedernal... fue una gran mejora poder cocinar el alimento y encender hogueras en la playa esperando que las viesen alguna nao memoraba, al tiempo que buscaba y extraía de su raída vestimenta un extraño dinero con el que pretendía pagar lo bebido.
—Nosotros salimos de pesca a la madrugada. Nos gustaría que nos acompañara en la faena y de paso nos mostrara la misteriosa isla que no se deja ver —lo convidó con un dejo de ironía el que parecía ser el capataz del grupo.
—Agradezco vuestra invitación, caballero, pero me han llegado noticias de pronto arribo a este tenedero para hacer aguada del HMS Roebuck al mando de Don Guillermo Dampierre de regreso a Inglaterra y deseo embarcarme. Una vez allí, retornar a mi patria será sólo un paso —se excusó el viejo que vino del mar.
—¿Y piensa volver por aquí?
—¡Seguramente! Es mi intención persuadir a su Majestad el Rey de España de la necesidad de seguir poblando estas latitudes, protegiéndolas al mismo tiempo de la codicia sin límites de los ingleses.
Una fuerte marejada sacudía la embarcación anclada a poca distancia de la rompiente. Con un cielo sin estrellas los pescadores se hicieron a la mar. Silbos y graznidos insinuaban la presencia de aves marineras en esa oscuridad que parecía salir del agua para teñir el firmamento. A poco de andar, un sol amarillo se asomó en el horizonte. Gaviotas y cormoranes acompañaban el rumbo inseguro del bote, igual que lazarillos guiando la ceguera del amo. Grandes olas con la exactitud de un metrónomo, hacían subir y bajar a la frágil barcaza como si el océano estirara desdoblando su portentoso género de agua.
Al atardecer, con la proa retinta de infinito, regresaba la barca de los pescadores.
La tierra firme era una delgada línea que aparecía y desaparecía en las pupilas saturadas de sal de aquellos marineros. Algunos creyeron ver un antiguo galeón del siglo XVIII abandonando precipitadamente la ría. Otros, más incrédulos, simplemente nubes que más allá de la costa, imitaban con cierto arte la figura de un barco yéndose.
Terminadas las tareas de bajar los cajones con la pesca, acomodar las redes para la siguiente jornada y asegurar el bote en la playa, el capataz y sus hombres marcharon al encuentro de unos tragos para alejar de sus cuerpos fatigados a los fantasmas de olvidados naufragios.





(*) Escritor comodorense. Este cuento fue extraído de su libro “Pequeñas Historias del Frío”.
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