El guerrero Tanzano
Por Olga Starzak
Enfundados en mantas del color de la tierra que veneran,
ajustadas a sus cinturas con destreza, un grupo de hombres de tez oscura y
mirada turbia se prepara para la hazaña.
Han sentido el llamado divino del Aseeta. Saben que en él encontrarán la
fuerza que les permitirá afrontar el
acto épico; consumado, convertirá a uno de ellos -sólo a uno- en héroe de su
etnia.
Sumidos en el más absoluto silencio, ya han recorrido el camino que los condujo a
la profundidad de las malezas para encontrarse
con el anciano que -atesorado por propias experiencias- les transmitirá desde
las más sutiles hasta las más significativas costumbres tribales.
Llevan días y días de intenso entrenamiento físico; de él
dependerá -en gran parte- que uno de los hijos del pueblo Datoga exhiba, con orgullo, el producto de su temple.
No hay en ellos signos de piedad; hay sí, mucha arrogancia. Hay también un espíritu
conocedor del apetito por acciones belicistas, de sed por la sangre de sus
víctimas, de pasión por ver tendido los cuerpos que –ya sin poder defenderse-
les cederán el tributo consagrante.
No son conscientes de que -tal vez por un mandato atávico-
están en esta tierra de Tanzania próximos a extinguirse, tal como las presas
perseguidas.
Odhan, uno de los cinco guerreros prontos a transitar el
camino de la cacería, mantiene una actitud apacible. Ha sido poseedor, por méritos conseguidos durante el período de
adiestramiento, de dos afiladas lanzas, privilegio de unos pocos.
En la víspera de la partida se retira a su choza antes de
que el sol agote sus haces de luz. Entre
la sequedad de la paja y el barro ora a los espíritus de sus antepasados,
colgando de su cuello un doble collar de cuentas del que pende, a modo de amuleto, un relicario de cobre. En él alguien ha
grabado, con finos rasgos, la figura de una fiera. Se duerme con el talismán
entre sus manos.
Atraviesan llanuras y montañas. Se detienen sólo para beber.
Intercambian pocas palabras como queriendo ahorrar esa energía que, muy
pronto, marcará entre ellos la
diferencia de fuerza y valor.
Soportan con hombría el intenso calor de ese clima tropical,
húmedo y pegajoso, empecinado en darles tregua sólo en la noche acicalada por
la brisa marina.
Odhan dirige la pesquisa. Así lo han decidido, en la
tribu, los hombres que sondearon su
ferocidad. Él es el responsable del ritual, de señalar las estrategias de
acción y las técnicas más convenientes para el justo momento en que, divisada
la presa, comenzará la persecución.
Y sucede días después.
Uno de los hombres da la voz de alerta.
Emboscados en la colina atisban, casi al unísono, al
descomunal elefante.
Durante horas siguen cada uno de sus movimientos; se acercan
agazapados, con paso lento y actitud
expectante.
El rostro de Odhan expresa inquietud; es que el hombre del
talismán y los ojos enrojecidos de ira, lucha
entre dos fuerzas igualmente potentes. El oro blanco es el camino que
puede conducirlo al prestigio vitalicio. Pero también, ser el
objeto de su destierro.
Los cazadores furtivos acechan...
Cuando la orden llega, lanzan sus armas. En un blanco
perfecto el animal -apostado entre
espesos matorrales- es herido por
aquella que a fuerza de velocidad y destreza,
atraviesa primero su dura piel.
Los guerreros, exhaustos,
esperan. Saben que el peligro está latente, más presente que nunca. Si el
animal no ha sido herido de muerte, acometerá contra ellos con el ímpetu de su
saña.
Lo ven huir, abatido. Sólo resta seguir esperando, aguardar
lo suficiente como para que, dejando como huella su sangre, el elefante los
conduzca al momento de entregar sus colmillos,
y exponga su cuerpo a los carroñeros.
Pasarán muchas horas hasta que se revele el triunfante.
Entonces será aclamado.
No hay dudas de que la lanza de Odhan ha sido la asesina; ha
calado hondo en el pecho del animal. El corazón le late, ahora, apresurado. Sus compañeros muestran su
aprobación y lo ovacionan con cantos.
Con los colmillos al hombro, como prueba de la cacería,
regresan a la aldea.
Hombres y mujeres alaban al héroe. Danzas y cantos. Cantos y
más cantos. Él observa a los guerreros, ahora adornados con pieles, tocados y
brazaletes, brincando al ritmo de los sones alegóricos. Siente cómo su músculos
se contraen.
Lo ungen con aceites aromáticos como una muestra de la
bendición de los espíritus. Lo invitan a relatar las circunstancias de la
hazaña. Es galardonado, recibirá ofrendas... Obtendrá los más deseados
privilegios sexuales.
Odhan moja sus labios con la cerveza de miel ofrecida. Una y
otra vez la bebida sagrada arde en su garganta.
Un dolor agudo recorre sus entrañas.
Las muchachas entonan canciones. Despliegan sus virtudes
embelleciéndose con apretadas trenzas, con collares de latón, con gargantillas y ajorcas. Cubren sus
cabezas con salacotes.
Una será la elegida; la que él escoja. La que a partir de
ese mismo momento recibirá sus mismas
distinciones. Y en un ritual íntimo, conocido con el nombre de saborchka, serán bendecidos.
Odhan se encomienda a los espíritus. Sabe que la tribu
sanciona con el ostracismo a quien no cubra las expectativas de héroe.
Sólo le queda rogar que la
joven, embriagada por su estoicismo,
esté dispuesta a mantener su secreto. Aquel enemigo invencible que sepulta su
condición de hombre.
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