google5b980c9aeebc919d.html

jueves, 7 de enero de 2021

EL POEMA DE HOY

 




A MI SOMBRA


Por Lidia Romero



Cuando niña, 

me encantaba

hacer rondas con mi sombra;

era a veces pequeñita bajo el sol del mediodía;

yo giraba, 

me reía,

y las aspas de mis brazos remolinos inventaban,

preguntándole a los aires

quién a quién se perseguía.

Por entonces,

tú, mi sombra, eras solo una locuela

que bajaba, que subía, y a mis piernas se enredaba;

y una alondra,

que volaba,

atadita a los anteojos de mi mente

que hoy te nombra, 

preguntando por tu magia 

que no está ya, donde estaba.

Hoy, ¿lo sabes?

me consuelas

porque aún vas a mi costado;

ya no juego y te acompasas a mi ritmo no tan nuevo.

Pero aún vuelas,

si yo vuelo.

Has crecido, eres más vieja, pues mi sol no te renueva.

Me pregunto, ¿cuándo juntas

dormiremos bajo el suelo?


Abrazadas 

para siempre, 

tejeremos comentarios.

Con tu boca algodonosa me hablarás de “aquellas horas”.

Y en setiembre,

 seré sombra

hecho ya mi aprendizaje en el terroso, tibio vientre…

¡Volveré y habrá otra niña

para bailarte mis rondas!


miércoles, 30 de diciembre de 2020

EL RELATO DE HOY

 




EL MACACHÍN (*)


Por Kuqui Sánchez





La tierra esponjosa de fines de noviembre en la meseta era el indicador inequívoco de su presencia.


La nieve persistente del invierno había dados sus frutos, y el suelo, con su memoria de siglos, había hecho eclosionar las semillas dormidas que en su seno habitaban. 


Dejó por un momento el sendero de ovejas que conducía a la vertiente y se adentró en el potrero. Con la mirada atenta la buscó. Desechando los alfilerillos, las cola ´e piche y los quilimbay. Estaba convencido de que encontraría una; y después de esa, otras más. Los años de sequía previos habían decretado su ausencia. Pero este año era distinto.


De pronto, como si una fuerza misteriosa le ordenara, giró su cabeza y la vio. Tres pequeños tallos cubiertos de hojitas verde-grisáceas emergían en la inmensidad de la meseta.


La plantita de macachín estaba allí. ¡Estaba!


No dudó ni un instante. Se arrodilló junto a ella y con la arista filosa de una piedra cavó a su alrededor hasta encontrar su dulce fruto. (Ese fruto saciador en las travesías de los antiguos).


Casi con desesperación se llevó el pequeño y jugoso tubérculo a la boca. No porque tuviera sed o necesidad de comida. Tenía necesidad de traer su niñez al presente. Recordar los sabores de la infancia.


Sentado en el suelo, con los ojos cerrados, saboreó esa delicia y se sintió feliz.


Sonreía… y recordaba.


Y los recuerdos trajeron otros recuerdos. Algunos lindos y otros no tanto. Esos que hablaban de ausencias.


Abrió los ojos y se levantó. Retornó al sendero de las ovejas que conducía a la vertiente y ya no buscó más plantitas. El macachín seguía siendo dulce. Algunos recuerdos, no.





(*) Del volumen titulado “Como piedras para flechas” - Ed. grafico - Trelew - octubre de 2020.

domingo, 27 de diciembre de 2020

EL CUENTO DE HOY

 




¡YO SOY YO!

Por Mónica Avendaño



Sale de la ducha apoyándose en la pierna derecha, toma la toalla y fricciona fuerte cada rincón de su piel. Se detiene en el muslo izquierdo, donde una cicatriz hipertrófica baja desde la ingle hasta la rodilla. Suaviza la presión de la tela sobre el queloide, luego anuda el toallón a su cintura y se para frente al espejo empañado. Como todos los días, antes de limpiarlo escribe “yo soy yo”. Mira fijo, como queriendo grabar la frase en su mente antes de borrarla. Aparece un rostro joven, de ojos profundos y mandíbula fuerte. Recorta la barba y rasura con especial atención una línea blanca en la parte inferior de la pera.  Busca las píldoras en el botiquín y toma dos, convencido de que lo ayudarán a superar el día sin dolor. Escucha gritar “Leo, está el desayuno”. “Ya voy”, responde mientras piensa “¿Cuándo dejará de llamarme Leo? ¡Pobre mamá!”. Se viste con parsimonia. Vuelve a oír su voz “¡Leo, apurate! ¡Vamos a llegar tarde!”. “Es que yo no quiero ir, lo hago por vos”, medita aunque no lo exterioriza. Baja las escaleras con un rengueo casi imperceptible. La pared del pasamanos está cubierta por instantáneas de dos críos, que son el reflejo el uno del otro, y de una niña más pequeña. Se acerca a su madre, la besa y le susurra al oído “Soy Ale, mamá”. Carmen lo mira con ternura y responde “¡Hola cariño! Merlina apenas tomó un café, no nos va a acompañar, dice que no puede perderse la clase de Física ¡justo hoy!, decime… un día que no vaya, ¿qué puede pasar?”. Él sonríe, la Física  es lo que menos le importa a su hermana. “Yo tampoco tengo hambre, solo voy a beber el jugo” le dice sabiendo que viene otra queja: “¡Ah! ¡Por Dios! ¡No pueden vivir del aire! Bueno, voy sacando la camioneta, no quiero que seamos los últimos en llegar. Hoy se cumplen cinco años”. “¡Ay, madrecita!”  “¡Si sabré yo que hoy se cumplen cinco años!”, dice en silencio.

Parten. Carmen conduce. En menos de diez minutos están en el lugar. “Mirá... ya llegaron todos, te dije que era tarde, Leo”, le reprocha.  Hay un tumulto de gente, observa a familiares, amigos, vecinos. Todos con flores en sus manos rodeando el santuario. Los saludan compungidos y muestras de afecto. Dos fotografías presiden la ermita, la de un hombre de mirada dulce, y la de un adolescente. Mientras van dejando las flores en cada una de las imágenes, comienzan los cánticos. Todo su ser se resiste pero, por respeto a su mamá, se acerca a dejar dos calas que alguien puso en su mano. Se agacha sobre el primer retrato y murmura “¡Papá, cuánto te necesito, no sé cómo ayudar a mamá! ¿Podés creer? ¡Me llama Leo!, trato de no contradecirle, sufre tanto, es demasiado  la ausencia de los dos. ¡Dame fuerzas para animarla!”. Luego se inclina hacia la otra imagen, y un movimiento involuntario lo sacude, un sonido gutural atraviesa su garganta; logra sacarlo con un grito desgarrador que conmueve a todos y explota: “¿Por qué está mi fotografía? ¡Mamaaaaaaaá! ¡Basta! ¡No soporto más! ¡Yo soy Alejandro! ¡Estoy vivo!

Carmen no puede retener las lágrimas, su rostro refleja un sufrimiento insoportable, y cuenta con congoja: “no sé qué hacer, me siento impotente. Vengo con la esperanza de que este lugar lo traiga a la realidad. Ha adoptado todos los hábitos de Ale, bebe jugo como lo hacía él, se deja la barba y rasura solo una línea para crear la cicatriz que tenía su hermano. He consultado miles de profesionales, lo he llevado a grupos de autoayuda, pero nadie logra que asuma que fue su gemelo quién murió en el accidente”. 

Mientras, Leo sigue llorando sin consuelo y de rodillas frente a las imágenes. Su cerebro no lo quiere procesar, pero su corazón sí conoce la verdad.




 



lunes, 21 de diciembre de 2020

EL POEMA DE HOY

 UN BELLO SONETO:






LOS VERSOS QUE ME DUELEN


Por María Julia Alemán de Brand




Y aquí vuelvo a la tierra, a mi nodriza,

a beber de su fuente inspiradora,

a escuchar de sus vientos la sonora,

la silvestre canción asustadiza.


Y vuelvo, vez a vez, porque me hechiza

su agreste soledad, su luz pintora…

Vuelvo en verso a la tierra, sabedora

que él me salva de ser solo ceniza.


Y volver. Siempre volver. Que en cada poema,

en cada verso mío que se nombre,

en él pueda volver, fiel a mi tema…


Por eso vuelvo siempre. No se asombre

que lleve tan adentro como emblema

ambos temas que canto: tierra y hombre.


viernes, 18 de diciembre de 2020

OBRAS DE PUBLICACIÓN RECIENTE

 



“MEMORIAS DE MI VIDA EN PUERTO MADRYN Y TRELEW”, DE ANDRÉS A. RUSSO (*)




La biografía fue uno de los primeros géneros literarios. Sus antecedentes se hunden en la noche de los tiempos, ya que comenzó con la tradición oral —los relatos de vida de los héroes, de los guerreros y los santos— y más tarde, a través de la forma escrita, también se popularizó en una de sus expresiones más difundidas: la autobiografía.


Este género se concreta de diversos modos, como el diario personal o la forma epistolar, pero su formato mas difundido son las “memorias”, consistentes en la narración de la propia vida o de algunos tramos de ella por parte del autor.


En esta modalidad, el aspecto puramente literario pasa a un segundo plano. El lector no exigirá grandes virtudes estilísticas ni floreos retóricos: su interés estará centrado por completo en el contenido fáctico. Los seres humanos somos curiosos por naturaleza, y las memorias nos abren una puerta hacia la intimidad de un individuo, nos permiten “visitar” esa especie de “museo interior” donde el autor conserva sus reliquias vitales, el conjunto de anécdotas, episodios, experiencias y secretos que fueron entretejiendo su existencia.


A veces creemos conocer muy bien a alguien con quien mantenemos trato habitual desde hace mucho tiempo. Sin embargo, ese conocimiento suele ser mucho más superficial de lo que pensamos. Seguramente nos falta información sobre ciertos aspectos esenciales en el desarrollo de su personalidad: ¿cómo fue su niñez? ¿Quiénes eran sus padres, qué hacían? ¿Qué alegrías y qué desgracias marcaron su vida? ¿Qué desafíos debió afrontar? ¿Cuáles son sus mejores y sus peores recuerdos? Por más amigos o conocidos que seamos de ciertas personas, es probable que ignoremos las respuestas a muchos de esos interrogantes.


Andrés Russo es un hombre muy popular y goza de un gran aprecio por parte de la comunidad. ¿Quién no lo conoce? Su estilo franco y cordial, su buen talante, su manera práctica y sencilla de resolver las cosas, hacen de él una persona con la que da gusto tener trato. Además, es un empresario nato, con una trayectoria descollante en el mundo de los negocios. A no dudarlo, su nombre está ligado a buena parte de la historia del desarrollo comercial e industrial de Trelew y su zona de influencia.


Y bien: en este libro Andrés nos abre de par en par las puertas de su intimidad personal para recorrer juntos, de la mano de sus recuerdos, un pasado rico en experiencias de toda clase. A través de sus páginas conoceremos a Rosa y a Vito, sus padres, y a sus abuelos Juan y Colomba, esa familia “tana” de pescadores radicada en Puerto Madryn; una etapa de privaciones económicas y a la vez tan pródiga en experiencias vitales. Allí desfilarán las remembranzas de una niñez con dolores y alegrías, con aprendizajes precoces para sobrevivir y superar escollos, o compartiendo momentos inolvidables con esos amigos que son “para siempre”…


Y esa es apenas la introducción, el comienzo de una historia colmada de hechos y sucesos emotivos, una secuencia fascinante a través de la cual veremos cómo aquel niño, el voluntarioso que después del horario escolar salía a hacer tareas de reparto para ganar sus primeras monedas, llegó a convertirse en el comerciante y empresario próspero que hoy conocemos.


Siempre se ha dicho que los libros no deben ser contados. Nada supera el placer de leerlos, de entrar en esa especie de “trance hipnótico” que produce un texto cuando captura toda nuestra atención. Las memorias de Russo tienen esa característica: comienzan con los avatares del nacimiento de un bebé inmenso —el autor, de 5,400 kg, que así arrancó, siendo noticia en todo el pueblo— y a partir de allí no hay manera de abandonar el libro hasta la página final.


Al leerlo, mientras compartimos esa evocación personal, estaremos aprendiendo lecciones de vida, de cómo se puede progresar a fuerza de constancia, de trabajo y sacrificio; de lo importante que es una conducta coherente; el valor de la palabra, el encanto de los desafíos, la visión empresaria hecha realidad. Y también comprenderemos las enseñanzas insustituibles que brinda la experiencia, la importancia de saber sobreponerse a los contratiempos y los traspiés.


Es un texto que a cada párrafo despierta una sonrisa, una emoción, una sorpresa. Es un culto a la amistad, al trabajo, a la perseverancia. Un canto a la vida interpretado por este joven de 83 años, que aún tiene muchas cosas para compartir con quienes lo conocemos hace tantos años y le guardamos un profundo afecto.



C.D.F.



(*) Impreso en los talleres de grafico, A.P. Bell 784 - Trelew (Chubut), octubre de 2020.