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miércoles, 15 de julio de 2015

EL CUENTO DE HOY




A ELLA LE GUSTABA CAZAR


Por Héctor Roldán (*)




    A ella le gustaba cazar. Sus ojos se encendían de destellos amarillos, sus delicadas garras se encrespaban como furiosas olas, su pelo se tendía como múltiples tentáculos. Y sobre las paredes de los villorrios su sombra se deslizaba como un hipnótico espanto. Los hombres veían su figura desplegarse bajo sus pies para alzarse como un basilisco frente a sus ojos, entonces caían enamorados.

    Ella vivía escondida. Arrinconada entre las pálidas lápidas de un cementerio inglés en la Tierra del Fuego. Sólo unas cuantas tumbas en el medio del bosque. La rodeaban las altas araucarias, los troncos grises de los coíhues, la embriagaba el olor profundo de los ñires. Su tumba solo decía Jane, sin apellido, sin fecha. El musgo se había trepado por la piedra porosa y observándolo bien parecía dibujar el perfil delicado de su propietaria. Rodeada de enrojecidos farolitos chinos prendidos de las ramas de los árboles, acompañada por los chillidos agudos de los murciélagos y ratones, sobrevolada por cauquenes y caranchos, Jane esperaba la noche. Y en el momento en que, después de cubrir las cimas de las altas montañas, caía como un manotazo de negrura sobre el mar, los bosques y los pueblos, su figura se desprendía del sepulcro en infinitas volutas de un vapor que la iban dibujando en el borde del cementerio. A esa hora las flores anaranjadas del michay se volvían púrpuras de sangre, y la turba apretada del suelo del bosque se movía, contagiada por su fantasmal vida.

     Jane iba al pueblo. Buscaba su venganza de amor, la sangre de un sacrificio que pudiera mitigar la condena eterna de una muerte sin sacramentos. Los paisanos cruzaban sobre sus puertas los amuletos de protección y el que sabía rezar, rezaba. Pero aquellos que desconocían los gestos del ritual protector morían en sus labios, cuando ella, alcanzándolos en la noche, se alzaba como una floración espectral, interrumpiéndoles el paso.

      Algunos lograban sobrevivir por unos días al ataque. Atados a sus camas ellos deliraban describiendo incoherentemente los ojos abismales, el torbellino del beso en el cual veían reír a carcajadas a las fieras del bosque, estallar en borbotones de sangre a las frutillas del diablo que se esparcían en el suelo, mientras su propia vida se desangraba en el fuego devorador de su beso. Y aquel que se atrevía a abrir los ojos podía ver, en las cuencas vacías del fantasma, la hoguera del muerte, el fuego de un sacrificio, el ritual del exorcismo de una bruja, en cuyos labios encendidos se podía leer la maldición que ahora le tocaba.




(*) Escritor santacruceño, radicado en la ciudad de Buenos Aires. Este cuento fue extraído de su libro “El espectro de las cosas”.

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1 comentario:

Recomenzar dijo...

maravillosa historia contada con pasion