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sábado, 5 de septiembre de 2015

EL CUENTO DE HOY




    RETORNO

                                           Por Olga Starzak




Nada alrededor me es conocido, o al menos es eso lo que me pareció en un principio. La inmensidad del mar me estremece.  Estoy tendida sobre la cima de un médano. El sol calienta impiadoso y mis ojos  hacen esfuerzo para mantenerse abiertos. ¿Son estos los médanos que en algún pliegue de mi mente recuerdo como aquellos que me protegieron del viento y acariciaron mi piel con la calidez de sus areniscas? No lo sé.
Acostada sobre mis espaldas elevo el torso tratando de encontrar otros indicios, pero no observo nada alentador. Y estoy sola. Absolutamente sola.
Es raro, nunca me gustó la soledad.
Vuela un ave en el espacio abierto de este espacio que no reconozco. Posa las patas en la superficie acuosa. La miro absorta: es el único ser viviente en este paraje de vastas dimensiones. Mete una y otra vez el pico en el agua, a un ritmo sin pausa, propagando ondas sutiles que dibujan un contorno semicircular...,  y se pierde ante mis ojos.
El sol encandila; se encuentra en el punto exacto en el que cae perpendicular al eje de la tierra.
Llevo las manos al rostro y recorro cada centímetro. Me duelen los párpados y detengo allí las yemas de los dedos. No soporto la oscuridad que yo misma me provoco y busco la luz; también me duele. Toco las mejillas que –como un áspero papel- siento en las palmas, y recuerdo mi pelo ondeado. En un acto reflejo trato de abarcarlo con ambas manos; me sorprendo, cortos mechones cubren mi cabeza. No puedo comprobar que sigan siendo negros, como creo que debieran ser...
Noto que los labios están ajados, y por primera vez en estos... ¿minutos, horas, días...? Siento la imperiosa necesidad de humedecer la lengua.
Trato de levantar mi cuerpo, ese menudo cuerpo que no sé cuándo ha adquirido formas adultas; no logro incorporarme en un primer intento;  supera mis fuerzas a pesar de la fragilidad guardada en mis recuerdos. Lo hago rodar por la costa inclinada que me llevará a la orilla del mar. Se me eriza la piel al contacto con el agua. Busco beberla con afán. Me contraigo ante el gusto tan salobre, pero no lo rechazo.
Estoy vestida con una falda blanca de largo irregular, acomodada en la cadera. Cubre mi pecho el sostén de un traje de baño, también blanco. Mis pies están descalzos. Por su tersura parece que nunca hubiesen caminado por el  terreno pedregoso de esta playa.
Trato inútilmente de recordar.

¡Paula! Sí, me llamo Paula. Evoco mi nombre para escucharme. La primera vez se escurrió  un hilo  de voz, entrecortado, pero pronto adquirió un tono grave y más nítido. ¿Era esta mi voz?  No lo sé.
Camino hasta los médanos desérticos. Y allí vuelvo a recostarme.
 
El sol se apiada de mí y al fugarse en el crepúsculo me proporciona una penumbra arrobadora. La sensación de paz me entrega al sosiego.

-Paula, Paula... ¿dónde estás?
-¡No lo sé! –grito. Y es mi propia voz la que me despierta.
Estoy tendida en el mismísimo lugar donde –quién sabe cuánto tiempo antes- el sueño me venció.
Mientras camino hacia la costa en el intento de mojar otra vez mis labios, una luz a la derecha me detiene. Parece suspendida en el aire. Es intensa; la imagino como el foco de un  viejo faro. Me devuelve una esperanza. Es allí donde pronto dirigiré mis pasos, apenas la claridad del día vuelva a acompañarme.
Un montículo de arena  hace las veces de almohada; con las nalgas improviso un espacio que se amolde a las curvas de mi cuerpo. Con la pollera cubro el pecho protegiéndolo del aire que ahora percibo más fresco.
En el horizonte, la luna se muestra con todo su esplendor; y es en las formas que dibujan su interior donde descubro un indicio más de una existencia que procuro develar; de una vida que no es esta.

Aún abrumada, y con la mirada fija en aquella luz, recuerdo una igual que –quién sabe cuándo- me sedujo, obnubilándome.


Al amanecer comienzo a transitar con lentitud hacia el rumbo elegido. Hoy hay nubes encapotando la atmósfera. No sé cuánto es el tiempo que llevo caminando pero no siento signos de cansancio.

A medida que voy avanzando, las partículas de arena dejan lugar a piedras de diferentes tamaños, todas  redondeadas.  Formas rocosas comienzan a dificultar mi paso y poco después el terreno emprende una bajada. Sigo ese camino sin sendero con la certeza de que es aquel y no otro el que debo andar. Desaparece de mi vista el océano; veo una pendiente que se extiende hundiéndose en la superficie como si una fuerza descomunal hubiese tirado de ella desde la profundidad de la tierra.

La soledad aprieta mi garganta. Poco después descubro el devastador panorama que mi memoria se niega a descifrar. Primero son restos de materiales corroídos, muros que otros muros han derribado, escombros y más escombros. A veces tapados de arena y otras al descubierto desde sus raíces. Pero siempre muestras cadavéricas de un paraje donde la vida fue protagonista. Restos arquitectónicos de una vida sin vida.

         A lo lejos diviso una esfera de color dorado; me llama la atención  porque allí  todo se ha teñido de gris. Y entre peñascos y alambres, entre moles de cemento y enrejados de hierro, me acerco lo suficiente como para ver la cúpula. ¿Es ésta la cúpula de aquel santuario donde pasaba mis horas vespertinas? Una cruz reposa sobre ella y a sus costados, los altos muros de mármol se mantienen intactos. ¡Sí, lo es!
Mi vida en esta dimensión es ahora nítida.
Más tarde, aún conmovida, camino hacia el sitio donde presumo que moraba.

Olas delirantes, olas asesinas.

         Imagino que todo sucedió en un tiempo lejano; este cataclismo necesitó de muchos años de intenso viento, de tempestades, de otras olas igualmente aniquilantes.

Lentamente me alejo. Mis pasos me devuelven a la cima del médano. La luz es ahora intensa. Se aproxima. Puedo observar ahora su forma ovalada.
          Está cada vez más cerca.
          Me enceguece.
          Me envuelve aquel mismo sopor. 



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