EL REGRESO
Por David Aracena (*)
Venía
escapándose de sus implacables perseguidores. Y de él mismo, también.
Los puentes
—pensó— son siempre grises. No pueden ser de otro color.
Admitió que
era posible que fueran azules, blancos o amarillos, pero el puente que conoció
en su infancia tenía ese color desvaído de las nubes cuando va a llover;
cualquier otra posibilidad no tenía mayor relevancia.
Después de
mucho tiempo, volvía a su casa. A medida que andaba iba reconociendo cada
lugar. El camino bordeaba el río. Estaba ya cerca del puente.
Cuando niño,
de noche, escuchaba el ruido del agua contra los pilares de la estructura con
olor a moho y a herrumbre.
Recordó la
primera vez que remontó la costa gredosa, de un amarillo casi blanco, y los
cangrejos que pescaban con su padre, la dura caparazón.
Ya faltaba
poco para ver la baranda más alta del puente. Pasando el repecho que tenía
adelante, vería la torre de la iglesia, y después los techos del pueblo.
Aspiró la
brisa que venía del río, el aroma inconfundible de los árboles.
De chico, le
había gustado saber que había del otro lado del río. "La felicidad está en
la otra orilla". Esto lo había leído hacía mucho. Nadie lo espera. Sólo él
sabe que está cerca de su casa. Cruzó el puente. Crujía el andamiaje de acero
como antes, con ese mismo ruido que conocía.
Llevaba días
y días escapándose de sus perseguidores, estaba seguro que ninguno de ellos
sabía dónde se encontraba.
Alcanzó a
ver de pronto el techo de su casa. Ahí estaría a cubierto de todo, como cuando
era pequeño.
Ahí cerca
estaba la quinta. Advirtió una mancha oscura. Observó bien. Distinguió el saco
inconfundible de su padre y el sombrero aludo para los días de sol.
Vaya con
papá —pensó—. En un tiempo, el padre solía usarlo siempre. Después pasó al
cuarto de los trastos inservibles. Sonrió ante la idea de su padre de volver al
saco olvidado.
Ahora
distinguía bien a su padre de espalda. Y con el sombrero aludo y viejo. Ya más
cerca, a través del follaje, lo vio demasiado tieso. Ahora que había andado
tanto del otro lado del río, sabría que había aquí en esta orilla.
Iba a
decirle a su padre:
—Aquí estoy
para siempre! —cuando alcanzó a ver el brillo inconfundible de un arma, y en
tanto miraba el hueco redondo por el que ascendía un hilo delgado de humo, pudo
ver que frente a él, no estaba su padre sino que era un espantapájaros.
Cerca, los
gorriones volaban confiados.
Ahora sabría
qué había en esta orilla. ¡Y esta vez para siempre!
(*) Escritor de
Comodoro Rivadavia (1914 – 1987). Tomado de su obra “Papá botas altas” (G Pro
Cultura, Comodoro Rivadavia, 1986).
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