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domingo, 17 de enero de 2016

EL POEMA DE HOY



Música


Por Pablo Lautaro (*)



Algo canta
en estas palabras fugaces
un aire místico escapa de ellas
como música sutil
buscando tus oídos sensibles.
En medio de un inédito ritmo
laten sinfonías.
Cuerdas y teclados
danzan en mi escenario
poblado
de melodiosos recuerdos.
Huyo entre himnos
Y añoro tu presencia
quizás
a través de este ritmo
pueda habitar
otra vez tu corazón.
Este es mi tiempo.
Soy la partitura sin componer
el instrumento sin ejecutar
para tu cuerpo orquestal
liberando canciones.




(*) Escritor neuquino. Este poema es de su libro “Huellas” (Edición del autor, Neuquén, 2009).

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domingo, 10 de enero de 2016

EL POEMA DE HOY




EL CAMINO Y SUS DOS EXTREMOS

Por Miguel Oyarzábal (*)

A la memoria de Raquel Poyo de Carrasco




Miro como juzgás la vida
desde tus ochenta años
como tomás nota de la historia
esa que nunca habrá de figurar en los libros
aquella que comenzamos a escribir
en un pueblo simple
y su escuela de madera.

Miro, escucho como hablás de tu niñez
moldeada con arcilla inmigrante
y el rigor de los años ásperos
que te dieron el porte,
la raíz y el ramaje.

Miro el tiempo desde mis cincuenta y cinco.
Por un rato
cuya mensura será inolvidable
quedo colgado
con la bandera trepada al mástil
en el pizarrón viejo de palabras
el poliladrón y las primeras oraciones
unido a las noches
las partidas
y el entrañable viento del sur
tan obstinado como la selva.

Miro como me enseñás nuevamente
que a los hombres,
a semejanza de Dios
hay que darles una segunda oportunidad.

Ahora me hallo en un banco de plaza
sin respaldo
sin apoyabrazos
así como estamos frente a la eternidad.

A través de tus ojos
que completan a los míos
igual que en la infancia
miro jugar a los chicos
y siento que la vida
es una página
que nunca estará en los libros
sin embargo
aún se continúa escribiendo.



(*) Escritor chubutense. Este poema fue tomado de su libro “Por lo que tengo” (Ediciones “El Mono Armado”, Buenos Aires, 2011).


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martes, 5 de enero de 2016

EL CUENTO DE HOY




EL VIENTO SOPLABA

Por Héctor Roldán (*)





     El viento soplaba de oeste a este. El viento soplaba. Y soplaba la mayoría de los días y de las noches. Intenso, seco y profundo como el murmullo de misteriosas siringas revoleando en las cimas de áridos cerros. Pehuen lo escuchaba venir en rápidas ráfagas repletas de granos de múltiples tierras. Arena de la cordillera, polvo de cañadones escondidos, fragmentos milenarios de deshidratadas conchas marinas, semillas de ásperos coirones, hojas de calafates muertos. Y así podía clasificar en las ráfagas las cosas de este mundo una por una, y juntarlas con sus largos dedos, amasarlas con el jugo de las tunas y hacer su extraño brebaje.

     Guardado en su piel de estómago de ñandú, Pehuen lo llevaba mientras volaba de ráfaga en ráfaga buscando moribundo mortales abandonados en la meseta. Repartiendo milagrosas curas a aquellos que oraban entre los restos de tolderías arrasadas, o lloraban al lado de húmedos  naufragios. Aquellos hombres soñaban beber y despertaban del sueño repletos de una extraña sabiduría que los alzaba de las ruinas de ese día para mostrarles, por un instante, el dibujo perfecto del universo. Algunos renacían y caminaban kilómetros y kilómetros presos de un llamado. Pehuen los acompañaba hasta los bordes mismos de los pueblos donde los recibían con temor, azorados por los ojos oscuros y tremendos de esos sobrevivientes. Otros hundían sus manos en la tierra y tapaban sus cuerpos, amontonando a su alrededor piedras, construyendo el ultimo mirador de su vida, y morían cantando la canción que él les enseñaba, susurrándoles al oído. Los zorros devoraban sus restos y sus huesos descarnados donde la médula se pudría servían de resonante flauta para el viento que soplaba y soplaba.

     Pehuen era para todos la salvación y la perdición, sólo que él decía que era, simplemente, el viajero del viento, un anciano caviloso que gustaba de hacer sus brujerías, salvar de tanto en tanto a los creyentes y hundir de desesperación a los que negaba que su carne era sólo otro soplo más de la tormenta.




(*) Escritor santacruceño, radicado actualmente Buenos Aires. Este cuento es de su libro “El espectro de las cosas” (Rúcula Libros, Buenos Aires, 2009)
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sábado, 2 de enero de 2016

LA NOTA DE HOY




EL MILAGRO DEL RIEGO


Por Jorge Eduardo Lenard Vives




     Muchos de los colonos galeses que llegaron al Valle del Chubut en 1865 no eran eruditos en la ciencia de la agricultura. Para colmo venían de un país de clima húmedo, en el cual la abundancia de lluvias permitía el cultivo al secano. La pertinaz falta de precipitaciones pluviales sorprendió a los chacareros, cuyas cosechas fracasaban año tras año. Hasta que por fin, de la mano de Rachel Evans y de su marido Aaron Jenkins, llegó el milagro del agua. Como dijera un poco inspirado poeta:

Milagro del agua. ¿Cómo sucedió? Y veían
el agua alegre cantar en las zanjas.
¿Cómo sucedió? Y tomaron la azada
e hicieron canales y abrieron la tierra para regar sus plantas.

     La figura de este matrimonio de labradores que abrió el camino para que el valle tornase de estéril baldío en oasis feraz, fue objeto de la atención de varios escritores. Por ejemplo, de Oscar Camilo Vives; quien en su cuento “Una tierra ancha y buena” detalla así el momento álgido:

     Bajo la tarde que cae tibia, la luz solar se cierne sobre el valle revistiéndolo de una encalmada calidez. En un súbito impulso toma la pala y sale resuelta. El suelo arenoso de la orilla del río cede fácilmente al mordisco del afilado acero y poco a poco consigue excavar una somera zanja hasta el borde del terreno sembrado. Y entonces, de pronto, el agua, liberada, corre viva, ancha, rueda palpitante por la pendiente; se divide en arroyuelos alegres que arremolinados reptan juguetones… La mujer permanece callada ante el milagro que ha generado. Ahora todo estará bien. Esta será a tierra buena y ancha de la promesa y de sus esperanzas.

    También Alejandra Vilela en su excelente relato “Rachel corazón de viento (Año del Señor de 1867)”, describe la ocasión crucial, en forma distinta pero igualmente emotiva:

     Cuando llegó hasta el lote sembrado se dio vuelta y vio a Rachel alisando las paredes de la zanja. Sonrió ante la manía de prolijidad de su esposa. Fue a buscarla, le dio la mano y caminaron juntos hacia el río. Allí le dio la pala a ella para que cortara la pequeña compuerta de tierra. Había sido su idea, ella merecía el honor de dejar entrar el agua. Apenas clavó la pala comenzó a entrar el agua, que avanzaba lenta camino al trigal... Este año, la familia Jenkins-Evans tendría trigo. En este año, el valle del Río Chubut vería su primera cosecha. En este año del Señor de 1867, Rachel Evans había descubierto el riego.

     Cuando comenzó la colonización del Valle del Río Negro, pobladores galeses del Chubut migraron hacia aquella zona; y se destacaron en la construcción de los canales que permitieron la irrigación. Esto está muy bien narrado por Dora Noemí Martínez de Gorla en su libro “La colonización del riego en las zonas tributarias de los ríos Negro, Neuquén, Limay y Colorado”, que señala la importancia de las obras hechas por los chubutenses del siguiente modo:

     Esto era una prueba, una vez más, de la confianza que la Nación había depositado en los desolados territorios patagónicos. Y junto a la acción del gobierno estaba la pujanza del trabajo pionero, encarnado en esta oportunidad por el ingeniero Owen y sus galeses, quienes se perpetuarían en la historia de la Isla Grande de Choele Choel, como los grandes constructores de canales, cuyas obras fueron las únicas, que por muchos años sirvieron a la irrigación de las parcelas agrícolas…

     La epopeya del riego en los valles rionegrinos entusiasmó a Vicente Blasco Ibañez. En 1911, el escritor español invirtió su capital en una empresa colonizadora que dio lugar a la localidad de Cervantes. La aventura quedó reflejada en su obra “La tierra de todos”; cuyo argumento gira en torno al tema de esta nota. A modo de ejemplo se citan algunos párrafos:

     Al fin el gobierno había reanudado los trabajos. El río era vencido poco a poco, aceptando el obstáculo del dique y los canales de Robledo y Watson se empapaban con las primeras aguas, dejando correr por su lecho fangoso el riego vivificante… El milagro del agua realizaba un sinnúmero de milagros secundarios. Acudían a la muerta población hombres de todos los países, deseosos de roturar un suelo que podía después ser suyo. Una costra de verde tierno y luminoso iba cubriendo los campos antes polvorientos. Los matorrales secos y punzantes cedían el sitio los árboles jóvenes. Nutridos por la savia de una tierra dormida durante miles de años, y refrescados incesantemente por el agua que corría á sus pies, realizaban en el corto plazo de varias semanas prodigiosos estiramientos.

     Tampoco el poeta Raúl Entraigas escapó al influjo del maravilloso ingenio que permite trocar el desierto en campos fértiles. Así lo señala en “El poema del Río Negro”:

El agua fecunda
se volcó sobre el duro terreno
y se alzó, a su conjuro, la chacra,
cornucopia de tiempos modernos.

     Claro está que para los colonos de las tierras a orillas de los ríos patagónicos, el agua fue una bendición. Pero en otras oportunidades se trocó en pérdidas y tristezas, como consecuencia de las periódicas inundaciones que los castigaban hasta que fueron realizadas las obras hidráulicas necesarias para domeñarlos. Pero esa es otra historia, que merece ser contada a su debido tiempo.



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viernes, 1 de enero de 2016