EL VIENTO SOPLABA
Por Héctor Roldán (*)
El viento soplaba de oeste a este. El
viento soplaba. Y soplaba la mayoría de los días y de las noches. Intenso, seco
y profundo como el murmullo de misteriosas siringas revoleando en las cimas de
áridos cerros. Pehuen lo escuchaba venir en rápidas ráfagas repletas de granos
de múltiples tierras. Arena de la cordillera, polvo de cañadones escondidos,
fragmentos milenarios de deshidratadas conchas marinas, semillas de ásperos
coirones, hojas de calafates muertos. Y así podía clasificar en las ráfagas las
cosas de este mundo una por una, y juntarlas con sus largos dedos, amasarlas
con el jugo de las tunas y hacer su extraño brebaje.
Guardado en su piel de estómago de ñandú,
Pehuen lo llevaba mientras volaba de ráfaga en ráfaga buscando moribundo
mortales abandonados en la meseta. Repartiendo milagrosas curas a aquellos que
oraban entre los restos de tolderías arrasadas, o lloraban al lado de
húmedos naufragios. Aquellos hombres
soñaban beber y despertaban del sueño repletos de una extraña sabiduría que los
alzaba de las ruinas de ese día para mostrarles, por un instante, el dibujo
perfecto del universo. Algunos renacían y caminaban kilómetros y kilómetros
presos de un llamado. Pehuen los acompañaba hasta los bordes mismos de los
pueblos donde los recibían con temor, azorados por los ojos oscuros y tremendos
de esos sobrevivientes. Otros hundían sus manos en la tierra y tapaban sus
cuerpos, amontonando a su alrededor piedras, construyendo el ultimo mirador de
su vida, y morían cantando la canción que él les enseñaba, susurrándoles al
oído. Los zorros devoraban sus restos y sus huesos descarnados donde la médula
se pudría servían de resonante flauta para el viento que soplaba y soplaba.
Pehuen era para todos la salvación y la
perdición, sólo que él decía que era, simplemente, el viajero del viento, un
anciano caviloso que gustaba de hacer sus brujerías, salvar de tanto en tanto a
los creyentes y hundir de desesperación a los que negaba que su carne era sólo
otro soplo más de la tormenta.
(*) Escritor
santacruceño, radicado actualmente Buenos Aires. Este cuento es de su libro “El
espectro de las cosas” (Rúcula Libros, Buenos Aires, 2009)
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