EL PERDÓN
Por Fernando
Nelson (*)
En otro momento lo que hizo Jesús
María me hubiera tenido sin cuidado, pero haberme desatendido entonces, justo
después de mi operación, no era cosa de perdonar. Y como si fuera poco, tuve
que soportarle siempre los amigos, el bar, los juegos de cartas, la quiniela de
cada día, y eso sin contar que todavía pudo haber otra mujer ¿por qué no? y yo
haciendo el papel de estúpida en casa, sola y tratando de mantener todo en
orden, tratando de que tuviera la ropa limpia y un plato caliente para cuando
el señor se decidía a volver. Así y todo a lo mejor hubiera seguido
soportándolo un tiempo más, de no haber sido que él insistía tanto con el juego
y sin buscar trabajo, obligándome al laburo ingrato de florista en el
Cementerio del Norte. ¿Cuántas veces le pregunté cuándo iba a cambiar, cuándo
iba a dejar de salir a la vereda con ese aspecto de ciruja con el cigarro
pegado a los labios, dejando pasar lastimosamente la vida?
Si por lo menos
hubiera hecho algunas changas o hubiera salido a robar, pero ni para eso
servía. Y así se iba consumiendo nuestra vida opaca y sin ilusiones en esta
ciudad que no tenía más que un hueco miserable para nosotros.
De modo que mis
esperanzas se fueron muriendo, y por el suelo quedaron las promesas de Jesús
María, las promesas de mudarnos al Barrio Parque a una casa grande rodeada de
verjas de hierro, con el pasto cortado, con chicos corriendo por el patio, pero
para qué chicos, si apenas nos alcanzó siempre para sobrevivir los dos. Ya sé
que su forma de ser fue la que terminó por matar esas ilusiones: por eso al
final me cansé; me cansé de esconderme en mi propio silencio, de pasar tantas
horas en la vereda del cementerio, un poco para hacer dinero, para qué negar,
pero también para estar lejos de un fracasado al que ya no soportaba ni quería
ver.
¿En qué momento
tuve la idea de sacarlo de encima? No lo sé. Sólo recuerdo que de inmediato
conseguí el sobre con veneno para ir poniéndoselo de a poquito y cada tanto en los almuerzos. Y pienso que todo hubiera
andado bien, de no haber sido que al tarado de Jesús María lo atropelló aquella
moto, y sin que yo lo hubiera esperado, en el hospital hallaron cosas extrañas
en su sangre, y entonces vino aquello de los policías molestando hasta en el
puesto de flores, y después el mal trato, los dedos manchados con esa tinta que
no sale ni frotando, la foto con el número en el pecho, y esos trámites odiosos
que nunca pensé que tendría que hacer.
Recuerdo al oficial flaquito de bigotes
grandes, golpeando casi con bronca la máquina de escribir, llenando con datos
un informe que diría más o menos que la detenida, de nombre Elisa Agustina
Peralta, de nacionalidad argentina, casada, sin instrucción, de treinta y nueve
años de edad, ojos marrones, piel trigueña, nariz mediana, pelo castaño largo y
oscuro, señas particulares visibles ninguna, bien parecida y de un metro con
setenta y dos centímetros, de oficio florista y ama de casa, con antecedentes
de violación a los once, ha intentado envenenar a su marido en la finca que ambos
ocupan en la calle Alberdi 961 del barrio 9 de Julio, y habiendo sido
descubierta por accidente, etcétera, etcétera, hasta que los papeles pasaron al
juez y terminé con una condena de seis años que se trató de una injusticia
total, ya que el señorito se curó en cuestión de pocas semanas.
¿Alguien puede explicar una cosa así?
Pero todo llega y todo pasa: al
cumplir los cuatro años de encierro, llegó la carta de Jesús María diciendo que
sabía que yo iba a salir por buena conducta, y el día que me soltaron no pude
creer que él estuviera esperando en la vereda, perfumado y sonriente el hombre,
como si nada hubiera pasado, pagando un taxi igual que si fuéramos novios, con
una caja de bombones y queriendo convencerme de que las cosas iban a ser
distintas a partir de ese día, ansioso por mostrarme el hogar que él había
cuidado con su mayor devoción, contándome de un buen trabajo que estaba a punto
de conseguir, y yo debí parecerle una mujer de confianza porque a los pocos
días, cuando empecé a ponerle otra vez el veneno en la comida –esta vez en
proporciones mayores– él seguía con la ilusión de un cambio total en nuestras
vidas, justo él, Jesús María, que nunca sirvió para nada.
(*) Escritor chubutense,
radicado en Puan, provincia de Buenos Aires. Este cuento es de su libro “Carta
encontrada en Plaza Irlanda”.
1 comentario:
Hace rato que quería hacer un comentario en este cuento de Fernando Nelson; una muestra de ese subgénero con mayúsculas que dentro de la narrativa es el Policial. Según me explicó el autor, el cuento está basado en un hecho real; que le había referido en alguna oportunidad su padre; un lector incansable y entusiasta narrador oral. El caso en cuestión ocurrió en Tucumán, en la década del 50. Fernando me dice: "Imagino a mi padre leyéndolo en La Gaceta , y sin duda lo impactó el hecho, como otros que también nos fue refiriendo. Habrán salido seis o siete líneas, que mi padre las estiraba a un relato de diez minutos al menos, y yo terminé con setenta líneas. En mi caso tuve que oficiar de sicólogo, porque es indudable que esa mujer tenía una vida y una psiqué muy particular para hacer lo que hizo, porque no era común (por suerte) que ocurriera eso, ni aún en el propio Tucumán, tierra de compadritos, donde el culto del coraje era moneda corriente". Según Fernando, se podría decir que "este cuento tiene la estructura de la presentación inmediata del problema-causa, que de un modo inexorable nos lleva a la solución del conflicto. Sin remordimiento alguno por parte de la envenenadora, que incluso termina su relato con una frase irónica. Y este final me hace pensar que bien podría considerárselo con un final cerrado, aún contra las apariencias. Si ella termina de contar como lo hace, es porque terminó matándolo, y ya sabemos que no es una persona de escapar a la justicia. Ergo, fue a parar a la cárcel. (En realidad fue, efectivamente, así)". Las opiniones del propio creador me eximen de otros comentarios. Pero aprovecho estos párrafos para agregar una reivindicación del subgénero al que pertenece el cuento. Porque pese a que muchos de los mejores literatos mundiales incursionaron de una manera u otra en el subgénero policial; y que muchos escritores de narraciones policiales crearon obras maestras de la Literatura mundial, a veces no se le reconoce el importante espacio que ocupa entre las letras. Michael Innes en “La Torre y la Muerte”, afirma que las novelas policiales pertenecen a "un género popular de literatura que tiene con el mundo real del crimen una relación parecida a la de la poesía pastoril con las realidades de la economía agraria". Esa afirmación, que es también una reivindicación de la Literatura de ficción, apunta a que el escritor - incursionando en la psiqué, como dice Fernando, del delincuente -, ejerce su Arte para mutar la sordidez de las circunstancias de un crimen en un manifiesto de la condición humana.
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